Durante los fines de
semana, o en vacaciones, salgo a pasear. Lo hago por salud, tanto mental como
física, y por resultarme imposible estar todo el santo día delante de los libros
o del ordenador. Mis paseos son largos, muy largos. Procuro salir siempre antes
de que se haga de día, cuando todavía las farolas están encendidas, y por las
calles no hay ni un alma. De vez en cuando, muy de tarde en tarde, me suelo
tropezar con la señora loca o con gente joven que regresa de alguna fiesta, o
que en algún descampado bebe sin ton ni son, en tanto de algún coche, con las
puertas abiertas, sale una música excesivamente alta, monótona y repetitiva.
Enfrascados en sus cosas, los jóvenes me ignoran. Yo hago otro tanto. La
mayoría de las veces, no obstante, no me tropiezo con nadie, salvo con la
señora loca. Sea como sea, caminando, sueño, hablo y me sonrío o me pongo
triste.
-Como dijo
usted a veces se tiene alegre la tristeza y triste el vino.[1]
-Sí, con
cosas que pasan. Es un misterio por qué, de vez en cuando, se levanta uno
víctima de una tristeza infinita, y otras se tiene la sensación de acabar de
nacer, de que el mundo es nuevo, bello y brillante.
-Y en el
fondo parece que todo son espejismos. O rayos de luna, como decía el bueno de
Manrique.[2]
-No le
quepa duda de que es así. Aunque otras veces los enfados o las tristezas son
más duraderos que las alegrías, y con una base más real, menos metafísica. Lo
cual no quiere decir que sean más auténticos o importantes que los otros.
-Pero
estos últimos, los que usted llama más reales, yo creo que obedecen a
las frustraciones propias de la vida, a cuando no obtenemos aquello que creemos
merecer.
-Donde
creo que se producen esos grandes enfados es en la lucha política. En este
terreno parece que nadie da su brazo a torcer... Una persona, al cabo de un
tiempo, puede llegar a la conclusión de que no era tan inteligente como creía,
y que, en verdad, no merecía el puesto al que pretendía llegar, o que sus
sueños han sido rayos de luna. Puede ser que llegue a esta conclusión o a
alguna parecida...
-Difícil
se me hace aceptarlo. Para eso hace falta un grado de humildad que no está en
los horizontes de todo el mundo.
-Pues esa
humildad todavía es menor o más escasa cuando hablamos de política. Usted puede
defender, por ejemplo, que Góngora era mejor poeta que Lope, y yo lo contrario.
Y no creo que por eso lleguemos a las manos. Sin embargo, si hablamos de
política, si somos de distinto credo, tal vez nos haga falta apelar a toda
nuestra educación para no despedazarnos el uno al otro.
-Yo ya no
despedazo a nadie, don Gustavo. Hay cosas sobre las que ya no discuto porque lo
único que quiero es retirarme de este mundo.
-No es de
su agrado.
-No.
-Bien,
pero no personalicemos. ¿Por qué cree que se despiertan las más bajas pasiones
cuando se habla de política?
-Tal vez
porque de política, al parecer, todos entendemos. ¿No se acuerda usted del
famoso diálogo de Platón, Protágoras?
-No, no me
acuerdo muy bien.
-Los hombres,
en un principio, vivían dispersos. Y cuando se juntaban, se atacaban entre sí.
A fin de evitarlo, Zeus encargó a Hermes que diera a los hombres el sentido
moral y de la justicia.
-Y al
parecer, el señor Hermes hizo lo que le dio la gana.
-Hermes no
tenía muy claro lo que debía hacer. Le preguntó a Zeus si ese reparto de
sentido moral y de justicia tenía que ser como los anteriores, es decir: unos
sirven para médicos, otros para poetas, los de más allá para arquitectos, etc.
“¿También ahora la justicia y el sentido moral los infundiré así a los
humanos, o los reparto a todos?” “A todos, dijo Zeus, y que todos sean
partícipes. Pues no habría ciudades, si sólo algunos de ellos participaran,
como de los otros conocimientos. Además, impón una ley por mi parte: que al
incapaz de participar del honor y de la justicia lo eliminen como a una
enfermedad de la ciudad.”[3]
-¡Qué
tiempos aquellos! Hoy todo el mundo no sólo tiene un claro concepto de la
justicia y de la política, sino de cualquier cosa que se tercie.
-Efectivamente.
Así que no sólo por la política llega a las manos el ser humano. ¿O no ha visto
usted discusiones más que violentas en la universidad?
-Tiene
usted razón.
-Dicho
esto yo creo que ya podemos ponernos, en serio, a hablar de política. Nada de
lo que digamos va a cambiar nada; y, por lo tanto, nos podemos expresar
libremente. Ni usted ni yo vamos a lograr que triunfen nuestros partidos, yo
porque no lo tengo, y usted porque lo perdió...
-No hace
falta que continúe. Puede usted decir lo que quiera. Yo tampoco me voy a
exaltar. Prefiero más conocer sus opiniones.
-Y yo las
suyas. En esta labor arqueológica que he tenido que hacer para llegar a usted,
se me ha presentado, en una última excavación, como un escritor político muy
enterado de cuanto se cocía a su alrededor.
-El no
aparecer así desde un principio fue, como sabe usted, por una operación de
mercado por parte de mis amigos: querían publicar mis obras, y a estas, según
ellos, había que despojarlas de todo aquello que no fuera políticamente correcto.
Tenga en cuenta que Amadeo de Saboya fue uno de los suscriptores de mis obras.
-Esas
consideraciones me hicieron caer a mí en el error.
-¿A qué se
refiere?
-A que,
durante una época, me costara tanto hacerme con su libro Historia de los
templos de España. Eso lo atribuí, en un principio, a la dificultad de su
lectura, a que no encajaba mucho con las Leyendas, y posteriormente, a
que estaba dedicado a uno de los protectores de sor Patrocinio, la monja de las
llagas. Y ya sabe lo que eso supone.
-Puede
suponer muchas cosas, querido amigo. No recuerdo muy bien la historia. Pero mi
hermano Valeriano me contó que un pintor, me he olvidado del nombre, retrató a
su mecenas tal como lo veía, y el mecenas, un hombre poderoso, no sólo no le
hizo más encargos sino que prohibió que se los hicieran los otros burgueses de
la ciudad. Y el pintor murió en la miseria. En nuestro caso, el pobre Velázquez
tuvo que hacer maravillas con el Conde-Duque de Olivares.
-Sí, hace
falta tener valor, como Goya...
-O tener
la vida resuelta y no tener que luchar para dedicarse a lo que uno quiere. En
esta vida, querido amigo, siempre hay que pagar un precio.
-Sí, pero
eso es relativo. ¿O es que usted no estaba convencido de las ideas que
defendía?
-Por
supuesto que lo estaba. Pero yo también puedo pronunciar aquellas frases de no
es esto. No es eso lo que yo quería: no deseaba las guerras carlistas, ni
la muerte de nadie, si es eso a lo que usted se refiere.
-No, por
favor; yo no lo estoy acusando a usted de nada. No sé si, de haber vivido más
tiempo, hubiera terminado usted formando parte de la facción carlista, aunque
vistos los antecedentes, no me extrañaría.
-Y si
hubiera sido así, ¿qué hubiese sucedido? No nos demonice usted. Ya sabe que en
este país tenemos mucha tendencia a estas cosas. O blanco o negro.
-He de
reconocerle que mi ignorancia con respecto a toda esa época es casi total. No
obstante, no le oculto que tengo ciertas tendencias hacia los liberales,
sabiendo que ni de lejos fueron lo que yo hubiera deseado; pero, claro, entre
la Pepa y Carlos María, me quedo con la Pepa.
-Y yo
también. Y hubiera preferido una iglesia menos agresiva y militante, y más
caritativa. Ahora bien, como usted comprenderá, tampoco puedo aprobar la
desamortización, ni la desaparición de todo nuestro patrimonio artístico. Y las
iglesias y conventos, para bien o para mal, forman parte de él.
-Supongo
que encontrar una línea intermedia es difícil. Unos abusos llevan a otros. Y
cada vez resulta más difícil solucionar los conflictos por medios pacíficos.
-Tal vez
sea porque todo el mundo, al final, se mete en política, por ese mito que ha
contado usted antes.
-Es
posible. Y es una pena que Hermes no distribuyera también sentido común a
carretadas. Pese a todo creo que está bien que todos y cada uno de nosotros
tengamos un cierto concepto de justicia.
-Sí,
mientras no sea aquel de justicia sí, pero no en mi casa.
-Pues
teniendo eso en cuenta, explíqueme usted su postura en la famosa noche de san
Daniel. No entiendo la feroz represión que desató González Bravo contra los
estudiantes...
-No se
pueden permitir algaradas callejeras, y que cada uno convierta la calle en un
espacio privado.
-Tampoco
fue para tanto. Y menos se puede permitir que se destituya a un catedrático por
opinar y decir lo que siente en un periódico. ¿O es que va a resultar ahora que
el rasgo de Isabel II fue un rasgo de generosidad?
-No, no lo
fue. Probablemente tenga usted razón. Lo terrible de esto fue el resultado en
la calle, con varios muertos, y que la noticia terminó con la vida de un gran
intelectual, con Alcalá Galiano. ¿Se da cuenta de que aquí siempre terminamos
lamentando muertes?
-Sí, me
doy cuenta de esto, y de que ignoramos el pasado. Tal vez por eso siempre se
está repitiendo lo mismo, y siempre el ser humano actúa de idéntica forma. Y
parece ser que no hay manera humana de cambiarlo.
-No estoy
de acuerdo. Le vuelvo a repetir que yo tengo fe en el porvenir. Tal vez lo que
suceda es que este porvenir lleva un paso un tanto cansino y tardo. Y a
nosotros nos gustaría que caminara un poco más rápido. Hoy, por ejemplo, no se
estigmatiza a nadie por no estar casado por la iglesia. Hasta hay dirigentes, y
de derechas, que no están casados por la iglesia. Hace tiempo...
-Eso es
relativo. No solamente se ha democratizado el sentido de la justicia. Usted
sabe que en la Edad Media cualquier rey se podía separar o divorciar cuantas
veces quisiera. Era cuestión de poder y de dinero. El que Enrique VIII no
consiguiera la nulidad matrimonial de Catalina de Aragón no fue ni por Thomas
Moro, ni por un nuevo concepto moral en el papa, sino por el temor que este le
tenía a Carlos V.
-La
Iglesia también ha sido una importante reguladora moral. No se puede permitir
que cada cual haga lo que le dé la real gana. El hombre siempre necesita de
unas reglas. De lo contrario, la sociedad se convertiría en una selva.
-Sí; pero
hay leyes y leyes. Y unas son excesivamente restrictivas. O lo son con un
determinado grupo de personas en tanto que a otras se les permite hacer de
todo. ¿Qué más desorden quería usted que el que reinaba en la corte de Isabel
II?
-La pobre
reina fue víctima de unos y de otros. Empezando por su madre.
-Y
continuando con su amigo González Bravo.
-Ya. Veo
que usted tiene una visión del momento derivada, sin duda, de los Episodios
nacionales, de Galdós.
-Sí, no se
lo discuto. También de sor Patrocinio tenía una visión galdosiana. Luego me leí
una biografía sobre dicha monja. Y al final, no sé lo que pensar.
-Yo creo
que era una pobre mujer a la cual engañaron. Seguramente sería una persona de
pocas miras, y convencida, además, de que estaba haciendo el bien a todos a
través de la reina. Pues el bien siempre es para lo mortales lo que cada uno de
nosotros queremos y juzgamos que es bueno para nosotros. Y para ella no había
más bien que sus monjas y sus conventos... No, no creo que fuera una persona
malvada. Otra cosa es que estuviera equivocada.
-Yo
tampoco lo creo. Pero también estoy un poco harto de esas personas que nos
quieren imponer a los demás su concepto del bien y de lo bueno. Tanto proselitismo
las convierte en personas sospechosas: el que es imbécil no lo quiere ser sólo
él.
-Por eso
es tan importante el parlamento: mientras parlamentemos, mientras dialoguemos,
todo va bien. Lo malo es cuando las personas dejamos de hablar, o solamente lo
hacemos para imponernos a los demás.
-¿Usted
cree que alguna vez seremos capaces de renunciar a algo con el fin de que el
otro tenga también cabida, y así evitemos matarnos los unos a los otros?
-Yo creo
que en la medida que nos civilicemos, seremos capaces de hacerlo.
-Dios lo
oiga.
-Sí,
esperemos que esto no sea un rayo de luna y nos toque refugiarnos a los demás
donde habita el olvido. Aunque, tarde o temprano, eso es lo que nos espera a
todos.
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