A Mª Eugenia
Romero Peral, nunc et semper
Aquella mañana de
lunes, en la que también nevaba, quien madrugó mucho fue doña Paquita. Salí de
mi habitación de la residencia bien abrigado, dispuesto, una vez más, a ir a
pasear, y a sentir la nieve y el frío sobre mi rostro y mi ropa. Pero doña
Paquita me estaba esperando. Tenía ante sí un humeante café con leche, recién
sacado de la máquina. En cuanto me vio, y se notó a la legua que lo estaba
deseando, se levantó, me hizo una seña para que me sentara a su lado, y se fue
a la máquina a por otro café con leche sin azúcar y con sacarina. Cosas de la
vida. Y de la edad.
-Buenos días -la
saludé yendo junto a ella, y cogiendo yo el vaso, que estaba quemando.
-Muy buenos días, don
Ausente -bromeó-. Espero que esté usted bien.
-Sí, lo estoy. Y a
usted no le pregunto -dije galante- porque es más que obvio que está usted
pletórica.
-Totalmente -me
sonrió-. Tal como una niña de dieciocho años -dijo en tanto nos sentábamos-.
Por eso estoy aquí.
-Pero con su cultura
y su madurez -dije sin hacer mucho caso de la posible ambigüedad de su última
frase.
-Sí, algo así. Y
ahora que ya nos hemos alegrado la mañana con estas flores primaverales,
dígame, ¿cómo es que llevamos tanto tiempo sin vernos? Porque este castillo
-dijo sonriendo- no es como para perderse por sus pasillos ni pasadizos.
-He estado
levantándome muy temprano. He salido a caminar con un señor nuevo, recién
incorporado. Y muchas veces, luego, iba a su habitación a oír música. Es un
melómano. Su hijo, el otro día, le trajo un montón de discos que, al parecer,
se compró en un momento especial de su vida, y quería que los oyera yo.
-¿Y qué tal? Porque
usted también es de los que ama la música, ¿no? Don Benito Pérez Galdós también
era un gran aficionado, aunque creo que él se decantaba más por la ópera.
-Bien, bien. Me han
gustado muchas de las piezas que he oído. No le puedo decir más: como crítico
musical, soy un desastre ¿Y qué ha hecho usted estos días?
-Leer, hijo, leer,
¿qué voy a hacer aquí? Y discutir con nuestro querido amigo el sindicalista.
Aunque desde que se descubrió toda la corrupción que hay en su sindicato está
un poco más calmado. O deprimido. No se lo esperaba el hombre.
-Sí, el barro va a
terminar por salpicarnos a todos.
-Nadie está libre de
pecado. Ya le he dicho en más de una ocasión al señor Tomás que es un error,
cuando hablamos de corrupción, pensar sólo en los mandos o en los políticos: si
se mantiene en pie de guerra tanta corrupción es porque somos un país corrupto.
-Ya. Digamos que
predominan los malos. O que son los que más ruido hacen.
-Digámoslo así. ¿Se
acuerda usted de El coloquio de los perros, de don Miguel de Cervantes?
¿Se acuerda usted de quién era el lobo que despedazaba a los corderos, y que
nunca daban con él?
-Sí, me acuerdo: los
mismos pastores, que, encima, apaleaban a los perros acusando a estos de no
cumplir con su cometido.
-Terrible la crítica
de don Miguel, ¿no le parece? Y terrible la crítica de El licenciado
vidriera...
Sobre aquello
habíamos hablado en muchas ocasiones. Era un tema de conversación que a mí ya
comenzaba a hastiarme, y más ahora que estaba nevando, y quería salir a pasear.
No disimulé el aburrimiento y la desazón. Doña Paquita me lo notó enseguida.
-Bien, le estoy
molestando -reconoció sonriendo-. Se iba usted a pasear, ¿no es así?
-Sí, señora; así es.
-¿Le molesta que lo
acompañe?
Me di cuenta entonces
de que llevaba puestas unas gruesas botas; y que en la silla de enfrente, a
pocos metros, descansaban un gorro de lana, unos guantes y un anorak brillante,
con pinta de proporcionar tanto calor como abrigo.
-No, en absoluto.
Estaré encantado de llevarla del brazo.
Y sin más salimos a
la calle. Doña Paquita se apretó contra mí. Me supieron a gloria los primeros
copos que cayeron sobre mi gorro. Ante nosotros se extendía un paisaje blanco,
gélido y melancólico.
-Creo que estamos un
poco locos -dijo doña Paquita tiritando.
-Sí -le contesté-.
Pero esto es una maravilla, y no le hacemos daño a nadie.
Caminamos en silencio
durante unos veinte minutos. No obstante, me arrepentí enseguida de haber
salido con aquella buena mujer, pues temía que el paseo le sentara mal, cogiera
frío y enfermara por mi culpa, por mantener una vieja amistad de senectud. Doña
Paquita tenía ligeros escalofríos de vez en cuando. Me entró una tristeza
infinita. Disimulando di media vuelta y nos encaminamos a la residencia. No me
preguntó nada. Creo que me agradeció la decisión. Nos quedamos en la sala,
todavía vacía, pues quería asegurarme de que se encontraba bien.
-Un poco breve el
paseo -me dijo sonriendo.
-Hace mucho frío.
-No padezca por mí
-sonrió en tanto se quitaba el anorak-. Me encuentro muy bien.
-Me alegro por usted.
Pero aquí en la sala se está mejor. Además, podemos ver nevar a través de las
ventanas.
-Creo que es usted de
las pocas personas que aman el invierno.
-No, no señora. Hay
más gente de mi calaña.
-Para mí el invierno
y las fiestas de Navidad son un poco tristes: me recuerdan mucho a las personas
que ya no están aquí. Y, sobre todo, me traen a la memoria las discusiones
familiares por cenar con estos o con aquellos. A veces la Navidad terminaba por
convertirse en una pesadilla.
-A mí me sucede lo
contrario -dije sin despojarme ni de gorro ni de guantes-. Echo de menos a la gente,
por supuesto. Pero no sé qué le encuentro a estos días que no puedo evitar el
estar contento... De joven me encantaba ir por la ciudad, mezclarme con la
gente y pisar las alfombras rojas que los comerciantes ponían en la entrada de
sus tiendas. Si en aquellos momentos, llovía, nevaba o hacía mucho frío, mi
felicidad llegaba al máximo.
-¿Y no discutía usted
con la familia ni con los avenidos por cenas y comidas?
-No -mentí-. Bueno,
con mi mujer en un par de ocasiones...
-Ve usted. Si las
navidades parece que están hechas para renovar las tragedias familiares.
-No es eso lo que yo
recuerdo, sin embargo -dije con un toque de tristeza y melancolía. Me levanté,
fui a un par de cafés con leche, descafeinados y con sacarina, y volví a
sentarme de nuevo.
-Le estoy fastidiando
la mañana -me dijo doña Paquita cuando volví a su lado-. Usted quería salir a
caminar, y por mi culpa...
-No se preocupe -la
interrumpí-. Y no me molesta. Al contrario, le estoy agradecido por su amistad
y por el concepto que tiene de mí: si no fuera importante para usted, no
hubiera estado esperándome.
-Siempre he creído
que hay que mimar las amistades.
-Y yo la he
descuidado a usted. Tiene usted motivos para estar enfadada conmigo.
-Bueno, tampoco es
para hacer penitencia -me dijo sonriendo.
Durante unos segundos
guardamos silencio. Fuera seguía nevando. Algunas personas comenzaban a salir
de sus habitaciones. Doña Paquita se acercó a mí intentando crear un ambiente
de intimidad. No quería que nadie nos molestara.
-A mí -me confesó
casi en el oído- en el fondo también me gustan estas fiestas. Tenemos que
preparar algunos regalos para nuestros amigos ¿le parece bien?
-Por supuesto...
Últimamente -dije tras un sorbo de café- me acuerdo mucho de unas lejanas
navidades. De un momento muy especial. Esto de la memoria, doña Paquita, es un
verdadero enigma: presenta cosas que, en su momento, parecieron no tener ninguna
importancia; y que, sin embargo, ahora, alcanzan dimensiones casi descomunales.
-Creo que comprendo
lo que quiere decir.
-Me acuerdo -comencé
a contarle- de las primeras navidades que pasé con mi mujer. Entonces no
estábamos casados todavía. Éramos novios. ¡Dios, esta palabra me suena ya a
épocas remotísimas! Sus padres, el día de nochevieja, se fueron a su casa de
campo. Ella y yo decidimos pasar la noche solos, aunque luego, tras las uvas de
rigor, teníamos que ir a la dichosa casa de campo. Allí habían preparado una
habitación para mí. Tras cenar solos y besarla cuantas veces me vino en gana,
lamenté no poder quedarme con ella en la misma cama... Tenía frío. Cuando
salimos de la ciudad, a las tres de la mañana, estaba nevando. El coche que
tenía entonces, ella, era un poco viejo y desangelado. Subiendo una montaña,
notó, yo no conducía, que una rueda se había pinchado. Me costó mucho
cambiarla, cosa que no había hecho nunca. Y me costó mucho entrar en calor.
Añoré aquellos momentos, recién tomadas las uvas, todavía con los ecos de las
campanadas, en los que estábamos en la cama, calentitos y bien juntos. Le
propuse volvernos a la ciudad, amanecer los dos en el mismo sitio... Sus padres
nos estaban esperando con la televisión conectada. Estaban preocupados por la
tardanza. Me llevaron a mi habitación rápidamente, y me dejaron solo. No tardé
nada en meterme en la cama. Seguía teniendo mucho frío. Al cabo de unos
segundos, recordándola, se abrió la puerta, y entró ella. Venía cargada con un
par de mantas más. Me las echó por encima, se sentó en el borde de la cama, me
acarició la cabeza e inclinándose sobre mí me dio un breve y sentido beso en
los labios. Entonces, doña Paquita, hizo de mí el hombre más feliz del mundo.
Me dormí sintiendo una enorme alegría, una gran paz...
-Ha sido usted un
afortunado.
-No le digo que no.
¿Y se lo quiere creer? De todos los años que vivimos juntos, hasta su muerte,
lo que recuerdo con más insistencia, lo que una y otra vez se me aparece como
el colmo del cariño y del amor, es aquel beso, casi furtivo. Y cada día que
pasa lo recuerdo con más fuerza y más nitidez. Gracias a él me dormí como un
bendito. Ya no hubo más frío. Me dormí, eso sí, añorando lo que tenía al
alcance de mi mano. Ahora, y se lo digo en serio, me gustaría ser creyente para
pensar que no voy a tardar mucho en añorarla teniéndola de nuevo a mi lado.
-No piense en esas
cosas, por Dios. Sin usted esto no va a ser lo mismo. Además, tenemos que
preparar los regalos para nuestros amigos. No los podemos olvidar.
-No son cosas
tristes, doña Paquita. ¿Quién no desea estar con la persona amada aunque para
ello tenga que pasar pruebas terribles, como las de los trovadores y los
caballeros andantes? -le pregunté chantajeándola.
-En eso tiene usted
razón -reconociendo sonriendo con una punta de melancolía-. Pero prométame que
hablará más a menudo conmigo. No me abandone usted como ha hecho estos días.
-Jamás pensé -le dije
con una amplia sonrisa- que ninguna mujer me diría una cosa así. Se lo prometo.
Hablaremos más a menudo, e iremos a pasear. Y cuando quiera vamos al centro a
comprar los regalos.
-No lo olvide. Le
tomo la palabra. Mañana mismo.
-No lo olvido. Pero
ahora necesito estar solo. Espero que lo comprenda.
Y diciendo esto salí
de nuevo a la calle. Nevaba como aquella lejana noche de fin de año. La nieve
caía sobre mí. Y yo, caminado solo, volví a acordarme de aquel largo y cálido
beso.
Hermoso relato, melancólico y profundo, como todo buen recuerdo. Saludos!
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