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jueves, 19 de diciembre de 2013

LA PEOR PESADILLA ©, por Carlos Alejandro Nahas, de Buenos Aires, Argentina


Los que me conocen desde siempre saben que soy bostero de ley. No hay otra. Así como se nace con un apellido, con una religión y tal vez con una idea política, se nace de un cuadro u otro. Y yo, nací hincha de Boca. Como mi viejo. Y a mucha honra. Festejamos seguido, somos los más campeones de la Argentina, de América y no sé si del mundo. Y la Bombonera no es nuestro estadio, es nuestra catedral.

            La cosa es que me casé con una cuerva. A ver, si era de River ni la miraba, pero de San Lorenzo, se tolera. Ganan un campeonato cada seis, siete años, la Libertadores la miran hace 30 años de lejos, les quitaron la cancha, y miles de vicisitudes más, lo que los hace a los ojos de los bosteros – junto a los pobres hinchas de Racing – algo inofensivos. Se concede que nos ganan siempre, que nos tienen de hijos, pero como nosotros nos llevamos uno de cada tres campeonatos, también se banca.

            Por eso, cuando nació mi hija mayor me pareció inofensivo hacerla del cuadro de la madre, si total la progenie no iba a quedar allí. Cuando nació la del medio, ahí si me puse firme y la hice bostera (no fuera cosa de no tener jamás un hijo varón y entregar a toda la familia a otro cuadro). Y el varón ni se discutió. Fue, es y será de Boca, como yo, como el orgulloso padre. Es así que en casa somos cinco: Dos cuervos y tres bosteros. Nadie se queja y listo el pollo. Cuando hay que salir a festejar por Boca las dos santas sanlorencistas nos acompañan al obelisco y nadie se enoja. Cuando ellas dos nos dan motivos para festejar, pues bien, se va a San Juan y Boedo y santas pascuas.
            El tema es que este fin de semana me encuentra “haciéndome el hincha” de San Lorenzo. Pobre mi jermu, pobre mi hija. No querían ni ver el partido. Yo con mi mejor buena voluntad le pido a mi hija mayor una camiseta de San Lorenzo, me la pongo y me siento a ver el partido por televisión. No, que sos mufa, no que vamos a perder, me decían. Nada. Yo fumaba y miraba el partido como un hincha más. Mi hijo varón y la otra bostera me miraban con algo de admiración y asombro, pero se sumaron porque saben que doy buena suerte. Las cuervas caminaban la casa como si las llevara el diablo.
            Termina el partido y San Lorenzo campeón. Cuelgo en “facebook” las fotos de rigor, felicito amigos cuervos, agradezco felicitaciones quemeras y me llevo a la familia a dar una vuelta por su rincón sagrado. San Juan y Boedo y ellas dos saltando y los otros tres bosteros mirándolas con cara de simpatía. Una hora más tarde, ya en casa, comemos y a la noche le pongo el resumen deportivo a mi mujer para que lo disfrute más todavía. En vano, a los diez minutos se duerme ella. Y a la media hora yo. Contento con la alegría de mis seres queridos. Bostero, pero con un pedacito de corazón cuervo. Y cae la noche sobre mis párpados.
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La cancha de San Lorenzo estaba abarrotada. Iban 20 del segundo tiempo y me acuerdo que la recibo en la mitad de cancha, sobre la izquierda. Y la comienzo a llevar. Primero despacio, luego con más velocidad. Veo que los defensores de ellos no me salen y sigo avanzando. Los de azul estaban como pegados al área. Y yo, ni corto ni perezoso me mandé, pasé la media luna del área y lo vi a García medio adelantado. Saqué el chumbazo con mi pierna derecha y se la clavé abajo, desde afuera del área. ¡¡Un golazo!! Salí disparado para festejar, con los brazos abiertos como haciendo un avioncito. Salté el cartel de la publicidad y vi arriba el delirio de la hinchada azulgrana que enloquecía. Me abrazó de atrás Matías Giménez, mi gran amigo. Nos acercamos a la platea y les gritamos a los hinchas de todo, confundiéndonos con ellos en un energúmeno festejo. Después lo señalé a él, a Ramón Díaz, mi técnico, mi mentor. Y terminé el festejo fundiéndome en un abrazo con el resto de mis compañeros, con Jonathan, con Tula, con Bottinelli, con Carmona y con Ortigoza. Había entrado por Pereira en el segundo tiempo y las instrucciones precisas de Ramón fueron: “Entrá y hacé un golazo”. Y yo le hice caso, ¡¡Vaya si le hice caso!!
            En eso me doy vuelta y veo caras bajas. Muy bajas. Las caripelas eran de Cellay, de Caruzzo, de Insaurralde, de Monzón. Por ahí dando vueltas y puteando por lo bajo también estaban el “Pochi” Chávez, Diego Rivero, Somoza, Colazo y Mouche. Y un poco más atrás nada menos que mi ídolo, Martín Palermo. ¿Pero quién era yo en realidad? ¿Qué partido estaba jugando? ¿Cómo me osaba a hacerle eso a mis ídolos, a mis adorados jugadores de Boca? ¿Qué era eso? Al pasar por un charco, sobre el pasto y en la tarde – noche del Bajo Flores me veo bien. Morocho y medio retacón. El pelo un poco largo. Con el “11” en la espalda. Estaba jugando para el San Lorenzo campeón de Ramón Díaz, y yo, y yo ¡¡Era el Chaco Torres!! ¡¡Aureliano Torres!! ¡¡Y encima le había hecho un golazo nada más y nada menos que a Boca!! ¡¡A mi Boquita del alma!!
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Me desperté como fulminado por un rayo. No sabía ni dónde estaba. Lentamente en los entreveros de la oscuridad alcancé a ver que esa era mi cama, y que a mi lado estaba mi mujer. Eran casi las cinco de la mañana, me cantaba el reloj despertador. Con tiento y todavía con espasmos de horror, me incorporé al lado de la mesa de luz. Luego me paré y me fui a la cocina a tomar agua. Y me tomé – juro por Dios – el vaso de agua más largo de mi vida. Pasaron como 10 minutos hasta que se me fue el temblor por todo el cuerpo. Pesadilla fulera, de las jodidas había tenido.
            Mis amores, mujer e hija. Tal vez esto no se los diga nunca, pero fue la peor pesadilla de mi vida. ¡¡Yo, un bostero de la cuna haciéndole eso al club de mis amores!! ¡¡Yo, un fanático hasta la exasperación, utilizado por los hados para tan siniestros y traidores fines!!
            Discúlpenme, chicas. Por favor, no lo tomen a mal. Pero la próxima, no se enojen si no me pongo la camiseta de San Lorenzo ¿si?

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