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martes, 10 de diciembre de 2013

LA PARTE SECRETA ® NOVELA, por H.R. Malkiel, de Buenos Aires, Argentina. Capítulo nueve: Paranoia


“Por primera vez, el pensamiento afloró con claridad a la mente de Paul: Estoy en peligro.”
Stephen King. Misery

Cuando desperté me encontraba aún en el suelo de la sala, con el cuerpo insoportablemente adolorido por los golpes. No alcancé a recordar en ese momento dónde estaba ni por qué estaba allí. Era como si mi cabeza se hubiese reiniciado y aún buscara los archivos necesarios para el buen funcionamiento de esa máquina.
El instinto me llevó a comprobar lentamente que todo estuviera más o menos bien, moviendo apenas los brazos y las piernas para verificar que tan grave había sido lo que fuera que me hubiese ocurrido. A medida que mis músculos trabajaban experimentaba un gran dolor, pero nada demasiado agudo, por lo que imaginé que no había ningún hueso roto.

Pasé los siguientes minutos tendido boca arriba, tratando de recordar qué era exactamente lo que había pasado y con creciente inquietud, lentamente, comencé a hacerlo.

Otra vez tenía en mi cabeza la horrible visión. No estaba seguro de si apenas habían transcurrido unos minutos o si eran un par de horas. Me puse de pie soportando todo tipo de dolores. Mis recuerdos parecían irreales, pensé que era probable que sólo hubiese caído debido a un tropezón y que todo lo demás hubiese sido parte de un sueño.
Quizás, debido a que me sentía en la peor de las miserias físicas tuve la certeza de que ya no podía ocurrir nada que empeorase mi condición y me dirigí, trastabillando, otra vez hacia las escaleras. La subida me costó horrores, por momentos fue necesario que apoyara mis manos en los escalones, trepando en lugar de caminar, pero en cuanto llegué al suelo del primer piso me sentí aliviado. Si lo que recordaba hubiese sido inexplicablemente cierto, el agua que se había deslizado debajo de mis pies aún estaría allí, o al menos permanecería un rastro de ella.
Me apoyé en la pared para caminar hasta el final del pasillo y al llegar a la entrada de la habitación de mi padre la encontré vacía, como imaginaba.
Me acerqué hasta la cama y me dejé caer en ella. Traté de serenarme y de que mi respiración volviera a ser la misma de todos los días. Sabía que en mis condiciones y con la gran cantidad de barro que había afuera, en la calle, me resultaría todo un calvario regresar. Decidí descansar algunos minutos, pero rápidamente me asaltó una idea aterradora… ¿Y si los recuerdos eran ciertos?
No quería decir que fueran sobrenaturales, pero, ¿y si alguien, por alguna extraña razón, era responsable de ese hecho? No era imposible que después de mi caída esa persona (o esas personas), al comprobar mi desmayo, hubiesen limpiado todo rastro de que habían estado allí.
Recordé el ruido que había escuchado la ocasión anterior, cuando era yo el que se encontraba en esta habitación y creí que había alguien en la planta baja. No era imposible que en verdad hubiese sido provocado por alguna presencia.
De ser así, alguien estaba siguiéndome y era probable que no estuviese feliz con mi regreso a Córber.
Traté de recordar las sensaciones que había experimentado: el miedo había sido demasiado poderoso como para que fuese producto del desmayo. Incluso podía recordar perfectamente cómo me había acercado hasta la habitación de mi padre luego de escuchar ese ruido en el piso. Debía tener en cuenta que sólo podría haberme caído accidentalmente en el caso de que no hubiese llegado hasta la puerta de esa habitación, puesto que se encuentra en el fondo del pasillo, lejos de las escaleras.

No. Por aterrador que me pareciera, no había sido un sueño. En verdad había visto lo que podía recordar. Estaba seguro.

¿Pero cuáles serían las razones para que alguien quisiera darme semejante susto? Había pasado los últimos diez años lejos de Córber; ahora, al regresar, alguien parecía querer mantenerme alejado de esa casa, o tal vez, incluso lo más alejado posible del pueblo.
Estuve convencido de que era un razonamiento bien encaminado hasta que recordé un detalle, el olor. Esa peste que había percibido mientras el agua se deslizaba fuera de la puerta era la misma que en mi sueño; no había forma de que alguien la hubiese podido reproducir, porque era algo secreto. Aun así, tampoco podía descartar que esa parte sí hubiese estado solamente en mi cabeza….

Me estaba haciendo un nudo con los pensamientos. Mientras más intentaba razonar más preguntas sin respuestas encontraba. Lo único que parecía encajar de algún modo, si tal cosa era posible, fue la hipótesis de alguna explicación sobrenatural. Pero me negaba a tenerlo en cuenta.

Algo me acababa de suceder y yo no tenía idea de qué podría haber sido.

Regresé a la posibilidad de que el libro que había dejado mi padre era un mensaje para mí, pero entonces creía que también podía ser de interés para alguien más. Sin embargo… ¿qué tal si ese libro no hubiese sido escrito por mi padre? Después de todo, su editor no había tenido noticias de él. Alguien, por alguna razón, podría haberlo dejado allí con posterioridad a su muerte.

Luego de varios minutos comprendí que me sería imposible sacar alguna conclusión acertada sin tener más información. Aunque creía que no me faltaban razones, sin duda me estaba dejando llevar por la paranoia.
Deslicé la ruina que era mi cuerpo, cuidadosamente, desde la cama al suelo. Me puse de pie con lentitud y me dirigí hasta el ropero en que había encontrado la bolsa con aquellos documentos, gracias a los cuales pude ponerme en contacto con Gutiérrez.

Abrí las puertas de par en par y comencé a arrojar todo lo que encontré hacia el suelo, si había más información con respecto a lo que sucedía, si es que sucedía algo, debía encontrarse en algún lugar de la casa. Poco a poco comenzó a formarse en el piso de madera una pila de ropa: pantalones, camisas, sacos y viejos abrigos.
En uno de los estantes superiores encontré muchos papeles más: algunos documentos, postales viejas y también muchas fotografías, sentí como si hubiese dado con un tesoro.
Dejé sobre la cama todo lo que iba encontrando y que me parecía útil en algún sentido, di con un atado de viejas cartas, con una cartera de hombre llena de boletos capicúa, con una pila de discos de vinilo y otro montón de cosas más.

Desenterré un viejo bolso en el que finalmente metí todo. Me asomé discretamente por la ventana para ver si alcanzaba a distinguir a alguien. Salí de la habitación caminando despacio y agarrándome el costado izquierdo del cuerpo, que había comenzado a dolerme un poco más. Bajé las escaleras con la velocidad de un anciano o de un niño pequeño (a veces, uno muere tan indefenso como nació). Abrí apenas un poco la puerta de calle y miré por aquel espacio. No había nadie. Salí al jardín y luego crucé el portón. No me preocupé por volver a cerrar el candado y sólo me alejé, tratando de descubrir en vano si mis movimientos eran vigilados.

Atravesar el barro, con el cuerpo totalmente adolorido fue peor de lo que esperaba. El bolso colgaba del lado derecho, el dolor me inclinaba hacia el lado izquierdo y mientras trataba de mantener el equilibrio lo mejor posible, mis pies resbalaban con cada paso. Mis zapatillas estaban hechas para la ciudad, no para el lodazal en el que parecía que llevaba patines. Al mismo tiempo, el barro comenzaba a pegárseme otra vez a las suelas, haciendo mi avance cada vez más pesado. Estaba nervioso, creía que en caso de caerme ya no podría levantarme. Finalmente conseguí llegar hasta la seguridad del asfalto. Unos cuantos minutos después atravesaba la entrada de la pensión, totalmente vacía. Me pareció mejor así, no tenía ganas de dar explicaciones. Tuve que subir otra vez las escaleras, pero al menos me sentía a salvo de momento.
Entré a mi habitación y dejé caer el bolso sobre el piso, lo empujé con mi pie hasta debajo de la cama y me dirigí al baño.

Quitarme la ropa fue otra tortura, me costaba muchísimo realizar el más mínimo movimiento, así que mientras extendía mis brazos y me inclinaba los dolores se hicieron más agudos.
Comencé a llenar la bañera con agua caliente y me acerqué al espejo para poder verme mejor; mi cuerpo estaba cubierto de hematomas. Las manchas amarillas y violáceas se extendían por donde mirara, se mezclaban en manchas más grandes y tomaban formas definidas. Mi cara milagrosamente parecía estar bien, pero mi cabeza retumbaba. Me pasé las manos por el cabello y pude sentir, al menos, la inflamación de tres golpes. Comencé a experimentar náuseas y me incliné sobre el lavatorio. Nunca vomité tan dolorosamente en toda mi vida.
Lo que más sufrimiento me ocasionaba era el costado izquierdo del cuerpo, no era imposible que tuviese alguna costilla comprometida, o más de una. Me enjuagué la boca y me metí en la bañera. No estaba seguro de si lo mejor en ese momento hubiese sido agua fría, pero en cuanto comencé a sumergirme en la calidez pude experimentar un inmediato alivio.
Quizás, lo más acertado hubiese sido pedir ayuda médica, no sabía qué posibles consecuencias me traería el accidente.
Luché durante dos horas con el sueño.
A medida que el agua se iba enfriando tuve que considerar que era momento de salir. Hice el tremendo esfuerzo de doblarme y quitar el tapón de la bañera, luego abrí nuevamente el agua caliente y esperé a que volviera a tomar temperatura. Pasé allí acostado una hora más.

Pensé mucho en Mariel mientras estaba allí, también pensé mucho en Andrea. Quería ver a alguna de las dos, no me importaba a cuál. Imaginé que si me desmayaba nuevamente me ahogaría y sería encontrado quién sabe cuánto tiempo después, con el cuerpo tan azul como el cielo.
Regresó a mí el recuerdo del sueño, punzante como mis dolores, más precisamente, el momento en que me hundía en el agua y sentía cómo mi nariz comenzaba a arder. La sola cercanía de la sensación fue suficiente para sacarme del sopor, me senté en la bañera, no importaba el dolor. No podía arriesgarme a sufrir otro desmayo. Volví a quitar el tapón y salí.
Me acerqué al lavatorio todavía sucio y dejé correr el agua fría, luego de haberlo limpiado un poco junté agua en mis manos y me la arrojé en la cara. Caminé desnudo hasta la cama, busqué algo de ropa liviana y luego de vestirme comencé a sacar del bolso las cosas que había traído de la casa de mi padre.

Aquel atado de cartas fue lo primero a lo que dirigí mi atención. Todas, excepto una, las había recibido mi padre a lo largo de muchos años, y eran mayormente novedades sobre amigos del extranjero o noticias. Algunas eran de admiradores. Dije que todas salvo una habían sido recibidas, pues entre ellas encontré lo que parecía ser una carta que había sido escrita por mi padre, pero que por alguna razón jamás había alcanzado a enviar. Supe que era de él por la letra, la había reconocido por algunos documentos que me habían entregado cuando recibí la herencia y por los que había encontrado luego en su casa. En el sobre apenas figuraba el nombre de la destinataria, pero no había ningún dato sobre la dirección a la que debía ser entregada ni los datos del lugar en que mi padre la había escrito, pensé que tal vez hubiese pensado entregarla en mano. El nombre de la mujer era Erminia Álvarez. Dentro del sobre había un único papel y en él había escrita una sola palabra:

                                                                   “Cementerio”.

Me detuve a cavilar unos minutos sobre ese hallazgo, tal vez se refería al cementerio de Córber, pero no me parecía que tuviese algún sentido. Eran simplemente un nombre y una palabra, nada más. Tampoco me resultó familiar el nombre de Erminia Álvarez. Dejé la carta a un lado, separada de los demás papeles y seguí con mi búsqueda.    
Muchas de las fotografías, la gran mayoría, eran viejas. Por más que revolví no encontré ninguna en la que apareciera mi madre. No sabía quiénes eran las personas que acompañaban a mi padre en muchas de ellas. La única en la que aparecían nombres escritos al reverso era una foto vieja, de cuando mi padre era  joven. Era una foto grupal, parecía una celebración. Cuando la revisé por el reverso un nombre me llamó la atención: Silvina. Había por lo menos quince nombres más, pero ninguno de ellos era Ariel o Marco, por lo cual pensé que la concordancia con la protagonista de la novela era una simple coincidencia; además, era imposible saber cuál de todas las mujeres presentes en esa foto era Silvina.
Los siguientes papeles no llamaron mi atención para nada. Llegué a la conclusión de que aquellas piezas sueltas tendrían perfecto significado para mi padre, incluso la misteriosa carta. El problema era que yo las estaba mirando sin ningún dato demasiado relevante sobre el que había sido dueño de esos papeles, por lo cual me resultaba fácil rellenar la historia de mi padre con unos misterios que no eran tales. Eso era en cuanto a los papeles, pero en cuanto a la casa… Bueno, allí sí había ocurrido algo bastante serio, aun sin tener idea de qué había sido.
Me dejé caer lentamente sobre la cama, entre los papeles, y me fui quedando dormido.

Soñé.

Soñé que Andrea me esperaba en la puerta de una casa, junto a una fuente. Llegaba yo y ella introducía su mano en el agua, con dulzura, formaba un cuenco y me arrojaba el agua en la cara, como yo mismo lo había hecho un rato antes, en el lavatorio. Luego ella cruzaba la puerta, yo lo hacía detrás de ella y de pronto me encontraba en un salón de clases, el cual, me di cuenta, era uno de los salones de la escuela secundaria de Córber. Preguntaba a alguien si la había visto pero sólo recibía respuestas negativas y frases extrañas que luego no pude recordar. Salí otra vez a la calle. Era el pueblo, pero estaba cambiado, irreconocible. Me perdí dando vueltas buscándola, viéndola en ocasiones desde lejos; cada vez que conseguía llegar hasta ese lugar otra vez se había marchado. Me introduje en una casa con un horrible empapelado color ocre en las paredes. Miré fijamente la pared esperando por algo, temiendo, y entonces volvieron a aparecer los puntos, sólo que ahora podía distinguir su color: eran rojos, pero un rojo oscuro como la sangre. Comenzaron a crecer, a expandirse. Las manchas se tocaron entre sí y volví a caer a esa agua putrefacta y fétida, insoportable. Volví a ahogarme. Y volví a despertar. 
El cuerpo me dolía terriblemente, tal vez estuviese haciendo algunos movimientos bruscos mientras dormía. Cuando desperté estaba seguro de que había intentado nadar sobre la cama. El desparramo de papeles, mayor que cuando me había dormido, confirmó mi sensación.
Permanecí tendido inmóvil otro rato, como si hubiese vuelto a despertar luego de la caída. Por  mi cabeza asomó la angustiosa idea de que ese misterioso sueño iba a perseguirme el resto de mi vida, a menos que de alguna forma lograra desenredar su significado.
La noche ya caía sobre Córber y mi dolor era demasiado para hacer algo en ese momento. Decidí que si iba tomarme en serio alguna investigación, comenzaría al día siguiente.

1 comentario:

  1. No podía faltar Andrea, aunque fuera en un sueño. La posible ausencia de ella le preocupa al protagonista, tanto para que sea tema de una pesadilla. Y eso fue preparado como si fuera una casualidad, para que sugiera algun lector, creyendo que es su ocurrencia.
    Eso es talento para escribir.

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