Lo confieso: en
algunos aspectos de mi vida no cambio con el paso del tiempo. Y me da rabia.
Desde joven me ha puesto siempre de muy mal humor tener que ocuparme de cualquier
problema burocrático. Por regla general, siempre los he solucionado con
relativa rapidez; pero aun así me molesta mucho el que me digan que tengo que
estar en tal sitio y a tal hora, hacer fotocopias, colas... Un absurdo y necio
problema burocrático, que se podía haber solucionado vía Internet si hubiera
habido buena voluntad, me hizo abandonar Veruela. Y solucionado el problema, me
encerré en casa durante varios días. Si se busca con ahínco, la soledad, y más
en los días nublados, siempre hace acto de presencia. Llegó, y por motivos que
se comprenderán fácilmente, me enfrasqué en la lectura de varios artículos de
don Gustavo.
-Me parece
que es usted la única persona que le plantifica el tratamiento de cortesía a mi
nombre.
-Es que de
joven tuve una vocacional profesora de lengua y literatura que nos reñía a sus
alumnos por hablar de Miguel de Cervantes, o de Lope de Vega. Nos obligaba a
decir don Miguel de Cervantes, don Lope, don Pedro Calderón de la Barca, o el
señor Calderón. Decía que debíamos ser respetuosos con tan grandes escritores.
-No sé qué
decirle a usted. Señor Bécquer no me acaba de gustar. Queda mejor Gustavo
Adolfo Bécquer, ¿no le parece?
-Lo que
usted quiera; pero mi querida profesora me reprocharía que le quitara el don.
-Creo que
con que nos hablemos de usted es suficiente. Yo lo disculparé ante su
profesora.
-Gracias.
Y, sí, de acuerdo, porque incluso tratándonos de usted vamos a parecer un par
de dinosaurios.
-¿Lo dice
usted por este tuteo tan extendido hoy en día?
-Efectivamente.
-Las cosas
siempre tienen algún aspecto en el que uno no se ha detenido, o no le ha
concedido importancia. Me refiero, en el caso que nos ocupa, a que esto de la
democracia ha traído, también, una cierta igualdad en el trato con los
semejantes.
-Más que
de igualdad yo le hablaría de una falsa campechanía y una familiaridad que todo
lo arrolla.
-¿Y a
usted no le gusta?
-No, no me
gusta. No me gusta ese rodillo que todo lo allana cuando hay muchas cosas
distintas y diferentes, gracias a Dios.
-Nos van a
tildar a los dos de conservadores y reaccionarios.
-A estas
alturas de mi vida me tiene sin cuidado los calificativos que me pongan. Mire,
hace unos minutos estaba leyendo un artículo suyo sobre las fiestas. Viene a
decir usted que la fiesta tiene que ser sentida por el pueblo, y que nada tiene
que ver la celebración del 2 de mayo con el odio al francés. Se celebra, según
usted, el deseo de independencia. ¿Es así?[1]
-Sí, al
menos eso es lo que yo deseaba decir. Pero veo por su gesto que no parece estar
muy de acuerdo conmigo.
-No sé si
en su época, en la conmemoración del levantamiento del 2 de mayo, todavía
habría un cierto regusto a lucha por la independencia, por no dar el brazo a
torcer, algún recuerdo de lo que se celebraba. Hoy en día, creo yo, todas las
fiestas han perdido el carácter originario que tenían. El cristianismo comenzó
por privarlas de todo su contenido, aunque últimamente parece que vuelven por
sus fueros. Hay fiestas que ya son verdaderos desmanes de todo tipo.
-Sí, eso
he notado. No obstante, ustedes a la hora de hacer fiestas también son muy
estrepitosos. Parece que no pueden pasar sin grandes equipos de hacer ruido,
sin congregaciones multitudinarias, y sin arrojar unos petardos que estallan
con más furia que los cañones de Napoleón contra la bahía de Cádiz.
-¿Y no ha
observado usted lo ruidosa que es también la gente cuando se ríe?
-Sí, es
cierto: ríen a grandes carcajadas. Un poco falsas, todo sea dicho de paso.
-Creo que
es porque, en el fondo, todos se están aburriendo; pero son incapaces de hacer
otras cosas. Y al final la diversión queda en molestar al prójimo con enormes
ruidos, y en reírse con risa estridente para que el vecino se percate de cuánto
nos estamos divirtiendo.
-¿Me está
diciendo que las fiestas funcionan como obras de teatro, como un vodevil?
-Sí, pero
con la particularidad de que son obras muy malas, aunque, en ocasiones, los
decorados son realmente notables.
-Ya sabe
lo que pienso: si los decorados y los trajes se acoplan al momento, quiere
decir que el teatro, a la larga, saldrá ganando. Con ello se impondrá una
visión más certera de nuestro pasado[2].
-¿Usted
cree? La fiesta no trata de rememorar nada. Incluso le diría que no trata ni
siquiera de dedicar un tiempo al ocio. Se trata de salir de casa, de gastar
dinero y de cansarse como un burro, o de estar tumbado en la playa sin hacer
nada. En uno u otro caso, puro consumismo.
-Está
usted un poco negativo. Algo perdurará de aquello que se celebra, digo yo.
-No quedan
ni los trajes, don Gustavo: estos se adecuan a la época... Yo creo que si en
una película sacaran a Cristo como, seguramente, iba vestido por Galilea, y a
todos los apóstoles calvos, con caries y bastante bastos, el cine se quedaba
vacío. Hubo un intento por parte de Pasolini.
-Sí, en
eso tiene razón: es difícil luchar contra las imágenes impuestas. A veces es
muy conveniente hacer una labor arqueológica. Por eso alabé yo los decorados y
nuevos vestuarios en el teatro: no podíamos continuar con la sábana, el balcón
y la maceta. Ahora, que los decorados sustituyan a la obra es un poco
peligroso.
-Pues eso,
más o menos, es lo que ha venido a suceder. Y lo que sucede siempre. Hay,
además, una realidad actual que se superpone a aquello que se celebra, y que,
casi siempre, se obvia por eso de arrimar el ascua a la propia sardina.
-Ya veo
que se me va a despeñar usted.
-¿Sabe que
día es hoy? ¿Y qué año? Antes ha hablado usted de Cádiz y de los cañones de
Napoleón.
-Sí, lo
sé. Y me estaba temiendo lo que me va a decir a continuación: con las
celebraciones realizadas se ha traicionado el espíritu de la Constitución de
1812. ¿Me equivoco?
-Francamente,
todo me ha parecido una burla, un intento más de apropiarse de aquello contra
lo que, no le quepa duda, se hubieran sublevado la mayoría de los que estaban
allí lanzando unos discursos de alabanza que daban grima.
-Ya sabe
que el poder trata de no dejar resquicios o de desvirtuar aquello que le
molesta. Quizás a santa Teresa la hicieron santa por no quemarla.
-No le
extrañe. Imagino que en Cádiz nadie habrá señalado dónde los gaditanos tuvieron
encerrado al rey felón, tatarabuelo del actual, también conocido como el
Narizotas. Ni se habrá recordado que el tal Narizotas hizo entrar a los Cien
mil hijos de san Luis, y que los pagó con dinero público. Ni que la
Constitución actual la han despedazado en tanto alaban la de 1812.
-¡Ah, qué
bueno es uno cuando se muere! Y dígame, ¿es usted partidario de la República?
-No sé qué
decirle. Pero creo que importan poco mis posibles tendencias políticas. Aquí
estamos hablando de olvidos y tergiversaciones. Y de que nadie ha leído los Episodios
Nacionales. Y perdone que le vuelva a mentar a don Benito.
-No hay
nada que perdonar. Y tal vez esa es una de las cosas que le conviene mucho a
este país: olvidar los rencores, enterrarlos, y tratar de vivir recordando lo
bueno y positivo de su historia. De otra forma, siempre estaremos anclados en
el pasado.
-Eso es
discutible. Dígame, ¿cree usted que se pueden recordar las cosas sin que el
recuerdo despierte odio ni rencor?
-Si son
recuerdos lejanos, es posible. Me imagino que en esta época nadie se acordará
de las cruentas guerras carlistas, ni nadie irá por los montes buscando los
huesos de los abuelos isabelinos o de los contrarios. Y si se acuerdan de ellos
tendría que ser para superar viejos rencores y disidencias. Todos tenemos que
ceder un poco.
-No se
preocupe: nadie se acuerda de aquellos cruentos enfrentamientos. Yo le diría
que incluso la mayoría de nuestros paisanos ignora qué fueron las guerras
carlistas. Ni siquiera saben que existió Isabel II.
-Dios mío,
¿es que no estudian historia? Ya, ya lo sé. Ya sé la respuesta. Ni estudian
historia ni geografía.
-Ni por
supuesto saben cómo vestían en aquella época. Se dejan llevar por las imágenes
que el cine les ofrece, que no los museos.
-Confiemos
en que los decoradores y encargados del vestuario se preocupen por la precisión
histórica. Esperemos que estos sí que visiten los museos, sin olvidar la forma
de hablar de los personajes, el espíritu de aquel momento. Yo propuse en una de
mis cartas hacer excursiones por los pueblos y aldeas para conocer el pasado...
No creí que también tuviera que proponer visitas a los museos.[3]
-Aun así,
querido Bécquer, siempre he pensado que la Historia es una invención más, como
lo puede ser la novela.
-Creo que
no va muy desencaminado. Cierto es que el historiador se tiene que atener a los
documentos. Pero ¿qué sucede cuando estos no existen y sin embargo hay toda una
tradición que avala una cierta creencia? ¿Desecharla o reconstruirla?
-Le
contesto con sus propias palabras. Yo también sé citar de memoria: Merced a
la exageración que traen consigo todas las reacciones, al abandonar el sendero
de la tradición y las autoridades, para aplicar un criterio razonador y
filosófico al estudio de la Historia, se ha llevado por algunos el espíritu de
duda hasta el extremo de combatir como apócrifo cuanto no se apoya en
documentos fidedignos o no puede probarse de manera auténtica.[4]
-¿Y qué
opina usted?
-Dime lo
que recuerdas y te diré quién eres.
-Eso es
pedir un imposible. Es cierto que hay algunas tradiciones, algunos cuentos, que
no pasan de ser eso, y creo que, hasta cierto punto, se ha hecho bien en
olvidarlos. Aunque no menos cierto es, como dice usted, que deberían recordarse
para conocer mejor la época que los inventó o los creyó. Me imagino que algo
así es lo que quería decir usted.
-Sí, más o
menos. Estaba pensando en el olvido en el que ha caído la Cava, su padre el
conde don Julián, o incluso Sara, aquella princesa visigoda que partió hacia
Arabia en busca de ayuda porque le habían arrebatado el trono.
-¿No le
parece un poco improbable todo eso? Aunque ya, me temo lo que me va a
contestar, que otras leyendas han perdurado, y son tan insostenibles como esa,
¿es así?
-Así es. Y
a ese respecto la Iglesia, y el Poder, tendrían mucho que decir. Desde cosas
sin importancia, la gallina de santo Domingo de la Calzada, por ejemplo, a más
serias, el sepulcro de Santiago de Compostela, donde tal vez esté enterrado un
pobre obispo, abulense para más señas.
-Dejemos a
la Iglesia en paz, y celebremos el día de la Pepa.
-Sí, ahora
que ha muerto la Pepa, su madre, su padre y hasta su espíritu, gritemos viva la
Pepa.
-Hombre,
no sea tan cenizo.
-Algún día
le contaré la historia de la Virgen de mi pueblo. Apareció por allí buscando a
su hijo que se le perdió en el templo. A tres o cuatro mil kilómetros de
distancia.
-No hay
nada como el amor de una madre.
-Y más si
se llama Pepa.
-Una
manola decía que le gustaba el nombre de Pepe porque se pega en los labios.
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