Los chicos jugaban hasta bien entrada
la tarde. A algunos, los pantalones ya les dejaba ver los incipientes pelos de
las piernas. Sin embargo eran niños. Oscilaban entre los seis y los trece años.
Los más grandes eran el Rubén y la Lucía. Ellos encabezaban todas y cada una de
las jugarretas de los purretes, allá en los perdidos andurriales de Paraná. A
Lucía se le asomaban unos pequeños senos bajo su blusita de poplín, pese a que aún
no era “señorita”. Tampoco Rubén había desarrollado su masculinidad, contrariando
el inmenso tamaño de su espalda.
El
juego favorito de todos era “la escondida”. Y así entre quince o veinte
chiquilines salían todos corriendo a la cuenta de “uno, dos….”. Se metían en
los sitios más inverosímiles. Hubo noches que el juego duró hasta bien entradas
las ocho, porque el Ñato se había metido en el hueco de un árbol y no había Cristo
que le metiese en la cabeza que ya habían terminado. En aquellos tiempos, las casas
humildes, el barrio bajo, el trompo, las figuritas de lata y ese potrero tan
ansiado era todo lo que tenían los chicos y hacía años que formaban una barra
inocente y divertida. Cuando había chicas, la escondida. Y cuando no había o
eran dos o tres, se pateaba lo que fuera, una pelota hecha de trapos, de medias
o una número cinco flamante. Lo mismo daba. ¡¡Y qué bien que jugaban las pibas esos
días!!
Sin
embargo, esa vez la cosa se puso pesada. Las diez y Lucía sin asomo de
aparecer. Al principio todos pensaron que se había tomado la escondida
demasiado en serio. Luego, ya preocupados, se sumaron en la búsqueda padres y
vecinos. Hasta que a las doce de la noche la mayoría se dio cuenta que algo
fulero había pasado. Desde entonces van tres años que la buscan por todas partes,
y Lucía sin dejar huellas, ni un rastro. Tan sólo el hálito de su ausencia que
pesa y mucho en la muchachada.
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Juntaron peso sobre peso. Mucho no les
costaba a ellos, que eran hijos bien de familias acomodadas de San Isidro. Pero
por las dudas hubo quienes llevaron hasta dólares y libras. “El Baldosón” fue conocido
en todos los círculos acomodados de la época. Era uno de los prostíbulos más
legendarios e ilegales que había parido la decadencia criolla. Allí iban los
chicos de clase muy alta a debutar y sus padres a degustar las mieses del
placer, que hacía años se les negaba en la casa.
A
Rodolfo le recomendaron una. Se lo anotaron en un papelito y apenas entró se lo
dio a la Madama. La mujer mayor lo agarró y asintió con la cabeza, como en una
muestra de reconocimiento al buen gusto y a la vez a la mercadería cara. Con la
palma de soslayo le dijo algo a otra más joven.
En
diez minutos bajó por la escalera una chica que parecía tener no más de quince
años. Bella como pocas. La tristeza y desazón se le notaban a mil kilómetros de
allí. Cuando terminó de bajar la Señora le dijo:
- “Es
lo más caro de la casa. Pero la Lucy, lo vale. Creeme que lo vale”.
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