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viernes, 24 de octubre de 2014

GUSTAVO ADOLFO BÉCQUER VIII - Donde habita el olvido, por Vicente Adelantado Soriano, de Valencia, España



Durante los fines de semana, o en vacaciones, salgo a pasear. Lo hago por salud, tanto mental como física, y por resultarme imposible estar todo el santo día delante de los libros o del ordenador. Mis paseos son largos, muy largos. Procuro salir siempre antes de que se haga de día, cuando todavía las farolas están encendidas, y por las calles no hay ni un alma. De vez en cuando, muy de tarde en tarde, me suelo tropezar con la señora loca o con gente joven que regresa de alguna fiesta, o que en algún descampado bebe sin ton ni son, en tanto de algún coche, con las puertas abiertas, sale una música excesivamente alta, monótona y repetitiva. Enfrascados en sus cosas, los jóvenes me ignoran. Yo hago otro tanto. La mayoría de las veces, no obstante, no me tropiezo con nadie, salvo con la señora loca. Sea como sea, caminando, sueño, hablo y me sonrío o me pongo triste.

-Como dijo usted a veces se tiene alegre la tristeza y triste el vino.[1]
-Sí, con cosas que pasan. Es un misterio por qué, de vez en cuando, se levanta uno víctima de una tristeza infinita, y otras se tiene la sensación de acabar de nacer, de que el mundo es nuevo, bello y brillante.
-Y en el fondo parece que todo son espejismos. O rayos de luna, como decía el bueno de Manrique.[2]
-No le quepa duda de que es así. Aunque otras veces los enfados o las tristezas son más duraderos que las alegrías, y con una base más real, menos metafísica. Lo cual no quiere decir que sean más auténticos o importantes que los otros.
-Pero estos últimos, los que usted llama más reales, yo creo que obedecen a las frustraciones propias de la vida, a cuando no obtenemos aquello que creemos merecer.
-Donde creo que se producen esos grandes enfados es en la lucha política. En este terreno parece que nadie da su brazo a torcer... Una persona, al cabo de un tiempo, puede llegar a la conclusión de que no era tan inteligente como creía, y que, en verdad, no merecía el puesto al que pretendía llegar, o que sus sueños han sido rayos de luna. Puede ser que llegue a esta conclusión o a alguna parecida...
-Difícil se me hace aceptarlo. Para eso hace falta un grado de humildad que no está en los horizontes de todo el mundo.
-Pues esa humildad todavía es menor o más escasa cuando hablamos de política. Usted puede defender, por ejemplo, que Góngora era mejor poeta que Lope, y yo lo contrario. Y no creo que por eso lleguemos a las manos. Sin embargo, si hablamos de política, si somos de distinto credo, tal vez nos haga falta apelar a toda nuestra educación para no despedazarnos el uno al otro.
-Yo ya no despedazo a nadie, don Gustavo. Hay cosas sobre las que ya no discuto porque lo único que quiero es retirarme de este mundo.
-No es de su agrado.
-No.
-Bien, pero no personalicemos. ¿Por qué cree que se despiertan las más bajas pasiones cuando se habla de política?
-Tal vez porque de política, al parecer, todos entendemos. ¿No se acuerda usted del famoso diálogo de Platón, Protágoras?
-No, no me acuerdo muy bien.
-Los hombres, en un principio, vivían dispersos. Y cuando se juntaban, se atacaban entre sí. A fin de evitarlo, Zeus encargó a Hermes que diera a los hombres el sentido moral y de la justicia.
-Y al parecer, el señor Hermes hizo lo que le dio la gana.
-Hermes no tenía muy claro lo que debía hacer. Le preguntó a Zeus si ese reparto de sentido moral y de justicia tenía que ser como los anteriores, es decir: unos sirven para médicos, otros para poetas, los de más allá para arquitectos, etc. “¿También ahora la justicia y el sentido moral los infundiré así a los humanos, o los reparto a todos?” “A todos, dijo Zeus, y que todos sean partícipes. Pues no habría ciudades, si sólo algunos de ellos participaran, como de los otros conocimientos. Además, impón una ley por mi parte: que al incapaz de participar del honor y de la justicia lo eliminen como a una enfermedad de la ciudad.”[3]
-¡Qué tiempos aquellos! Hoy todo el mundo no sólo tiene un claro concepto de la justicia y de la política, sino de cualquier cosa que se tercie.
-Efectivamente. Así que no sólo por la política llega a las manos el ser humano. ¿O no ha visto usted discusiones más que violentas en la universidad?
-Tiene usted razón.
-Dicho esto yo creo que ya podemos ponernos, en serio, a hablar de política. Nada de lo que digamos va a cambiar nada; y, por lo tanto, nos podemos expresar libremente. Ni usted ni yo vamos a lograr que triunfen nuestros partidos, yo porque no lo tengo, y usted porque lo perdió...
-No hace falta que continúe. Puede usted decir lo que quiera. Yo tampoco me voy a exaltar. Prefiero más conocer sus opiniones.
-Y yo las suyas. En esta labor arqueológica que he tenido que hacer para llegar a usted, se me ha presentado, en una última excavación, como un escritor político muy enterado de cuanto se cocía a su alrededor.
-El no aparecer así desde un principio fue, como sabe usted, por una operación de mercado por parte de mis amigos: querían publicar mis obras, y a estas, según ellos, había que despojarlas de todo aquello que no fuera políticamente correcto. Tenga en cuenta que Amadeo de Saboya fue uno de los suscriptores de mis obras.
-Esas consideraciones me hicieron caer a mí en el error.
-¿A qué se refiere?
-A que, durante una época, me costara tanto hacerme con su libro Historia de los templos de España. Eso lo atribuí, en un principio, a la dificultad de su lectura, a que no encajaba mucho con las Leyendas, y posteriormente, a que estaba dedicado a uno de los protectores de sor Patrocinio, la monja de las llagas. Y ya sabe lo que eso supone.
-Puede suponer muchas cosas, querido amigo. No recuerdo muy bien la historia. Pero mi hermano Valeriano me contó que un pintor, me he olvidado del nombre, retrató a su mecenas tal como lo veía, y el mecenas, un hombre poderoso, no sólo no le hizo más encargos sino que prohibió que se los hicieran los otros burgueses de la ciudad. Y el pintor murió en la miseria. En nuestro caso, el pobre Velázquez tuvo que hacer maravillas con el Conde-Duque de Olivares.
-Sí, hace falta tener valor, como Goya...
-O tener la vida resuelta y no tener que luchar para dedicarse a lo que uno quiere. En esta vida, querido amigo, siempre hay que pagar un precio.
-Sí, pero eso es relativo. ¿O es que usted no estaba convencido de las ideas que defendía?
-Por supuesto que lo estaba. Pero yo también puedo pronunciar aquellas frases de no es esto. No es eso lo que yo quería: no deseaba las guerras carlistas, ni la muerte de nadie, si es eso a lo que usted se refiere.
-No, por favor; yo no lo estoy acusando a usted de nada. No sé si, de haber vivido más tiempo, hubiera terminado usted formando parte de la facción carlista, aunque vistos los antecedentes, no me extrañaría.
-Y si hubiera sido así, ¿qué hubiese sucedido? No nos demonice usted. Ya sabe que en este país tenemos mucha tendencia a estas cosas. O blanco o negro.
-He de reconocerle que mi ignorancia con respecto a toda esa época es casi total. No obstante, no le oculto que tengo ciertas tendencias hacia los liberales, sabiendo que ni de lejos fueron lo que yo hubiera deseado; pero, claro, entre la Pepa y Carlos María, me quedo con la Pepa.
-Y yo también. Y hubiera preferido una iglesia menos agresiva y militante, y más caritativa. Ahora bien, como usted comprenderá, tampoco puedo aprobar la desamortización, ni la desaparición de todo nuestro patrimonio artístico. Y las iglesias y conventos, para bien o para mal, forman parte de él.
-Supongo que encontrar una línea intermedia es difícil. Unos abusos llevan a otros. Y cada vez resulta más difícil solucionar los conflictos por medios pacíficos.
-Tal vez sea porque todo el mundo, al final, se mete en política, por ese mito que ha contado usted antes.
-Es posible. Y es una pena que Hermes no distribuyera también sentido común a carretadas. Pese a todo creo que está bien que todos y cada uno de nosotros tengamos un cierto concepto de justicia.
-Sí, mientras no sea aquel de justicia sí, pero no en mi casa.
-Pues teniendo eso en cuenta, explíqueme usted su postura en la famosa noche de san Daniel. No entiendo la feroz represión que desató González Bravo contra los estudiantes...
-No se pueden permitir algaradas callejeras, y que cada uno convierta la calle en un espacio privado.
-Tampoco fue para tanto. Y menos se puede permitir que se destituya a un catedrático por opinar y decir lo que siente en un periódico. ¿O es que va a resultar ahora que el rasgo de Isabel II fue un rasgo de generosidad?
-No, no lo fue. Probablemente tenga usted razón. Lo terrible de esto fue el resultado en la calle, con varios muertos, y que la noticia terminó con la vida de un gran intelectual, con Alcalá Galiano. ¿Se da cuenta de que aquí siempre terminamos lamentando muertes?
-Sí, me doy cuenta de esto, y de que ignoramos el pasado. Tal vez por eso siempre se está repitiendo lo mismo, y siempre el ser humano actúa de idéntica forma. Y parece ser que no hay manera humana de cambiarlo.
-No estoy de acuerdo. Le vuelvo a repetir que yo tengo fe en el porvenir. Tal vez lo que suceda es que este porvenir lleva un paso un tanto cansino y tardo. Y a nosotros nos gustaría que caminara un poco más rápido. Hoy, por ejemplo, no se estigmatiza a nadie por no estar casado por la iglesia. Hasta hay dirigentes, y de derechas, que no están casados por la iglesia. Hace tiempo...
-Eso es relativo. No solamente se ha democratizado el sentido de la justicia. Usted sabe que en la Edad Media cualquier rey se podía separar o divorciar cuantas veces quisiera. Era cuestión de poder y de dinero. El que Enrique VIII no consiguiera la nulidad matrimonial de Catalina de Aragón no fue ni por Thomas Moro, ni por un nuevo concepto moral en el papa, sino por el temor que este le tenía a Carlos V.
-La Iglesia también ha sido una importante reguladora moral. No se puede permitir que cada cual haga lo que le dé la real gana. El hombre siempre necesita de unas reglas. De lo contrario, la sociedad se convertiría en una selva.
-Sí; pero hay leyes y leyes. Y unas son excesivamente restrictivas. O lo son con un determinado grupo de personas en tanto que a otras se les permite hacer de todo. ¿Qué más desorden quería usted que el que reinaba en la corte de Isabel II?
-La pobre reina fue víctima de unos y de otros. Empezando por su madre.
-Y continuando con su amigo González Bravo.
-Ya. Veo que usted tiene una visión del momento derivada, sin duda, de los Episodios nacionales, de Galdós.
-Sí, no se lo discuto. También de sor Patrocinio tenía una visión galdosiana. Luego me leí una biografía sobre dicha monja. Y al final, no sé lo que pensar.
-Yo creo que era una pobre mujer a la cual engañaron. Seguramente sería una persona de pocas miras, y convencida, además, de que estaba haciendo el bien a todos a través de la reina. Pues el bien siempre es para lo mortales lo que cada uno de nosotros queremos y juzgamos que es bueno para nosotros. Y para ella no había más bien que sus monjas y sus conventos... No, no creo que fuera una persona malvada. Otra cosa es que estuviera equivocada.
-Yo tampoco lo creo. Pero también estoy un poco harto de esas personas que nos quieren imponer a los demás su concepto del bien y de lo bueno. Tanto proselitismo las convierte en personas sospechosas: el que es imbécil no lo quiere ser sólo él.
-Por eso es tan importante el parlamento: mientras parlamentemos, mientras dialoguemos, todo va bien. Lo malo es cuando las personas dejamos de hablar, o solamente lo hacemos para imponernos a los demás.
-¿Usted cree que alguna vez seremos capaces de renunciar a algo con el fin de que el otro tenga también cabida, y así evitemos matarnos los unos a los otros?
-Yo creo que en la medida que nos civilicemos, seremos capaces de hacerlo.
-Dios lo oiga.
-Sí, esperemos que esto no sea un rayo de luna y nos toque refugiarnos a los demás donde habita el olvido. Aunque, tarde o temprano, eso es lo que nos espera a todos.


[1]   Gustavo Adolfo Bécquer, Rima nº9. Seguimos la numeración dada por  Joan Estruch Tobella en Obras completas. Cátedra, Bibliotheca avrea, Madrid 2012
[2]   Gustavo Adolfo Bécquer, El rayo de luna
[3]   Platón, Diálogos. Protágoras, 322 b-d. Traducción de C. García Gual. Gredos, Madrid, 1981

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