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viernes, 27 de diciembre de 2013

UN BESO (Cuento navideño), por Vicente Adelantado Soriano, de Valencia, España


A Mª Eugenia Romero Peral, nunc et semper

Aquella mañana de lunes, en la que también nevaba, quien madrugó mucho fue doña Paquita. Salí de mi habitación de la residencia bien abrigado, dispuesto, una vez más, a ir a pasear, y a sentir la nieve y el frío sobre mi rostro y mi ropa. Pero doña Paquita me estaba esperando. Tenía ante sí un humeante café con leche, recién sacado de la máquina. En cuanto me vio, y se notó a la legua que lo estaba deseando, se levantó, me hizo una seña para que me sentara a su lado, y se fue a la máquina a por otro café con leche sin azúcar y con sacarina. Cosas de la vida. Y de la edad.
-Buenos días -la saludé yendo junto a ella, y cogiendo yo el vaso, que estaba quemando.
-Muy buenos días, don Ausente -bromeó-. Espero que esté usted bien.

-Sí, lo estoy. Y a usted no le pregunto -dije galante- porque es más que obvio que está usted pletórica.

-Totalmente -me sonrió-. Tal como una niña de dieciocho años -dijo en tanto nos sentábamos-. Por eso estoy aquí.
-Pero con su cultura y su madurez -dije sin hacer mucho caso de la posible ambigüedad de su última frase.
-Sí, algo así. Y ahora que ya nos hemos alegrado la mañana con estas flores primaverales, dígame, ¿cómo es que llevamos tanto tiempo sin vernos? Porque este castillo -dijo sonriendo- no es como para perderse por sus pasillos ni pasadizos.
-He estado levantándome muy temprano. He salido a caminar con un señor nuevo, recién incorporado. Y muchas veces, luego, iba a su habitación a oír música. Es un melómano. Su hijo, el otro día, le trajo un montón de discos que, al parecer, se compró en un momento especial de su vida, y quería que los oyera yo.
-¿Y qué tal? Porque usted también es de los que ama la música, ¿no? Don Benito Pérez Galdós también era un gran aficionado, aunque creo que él se decantaba más por la ópera.
-Bien, bien. Me han gustado muchas de las piezas que he oído. No le puedo decir más: como crítico musical, soy un desastre ¿Y qué ha hecho usted estos días?
-Leer, hijo, leer, ¿qué voy a hacer aquí? Y discutir con nuestro querido amigo el sindicalista. Aunque desde que se descubrió toda la corrupción que hay en su sindicato está un poco más calmado. O deprimido. No se lo esperaba el hombre.
-Sí, el barro va a terminar por salpicarnos a todos.
-Nadie está libre de pecado. Ya le he dicho en más de una ocasión al señor Tomás que es un error, cuando hablamos de corrupción, pensar sólo en los mandos o en los políticos: si se mantiene en pie de guerra tanta corrupción es porque somos un país corrupto.
-Ya. Digamos que predominan los malos. O que son los que más ruido hacen.
-Digámoslo así. ¿Se acuerda usted de El coloquio de los perros, de don Miguel de Cervantes? ¿Se acuerda usted de quién era el lobo que despedazaba a los corderos, y que nunca daban con él?
-Sí, me acuerdo: los mismos pastores, que, encima, apaleaban a los perros acusando a estos de no cumplir con su cometido.
-Terrible la crítica de don Miguel, ¿no le parece? Y terrible la crítica de El licenciado vidriera...
Sobre aquello habíamos hablado en muchas ocasiones. Era un tema de conversación que a mí ya comenzaba a hastiarme, y más ahora que estaba nevando, y quería salir a pasear. No disimulé el aburrimiento y la desazón. Doña Paquita me lo notó enseguida.
-Bien, le estoy molestando -reconoció sonriendo-. Se iba usted a pasear, ¿no es así?
-Sí, señora; así es.
-¿Le molesta que lo acompañe?
Me di cuenta entonces de que llevaba puestas unas gruesas botas; y que en la silla de enfrente, a pocos metros, descansaban un gorro de lana, unos guantes y un anorak brillante, con pinta de proporcionar tanto calor como abrigo.
-No, en absoluto. Estaré encantado de llevarla del brazo.
Y sin más salimos a la calle. Doña Paquita se apretó contra mí. Me supieron a gloria los primeros copos que cayeron sobre mi gorro. Ante nosotros se extendía un paisaje blanco, gélido y melancólico.
-Creo que estamos un poco locos -dijo doña Paquita tiritando.
-Sí -le contesté-. Pero esto es una maravilla, y no le hacemos daño a nadie.
Caminamos en silencio durante unos veinte minutos. No obstante, me arrepentí enseguida de haber salido con aquella buena mujer, pues temía que el paseo le sentara mal, cogiera frío y enfermara por mi culpa, por mantener una vieja amistad de senectud. Doña Paquita tenía ligeros escalofríos de vez en cuando. Me entró una tristeza infinita. Disimulando di media vuelta y nos encaminamos a la residencia. No me preguntó nada. Creo que me agradeció la decisión. Nos quedamos en la sala, todavía vacía, pues quería asegurarme de que se encontraba bien.
-Un poco breve el paseo -me dijo sonriendo.
-Hace mucho frío.
-No padezca por mí -sonrió en tanto se quitaba el anorak-. Me encuentro muy bien.
-Me alegro por usted. Pero aquí en la sala se está mejor. Además, podemos ver nevar a través de las ventanas.
-Creo que es usted de las pocas personas que aman el invierno.
-No, no señora. Hay más gente de mi calaña.
-Para mí el invierno y las fiestas de Navidad son un poco tristes: me recuerdan mucho a las personas que ya no están aquí. Y, sobre todo, me traen a la memoria las discusiones familiares por cenar con estos o con aquellos. A veces la Navidad terminaba por convertirse en una pesadilla.
-A mí me sucede lo contrario -dije sin despojarme ni de gorro ni de guantes-. Echo de menos a la gente, por supuesto. Pero no sé qué le encuentro a estos días que no puedo evitar el estar contento... De joven me encantaba ir por la ciudad, mezclarme con la gente y pisar las alfombras rojas que los comerciantes ponían en la entrada de sus tiendas. Si en aquellos momentos, llovía, nevaba o hacía mucho frío, mi felicidad llegaba al máximo.
-¿Y no discutía usted con la familia ni con los avenidos por cenas y comidas?
-No -mentí-. Bueno, con mi mujer en un par de ocasiones...
-Ve usted. Si las navidades parece que están hechas para renovar las tragedias familiares.
-No es eso lo que yo recuerdo, sin embargo -dije con un toque de tristeza y melancolía. Me levanté, fui a un par de cafés con leche, descafeinados y con sacarina, y volví a sentarme de nuevo.
-Le estoy fastidiando la mañana -me dijo doña Paquita cuando volví a su lado-. Usted quería salir a caminar, y por mi culpa...
-No se preocupe -la interrumpí-. Y no me molesta. Al contrario, le estoy agradecido por su amistad y por el concepto que tiene de mí: si no fuera importante para usted, no hubiera estado esperándome.
-Siempre he creído que hay que mimar las amistades.
-Y yo la he descuidado a usted. Tiene usted motivos para estar enfadada conmigo.
-Bueno, tampoco es para hacer penitencia -me dijo sonriendo.
Durante unos segundos guardamos silencio. Fuera seguía nevando. Algunas personas comenzaban a salir de sus habitaciones. Doña Paquita se acercó a mí intentando crear un ambiente de intimidad. No quería que nadie nos molestara.
-A mí -me confesó casi en el oído- en el fondo también me gustan estas fiestas. Tenemos que preparar algunos regalos para nuestros amigos ¿le parece bien?
-Por supuesto... Últimamente -dije tras un sorbo de café- me acuerdo mucho de unas lejanas navidades. De un momento muy especial. Esto de la memoria, doña Paquita, es un verdadero enigma: presenta cosas que, en su momento, parecieron no tener ninguna importancia; y que, sin embargo, ahora, alcanzan dimensiones casi descomunales.
-Creo que comprendo lo que quiere decir.
-Me acuerdo -comencé a contarle- de las primeras navidades que pasé con mi mujer. Entonces no estábamos casados todavía. Éramos novios. ¡Dios, esta palabra me suena ya a épocas remotísimas! Sus padres, el día de nochevieja, se fueron a su casa de campo. Ella y yo decidimos pasar la noche solos, aunque luego, tras las uvas de rigor, teníamos que ir a la dichosa casa de campo. Allí habían preparado una habitación para mí. Tras cenar solos y besarla cuantas veces me vino en gana, lamenté no poder quedarme con ella en la misma cama... Tenía frío. Cuando salimos de la ciudad, a las tres de la mañana, estaba nevando. El coche que tenía entonces, ella, era un poco viejo y desangelado. Subiendo una montaña, notó, yo no conducía, que una rueda se había pinchado. Me costó mucho cambiarla, cosa que no había hecho nunca. Y me costó mucho entrar en calor. Añoré aquellos momentos, recién tomadas las uvas, todavía con los ecos de las campanadas, en los que estábamos en la cama, calentitos y bien juntos. Le propuse volvernos a la ciudad, amanecer los dos en el mismo sitio... Sus padres nos estaban esperando con la televisión conectada. Estaban preocupados por la tardanza. Me llevaron a mi habitación rápidamente, y me dejaron solo. No tardé nada en meterme en la cama. Seguía teniendo mucho frío. Al cabo de unos segundos, recordándola, se abrió la puerta, y entró ella. Venía cargada con un par de mantas más. Me las echó por encima, se sentó en el borde de la cama, me acarició la cabeza e inclinándose sobre mí me dio un breve y sentido beso en los labios. Entonces, doña Paquita, hizo de mí el hombre más feliz del mundo. Me dormí sintiendo una enorme alegría, una gran paz...
-Ha sido usted un afortunado.
-No le digo que no. ¿Y se lo quiere creer? De todos los años que vivimos juntos, hasta su muerte, lo que recuerdo con más insistencia, lo que una y otra vez se me aparece como el colmo del cariño y del amor, es aquel beso, casi furtivo. Y cada día que pasa lo recuerdo con más fuerza y más nitidez. Gracias a él me dormí como un bendito. Ya no hubo más frío. Me dormí, eso sí, añorando lo que tenía al alcance de mi mano. Ahora, y se lo digo en serio, me gustaría ser creyente para pensar que no voy a tardar mucho en añorarla teniéndola de nuevo a mi lado.
-No piense en esas cosas, por Dios. Sin usted esto no va a ser lo mismo. Además, tenemos que preparar los regalos para nuestros amigos. No los podemos olvidar.
-No son cosas tristes, doña Paquita. ¿Quién no desea estar con la persona amada aunque para ello tenga que pasar pruebas terribles, como las de los trovadores y los caballeros andantes? -le pregunté chantajeándola.
-En eso tiene usted razón -reconociendo sonriendo con una punta de melancolía-. Pero prométame que hablará más a menudo conmigo. No me abandone usted como ha hecho estos días.
-Jamás pensé -le dije con una amplia sonrisa- que ninguna mujer me diría una cosa así. Se lo prometo. Hablaremos más a menudo, e iremos a pasear. Y cuando quiera vamos al centro a comprar los regalos.
-No lo olvide. Le tomo la palabra. Mañana mismo.
-No lo olvido. Pero ahora necesito estar solo. Espero que lo comprenda.
Y diciendo esto salí de nuevo a la calle. Nevaba como aquella lejana noche de fin de año. La nieve caía sobre mí. Y yo, caminado solo, volví a acordarme de aquel largo y cálido beso.

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