La
choza, entre el barro y algún árbol olvidado impacta por su miseria. Quizá en
sus cercanías se apagan las últimas brasas de la pira o –tal vez- como el
hambre le impidió dejar de atender a los clientes, haya una pequeña e impía
tumba en algún recodo del camino. Los dioses, que nunca la han mirado con
favor, seguramente esta vez entenderán.
Cansada, con el cuerpo molido por la entrega mercenaria, se toca los
pechos inútilmente henchidos de leche y piensa, con una tristeza y un dolor que
está mas allá de la razón, en ese hijo que sin moneda alguna en sus manecitas
no convencerá al barquero para que lo cruce al otro lado del lago final.
Al ver acercarse al pastor pensó en echarlo. Sus fuerzas no alcanzaban
para una nueva faena.
El hombre, sin embargo,
no venía por sus servicios. Traía en su manos brutales –con ilógica dulzura-
dos pequeños bebés idénticos que llorarían con estrépito si aún les quedaran
fuerzas para ello.
Se los entregó y se fue. Ella, sin pensarlo siquiera, los puso generosa
sobre el pecho que había encontrado mejor destino que el habido en ese día.
Extenuados los gemelos empezaron a mamar; redimiendo –sin saberlo- los
pechos mancillados.
Ajenos por completo a las estatuas de bronce que recordarían ese momento
y al cruel sino que los dioses les habían deparado. Estaban condenados a que
uno fuera matador del otro y –ambos- a la terrible memoria de los hombres.
Me gusta mucho como escribís: Gran imaginación, mucha cultura (Esta última palabra borrada de todos los diccionarios porque ¡Molesta!) Te felicito y espero más cosas buenas. Irene Aviles
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