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viernes, 13 de diciembre de 2013

EPÍSTOLAS A NEMO VIII, por Vicente Adelantado Soriano, de Valencia, España

Me vas a permitir hoy, querido Nemo, un pequeño toque de melancolía en mis líneas. Me decía mi madre, cuando yo era pequeño, y ella me veía hacer cosas que juzgaba inútiles, que quien no tiene faena con el rabo mata moscas. Nunca me ha gustado matar moscas, ni ningún bicho viviente; pero siempre me ha encantado hacer aquello que el resto de las personas, o, al menos una buena parte de ellas, juzgan como inútil y sin sentido. Por supuesto ya sabes que, en esta vida, todo es bastante relativo. Recuerdo, por ejemplo, que un día, en una clase, los alumnos, cansados de oír explicaciones y de tomar apuntes, me pidieron hacer un debate. Accedí a ello siempre y cuando el debate tuviera un cierto sentido. Quiero decir que no íbamos a debatir sobre los tan traídos temas de la pena de muerte, el aborto, las drogas, etc. Les dije que hablaran de aquellas cosas que ellos, de alguna forma, podían dominar y cambiar: el comportamiento en las aulas, el rendimiento en las clases, el sistema educativo... Estos temas les resultaban menos atractivos por cuanto se podían ver involucrados, y podían oír cosas que no iban a ser de su agrado. Y así sucedió. Levantó la mano el que pasaba por el rebelde del grupo, y dijo que estudiaban muchas cosas a lo largo de sus vidas que no servían para nada. Puso a la música como ejemplo. Le dije que, efectivamente, tenía toda la razón del mundo: la música no sirve para nada, como tampoco sirve para nada el fútbol o el baloncesto, o los juegos de ordenador. Se rió con la autosuficiencia propia de la ignorancia. Argumentó que aquello servía de distracción. Devolviéndole la risa le respondí que todo depende de niveles; y que, a muchas personas, Beethoven, por ejemplo, les sirve de distracción y de algo más, de mucho más. Algunos alumnos me entendieron.

El tiempo es oro, he oído decir a lo largo de mi vida, o el ocio es la madre de todos los vicios. Me sorprendía que, una y otra vez, se lanzaran frases como estas y que nadie las prohibiera, o, cuanto menos, las rebatiera. Como siempre habría que definir qué es el ocio y qué es lo útil y lo inútil. Los romanos parece que distinguían entre el otium, que era, más o menos, cuando la ciudad dejaba de trabajar y se entregaba a todo tipo de actividades lúdicas: desfiles, combates, carreras, tal vez teatro, etc., y el necotium, es decir el negocio, el trabajo, el no ocio. ¿Y qué es el trabajo? Ya sé que estas preguntas te pueden parecer infantiles o necias, pero las hago por la sencilla razón de que hay gente, en los mismos colegios e institutos, por cierto, que consideran que leer, estudiar, o escribir, es ocio, es decir no es ningún trabajo. A mí, sin ir más lejos, en mi juventud, me cayó una fuerte reprimenda por estar preparando clases cuando tenía que estar adornando las clases y los pasillos con barquitos y frases de bien venida. Fue demencial. Pero fue. Ya había observado que les molestaba verme leer aun en mis horas libres.
Siempre sospeché que bajo aquella amonestación, bajo aquella persecución para impedirme, en las horas muertas, leer, escribir o preparar clases, había un cierto recelo, pues en el fondo se trataba de que nadie fuera menos imbécil que la dirección. Y no dejaba de ser significativo, al respecto, las llamadas reuniones de departamento. Allí se deberían haber tratado los problemas de las diversas clases para tratar de solucionarlos, como intentaba hacer yo en los debates con los alumnos. Pero en lugar de eso lo que se hacía era ir reduciendo el temario de los diversos cursos a fin de mejorar, se decía, su rendimiento. Era una trampa: lo que se hacía con esto era exigirle menos a los alumnos, y ponerse los profesores las clases a la altura de su ignorancia, que, en algunos casos, era muchísima. Y como la dirección todavía era más ignorante que estos profesores, le parecía bien cuanto hacían los ignorantes, así que todos estaban contentos y satisfechos. Eso era necotium, trabajar en pro de un buen funcionamiento del sistema educativo. Evidentemente, con estos planteamientos, leer, estudiar, investigar, etc., no sólo estaba de más, sino que podía poner en tela de juicio tan mezquino planteamiento. Hay que cambiar muchas cosas para que cambie el sistema educativo, como puedes ver. Y tal vez habría que comenzar, como quería Luis Vives, porque los maestros sean personas mayores y sensatas[1]. Es lo más importante, pues un buen profesor cierra la puerta de su aula; y, alejado del inepto poder, puede subir los niveles, y ser un buen educador, olvidando leyes y libros de texto, gobernantes, ministros y acólitos, aunque teniendo en cuenta el temario. Difícil de lograr. Ya lo sé.
Me he acordado de todo esto, querido Nemo, porque yo ahora disfruto de todo el otium del Imperio; y el tiempo para mí ya no es oro: es tiempo, ni más ni menos. Y lo utilizo como me viene en gana: salgo a caminar, oigo música, leo, escribo, voy al cine, al teatro, a conciertos, a comprar libros... Y de vez en cuando sufro ramalazos de melancolía. Es inevitable. Y creo que he aprendido a darles a las cosas el valor que tienen. Así, la otra mañana, sufrí un ataque de honda tristeza. La resolví haciendo una cosa que me gusta muy poco, pero que he hecho, aunque muy de tarde en tarde: abrir el arcón de los recuerdos. Lo hice esa mañana y me tropecé con una libreta, bastante bien conservada, con todas las hojas escritas con pluma estilográfica. Eran traducciones de latín que fui haciendo en mis horas libres. Eran historias mitológicas, leyendas, fragmentos de historia, y añadidos míos. Traduje muchos textos, y los escribí con muy buena letra, pensando que, algún día, si me casaba y tenía hijos, educaría a los niños leyéndoles aquellas historias. Resultó que algunas de ellas no me gustaron mucho, y olvidé el proyecto. Pero no las traducciones.
Fue un error, sin embargo, no haberles contado a los niños algunas de aquellas historias. Ya te he dicho antes que, en esta vida, casi todo es bastante relativo. Lo de casi es porque ya no me atrevo a hacer grandes y contundentes afirmaciones. Quiero decir con esto que mi visión sobre alguna de aquellas historias ha ido cambiando con el tiempo. Otras, por el contrario, siguen siendo incomprensibles para mí. Tal vez porque me empeño en buscarle sentido a lo que no lo tiene. Una de aquellas historias, cuya conclusión no me agradó, era la historia de un tal Comatas. Era este hombre un esclavo que oficiaba de pastor. Una noche, en tanto, sentado en lo alto de una roca, contemplaba al ganado, bañado por la luz de la luna y de las estrellas, vio, ante si, a las Musas. Estas, descendidas del Olimpo, jugaban y correteaban por los campos como pequeñas criaturas a la salida de la escuela. Comatas, impresionado, al día siguiente cogió un pobre cabritillo, y lo sacrificó a las Musas. Poco después llegó el señor del ganado y de Comatas, y contó su ganado. No tardó en apercibirse de que le faltaba un cabritillo. Comatas, aterrorizado, contó que lo había sacrificado a las Musas aparecidas en el campo. El señor, sin dejarse impresionar, mandó que lo encerraran en un arcón que tenía en su habitación. Allí Comatas iba a morir de hambre, sed e inanición. Pero este buen hombre, encerrado, oró a las Musas para que lo liberaran de tan horrible muerte. Y estas, agradecidas por su sacrificio, le enviaron un grupo de abejas que todos los días, penetrando en el arcón por una hendidura, lo alimentaban con su miel. Fantástico.
Pasado el tiempo, el dominus, el señor, se acordó de Comatas, y pensó que debía estar ya bastante muerto. Pero cuál no sería su sorpresa cuando, al abrir el arcón, no sólo lo encontró vivo y coleando sino robusto y bien alimentado. Quiso saber qué había sucedido. El esclavo le contó que las Musas le habían enviado un grupo de abejas, que lo alimentaron con su miel. El señor, por no ir en contra de las Musas, le perdonó la vida. Y aquí viene lo que me llamó la atención, lo mejor del caso: Comatas se fue a una tienda, supongo que a una carnicería, taberna, en el original, donde compró un cabritillo, supongo que con su propio dinero, que sacrificó a las Musas. Sorpresa. Y digo sorpresa porque yo esperaba, inocente de mí, que el tal Comatas le devolviera el cabritillo a su señor, pues eso de hacer sacrificios con los animales ajenos es como hacer obras de caridad con los dineros de los otros. Y no me parece correcto. Las Musas, entonces, deberían haber castigado a Comatas. Y que me perdonen por enmendarles la plana. Pero el esclavo no era quién para sacrificar un cabritillo que no era suyo. Por supuesto que la pena que le impone el señor es una salvajada. Las Musas, por el contrario, ni lo amonestan
Esta historia me hizo recordar otra, que nunca he comprendido, y que también tenía traducida en la misma gruesa y amplia libreta: el famoso evangelio del hijo pródigo. Nunca lo he comprendido. O, si quieres, no estoy de acuerdo con él. Me parece muy bien que el padre se alegre por el regreso del informal del hijo, que se ha gastado toda la herencia en juergas y francachelas; pero que no le dé un cabritillo al hijo fiel y trabajador que permanece por él para invitar a los amigos a cenar, y que no tenga la delicadeza de esperarlo, está trabajando en el campo, para empezar el banquete por aquel que ha regresado, qué quieres que te diga, me parece fuera de toda lógica, cariño y sentido común. Y aun así creo que se puede extraer una buena enseñanza de esta parábola: por regla general el premio y el castigo no tienen ninguna lógica. Tal vez todo el chiste de la vida esté en saber caer bien o mal a las personas que tienen el poder o que te pueden favorecer. Esto lo dominan a la perfección los correveidiles de las oficinas, y quienes agachan la cabeza y no cuestionan nada. O, como aquel alumno tan autosuficiente, cuestionan lo que puede hacer de ellos personas cabales y más o menos completas: la educación musical por ejemplo.
He pasado una buena parte del día leyendo algunas de aquellas traducciones y de mis añadidos. Algunos de estos me han sorprendido agradablemente: me han parecido buenos y bien escritos. Pero no hay que fiarse de estas cosas; creo que fue Clarín quien dijo que si escribes una algo, lo lees al cabo del tiempo, y te sigue gustando o pareciendo bueno, eso quiere decir que eres ahora tan necio como lo eras antes[2]. No creo, pues, haber mejorado mucho. Y había más cosas en aquella libreta; pero eso será, tal vez, tema para posteriores epístolas. Vale.


[1]     Luis Vives, Las disciplinas, Ayuntamiento de Valencia, Valencia, 1997. Véase el cap.I del libro I, II volumen, p. 43 y ss.
[2]     Leopoldo Alas, Clarín, Solos de Clarín, Madrid, 1971, Alianza Editorial, Libro de bolsillo, 350, p. 84. Clarín dice lo siguiente: “Es muy prudente el consejo de guardar muchos años en cartera las obras literarias. Cuando después se leen se juzgan mejor y puede el autor librarse de publicar tonterías. Sin embargo, la receta no es muy segura, porque es posible el caso de que el autor siga siendo un necio”.

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