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jueves, 23 de octubre de 2014

ROYAL SALUTE (*), por Carlos Alejandro Nahas, de Buenos Aires, Argentina


(*) Royal Salute es una marca de whisky escocés producido por Chivas Brothers (propiedad de Pernod Ricard), fundada en 1801 en Aberdeen, Escocia. Es tal vez el whisky industrializado – no artesanal - más caro del mundo y de mejor calidad. Fue lanzado el 2 de junio 1953 por Chivas Brothers en homenaje a la reina Isabel II en el día de su coronación. Llamada así por el tradicional saludo de 21 cañonazos, todos los whiskies Royal Salute se envejecen durante un mínimo de 21 años, lo que permite al whisky desarrollar un sabor rico y complejo. Sus precios suelen oscilar entre U$S 300 y U$S 900.


Yo escribo porque me gusta. No sé ni cómo, ni cuando me vino el vicio – si es que puede llamarse de alguna manera – de escribir. Tengo cientos y cientos de cuentos apilados, novelas publicadas y no publicadas. Carpetas enteras de manuscritos. La pasión por escribir me vino de grande, cuando ya había terminado la facultad y tenía un peso menos sobre los hombros. Al principio fueron servilletas de bares de mala muerte. Luego la Olivetti Lettera. Desde hace años, la computadora.

            Ponerse frente a la página en blanco y comenzar a hilvanar palabra tras palabra es una pasión y un tedio. Pasión porque cuando se tiene la historia en la cabeza, tal vez sale de un tirón. Limpita y sin pausas. Tedio cuando te quedás en medio de una frase, no encontrás el sinónimo adecuado, la metáfora perfecta. Querés emular a Faulkner, a Borges, a Cortázar, a García Márquez y cuanto más lo querés hacer peor te sale. Pero que eso del “pánico frente a la hoja en blanco” existe, doy fe. Existe.
            Cerca de los 40 ya tenía dos novelas publicadas que pasaron sin pena ni gloria por varias librerías de Corrientes, un par de reportajes en suplementos culturales, alguna que otra entrevista en una radio y punto. Vivía de la profesión y escribía como pasión. Como todas las disciplinas en la vida, de miles de talentos llegan unas pocas docenas, y no siempre son los mejores. Tal vez tocaron la puerta adecuada, conocían al tipo indicado, o se acostaron con el editor estrella. Juro que busqué las tres cosas, pero es el día de hoy que no lo pude encontrar.
         Cuando escribía lo hacía de noche, de madrugada, quitándole tiempo al sueño. La ciudad está dormida, los ruidos molestan menos, los ángeles se palpan en el aire, los fantasmas acompañan, los espíritus nos ceban mate. Y a mi lado los infaltables dos paquetes de cigarrillos que se consumían conforme lo iba haciendo mi imaginación.
            Cerca de los sesenta conocí al tipo. Si “el tipo”. Había leído mis dos novelas y mis tres libros de cuentos y decía que yo era el escritor de la posteridad, que estaba llamado a ser el futuro Abelardo Castillo, y un sinfín de boludeces más. Sospecho que necesitaba carne fresca para hacer negocio nuevo, se cruzó conmigo y se tiró el piletazo. Hasta guita por adelantado me dio. Fue así que me senté en el escritorio a realizar mi novela consagratoria, la que me convertiría en el Chejov patrio.
            Sobre el mismo tiempo un médico boludo me detectó un pequeño efisema. A la mierda con los puchos. Tenía que reemplazarlo por otra cosa o no iba a ver mi novela publicada jamás. Así que como tenía en la bodega una vieja botella de “Royal Salute”, que es el Chivas pero de 21 años, comencé con una medida cada noche. Así diez páginas eran un vaso y veinte, dos.
           Lo que no podía imaginarme jamás eran los efectos que producirían ese whisky de trescientos dólares en mis sentidos. Al principio fue tan sólo una leve percepción. Luego se convirtió en certeza. Resulta que tomaba y lograba no sólo agudizar mis sentidos hacia límites insospechables, sino que también podía percibir todas y cada una de las funciones de mi cuerpo. Olía la humedad de los viejos libros que se apilaban en mi escritorio, y también percibía desde cinco ambientes el leve dulzor de la manteca guardada en la heladera. Sentía los latidos de mi corazón y además los controlaba, como si fuera un gurú occidental. Le decía al “bobo” más fuerte, y el coso latía más fuerte. Más despacio y se calmaba. ¡¡Era impresionante!! Había días en que con las palmas de mis manos podía sentir la rugosidad de las paredes desde cuatro metros. Era un fenómeno portentoso y a la vez asombroso.
            Yo a todo esto, ni pío, ni con los que me rodeaban ni con mi editor. Imagínense las cosas que podía escribir ahora que tenía potenciados mis sentidos, que tenía control sobre mi cuerpo. Todo lo que podrían ocurrírseme. Fascinante. Así que comencé a aumentar las dosis del néctar, conforme se iban incrementando mis poderes extrasensoriales. Y de una medida pasé a dos, tres, y hasta llegué a diez medidas por noche. A la editorial le pasaba las jugosas facturas del Royal Salute como “gastos de representación”. El problema era que con el Chivas común no me pasaba ni pío.
            A medida que discurrían los meses, mi capacidad de raciocinio y de creatividad fue creciendo en forma maravillosa. Había escrito una novela que me iba a tomar al menos seis meses en tan sólo dos. Y gracias a la bendita pócima. Faltándome el capítulo final, lo percibí: Se me comenzaron a formar arañitas vasculares en la vena cava superior. La quise controlar, pero no hubo caso. Al otro día percibí un eritema palmar e hipertrofia parotídea. Le hablaba con la mente, trataba de controlar esos síntomas desconocidos, pero no había caso.
           Seis días después noté que se me habían formado xantelasmas en los párpados, y luego un anillo de coloración pardo-verdosa en el borde de la córnea. Lo atribuí al cansancio físico y seguí tomando y escribiendo, cada vez con mayor premura.
   El día final me di cuenta que tenía el hígado aumentado enormemente de tamaño, su superficie se había tornado completamente irregular y tenía una consistencia dura. Le ordené al corazón que bombease a esa zona, pero no hubo caso. Sobre las 4 de la mañana me desplomé sobre el escritorio, faltándome sólo dos hojas para terminar mi novela suprema. Cuando llegaron los médicos dijeron que ya no había nada que hacer. Que había desarrollado una cirrosis fulminante.
   Y así, mientras me iban cargando en el cajón pensaba quedamente. Y llegué a la conclusión que lo ideal – como médico que yo era - hubiera sido tomar desde un principio tan sólo dos medidas de whisky. Tan sólo dos.

2 comentarios:

  1. ¿Hasta que extremo puede llegar un escritor para tener inspiración?
    Es que lo de la hoja en blanco es un temor que entiendo.

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  2. Gracias querido Demiurgo!!! Captaste perfecto la idea... como dice Serrat, "nunca es triste la verdad, lo que no tiene es remedio"

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