Ilustración: “Mujer-corderos” de Beatriz Palmieri.
En medio de una selva donde la
vegetación crecía apretujada, cada mañana, antes de que algún rayo intrépido
del sol colara por entre los copones de los árboles centenarios - o milenarios
tal vez- la mujer detenía su paso para
dar comienzo a una extraña danza del
silencio.
Danza cruel. Danza sin
vida. Danza escrita en pentagramas desparejos sobrevivientes de tiempos
inquisidores refrendados por escudos y leyendas escabrosas: «exurge
domine et judica causam tuam. Psalm.73 -
Álzate, oh
Dios, a defender tu causa, salmo 73 (74)
Baile típico de los
que no oponen resistencia a los más crueles destinos; el que invita a seguir
cada movimiento con la pasividad inadmisible de quien se sabe deglutido por el
tiempo sin hacer nada por evitarlo.
Solo ella podía escuchar
cada acorde antes de introducirse en ese espiral instigador de ausencias. Nadie en su sano juicio, mucho menos en las
situaciones circundantes que se padecían en el poblado, podía seguir aquello que parecía un absurdo
ritual descolocado en esos tiempos convulsionados que perduran hasta hoy
día.
Y se extienden
multiplicando la tristeza.
Y cruzan mares y
sierras, llanos y ríos muchas veces teñidos de rojo dolor, de rojo despedida
forzadas, engendrando más odio, más vergüenza.
Parecía ser el descarne
de un alma sin espacio propio integrada
a un mundo alocado que giraba a punto de estallar más allá de kilómetros y
kilómetros de vegetación tupida amenazada también por un futuro que se acercaba
a vuelo de avioneta defecando nubes tóxicas.
Era sorprendente,
digamos mejor, era patético, hasta para la vista de la propia naturaleza
adyacente, ver esa contorsión anómala
producto de la cópula obscena entre la realidad y la inconciencia.
La mujer no hablaba, no
respondía cuando terminaba su baile si acaso alguien se cruzara por la misma
trocha que la llevaba hacia el lugar. Sendero remarcado por las botas de
quienes se atrevían a seguir otros acordes, en ese caso, audibles: los que
empujan la melodía del destino mejor que suele omitir el silencio por
considerarlo herramienta funcional para la repetición de hechos execrables y para el olvido.
Ausente de todo, uno
puede asegurar que hasta de sí misma, Johana agitaba con orgullo sus cabellos
color noche cerrada que parecían olas de
un mar contradictorio, tan calmo como
tenebroso.
Apenas la acompañaba una
manada de corderos cabizbajos, respetuosos de los
movimientos que ella realizaba con el celo del artista que ejecuta su mejor
obra, hasta que el último acorde del silencio estallaba, sacudiendo las matas y conciencias, -estas
últimas si las hubiera cerca-
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