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martes, 17 de diciembre de 2013

LA PARTE SECRETA ® NOVELA, por H.R. Malkiel, de Buenos Aires, Argentina. Capítulo diez: Los muertos y los vivos


“Crece el mal por razones que ignoramos y es una inundación con propios líquidos, con propio barro y propia nube sólida.”
Cesar Vallejo. Los nueve monstruos


Estuve despierto antes que nadie. En lo que había quedado de la noche anterior apenas si había logrado dormir de a ratos, y solamente durante unos minutos. Hice una pasada por el bar para desayunar. Me puse una remera de manga larga a pesar del verano, para evitar preguntas sobre los golpes en mis brazos. Indagué por Andrea y la camarera me dijo que se había marchado un momento antes, seguramente hacia su estudio. La joven empleada habrá pensado que mi interés por ella era meramente romántico, pero lo cierto es que había recordado cuando se ofreció a ayudarme, y dado lo que había planeado, pensaba que esa ayuda no me vendría mal.


Luego de una hora me dirigí al cementerio, ubicado en lo que podría decirse era el fondo de Córber, es decir, al otro extremo de la entrada al pueblo. Caminé lentamente, pensando en lo poco que había escrito esos últimos días, sabiendo que en cuanto retomara mi trabajo la historia que estaba escribiendo me sabría rancia.
El dolor en el cuerpo continuaba, pero después de algunas aspirinas había menguado bastante. La previsión me ha entrenado a llevar algunos medicamentos a donde sea que vaya, sobre todo analgésicos y algo que me alivie en caso de un eventual malestar hepático, de lo que sufro bastante.

Los recuerdos sobre el enorme cementerio eran un poco borrosos. La última ocasión en que lo había visitado fue cuando murió mi abuela, hacía poco más de diez años, algunos meses después que mi abuelo.
En la entrada el cuidador charlaba con una mujer que vendía flores, ambos me saludaron amablemente. También los podía recordar de la fiesta. Les devolví el saludo, aunque quizás, debido a lo ocurrido el día anterior, ya no me sentía con demasiada confianza en lo que a la gente de Córber se refería. Pensé en comprar tres ramos de flores, pero finalmente opté por cuatro. Previsiblemente, el cuidador me dio indicaciones para que encontrara la tumba de mi padre.

En el cementerio de Córber no hay pasillos, sólo una amplia y fértil porción de tierra. Los mausoleos familiares se ubican junto al borde mismo del paredón que los separan del resto del pueblo, y son unos pocos. Mi familia descansa sobre la tierra, no sobre el cemento, y creo que así es mejor. Tal vez, algún día, yo mismo tenga un lugar entre los montículos, desparejos como una bizarra hilera de dientes, o como las ondulaciones en el lomo de una serpiente marina.

Debido a una natural disposición, la tumba de mi madre es la que se encuentra primera en el camino. Dejé cuidadosamente uno de los ramos y me demoré unos minutos observándola.
Hay cosas que son difíciles de transmitir, una de ellas es el hecho de no tener familia. Las fiestas y los cumpleaños siempre son con amigos o con alguna pareja, y no han faltado las ocasiones en que han sido completamente solitarios. Mi madre murió antes de que yo cumpliera el año de edad, todo lo que tengo de esa mujer, que me amó, pero a la que yo no conocí, son fotografías y el vago recuerdo de un incierto perfume.
No han sido escasos los momentos en que me he sentido como un desterrado; tal vez, las sensaciones de no tener familia y la de estar lejos del hogar a la fuerza no sean tan distintas. Muchos sentimientos son análogos, aunque su origen no sea el mismo. La tristeza por la muerte de un ser querido es similar a lo que uno siente cuando nos separamos de una pareja por la que sentíamos verdadero amor. No por nada, los procesos psicológicos que atravesamos con posterioridad a esos sucesos llevan el mismo nombre: duelo.

Quizás, todas las tristezas son la misma tristeza.

Seguí mi recorrido, internándome cada vez más en el cementerio, hasta que llegué a las tumbas de mis abuelos, una al lado de la otra. La muerte de mi abuela fue el suceso definitivo que me llevó a moverme de ese pueblo; la primera vez en que me sentí realmente solo y tuve la necesidad de perderme entre la mayor cantidad de gente posible. La elección de la ciudad de Buenos Aires fue lo más lógico.
Recuerdo la soledad de la casa los primeros días luego de su muerte, la falta de costumbre al total silencio y la incertidumbre ambigua de no tener ninguna atadura. Los siguientes fueron los meses más solitarios de mi vida y no estoy seguro de cuánto de ese sentimiento voy a arrastrar por siempre. No sería justo si no aclarara que he tenido grandes amigos, pero no es lo mismo. Tampoco lo es con las relaciones… Al principio tenía la tendencia a creer que mis eventuales parejas serían mi familia, que era imposible que habiendo compartido tantas cosas y abriéndome tanto con algunas de ellas no formáramos un vínculo que nos uniera por siempre. Pero los últimos tiempos también dieron por tierra con esa certeza. Lenta, pero progresivamente, la experiencia se ha encargado de derribar cada pilar que he intentado construir como anclaje, dejando en su lugar nada más que escombros, como un recordatorio de la propia precariedad; esa, en la que de una forma u otra, todos existimos. Dejé dos ramos más y me quedé con uno en mis manos.

Me dirigí sin apuro hacia la tumba de mi padre. En mi cabeza perduraba la idea de que esa carta jamás enviada, en la cual la única palabra escrita era “cementerio”, constituía una pista que no podía desechar, a pesar de lo imprecisa. Al principio había pensado en recurrir a Andrea para ver si ella sabía algo sobre la misteriosa Erminia Álvarez, pero finalmente decidí hacer un pequeño reconocimiento previo para ver si había algo anormal en el lugar, tal vez alguna señal que los demás pasaran por alto, pero que no se me escaparía a mí. Quizás la carta hablara del cementerio de Córber después de todo.
El montículo de tierra, más elevado que los demás, era evidencia de lo reciente de esa tumba.
Además de la usual cruz en la cabecera, alguien, seguramente el municipio, se había encargado de colocar una placa con la fecha de nacimiento y de defunción, sobre una base de cemento. No sabía qué asuntos había dejado mi padre inconclusos, pero estaba seguro de que en algún modo que todavía no me era posible desentrañar, yo estaba ligado a ellos. Tal vez se debiera a dinero. Quién sabe. Alguien más parecía interesado en lo que fuera que estuviese sucediendo.
Dejé las flores a un lado de la placa y dediqué algunos minutos a buscar señales que no pude descubrir. Las piernas todavía  me dolían bastante, sobre todo las rodillas. Asimismo, cada tanto sentía una dolorosa palpitación en el costado izquierdo, pensé que los analgésicos habían funcionado bastante bien hasta esos momentos, pero que con cautela, como quien se introduce en un río desconocido, los malestares regresaban a mí.
Pude ver a lo lejos al cuidador y me pregunté si me estaría vigilando. Tal vez no lo hiciera por cuenta propia, sino por un encargo de alguien más. Tal vez los que me estaban vigilando eran muchos, quizás todo el pueblo lo hiciera. Ir con Andrea entonces supondría darles la certeza de que estaba por buen camino, aun sin saber qué era lo que buscaba. Deseché pronto ese razonamiento por dos motivos: el primero era que hasta el momento ella me había parecido del todo sincera, no creía que me estuviera ocultando algo, incluso me ofreció su ayuda. Sabía que eso bien podría deberse a una calculada premeditación. Pero el segundo motivo me obligaba a confiar en ella, puesto que sin sus recursos me sería imposible profundizar en cualquier misterio.
Alejé mis pensamientos y comencé con la siguiente parte de mi búsqueda, la de la tumba de Erminia. Entre muchas otras cosas, se me había ocurrido que quizás la destinataria de esa carta ya hubiese fallecido. Tenía que pensar con lógica: la carta había sido hallada entre muchas otras cartas viejas, incluso el color del papel daba testimonio de que no era algo reciente. Las condiciones desfavorables en la casa de mi padre bien podrían haber contribuido a que pareciese más añeja de lo que era, pero estaba seguro de que tampoco podía ser demasiado cercana en cuanto a tiempo se refiere. Quizás, el hecho de que mi padre no la hubiese enviado nunca se debía a que la mujer había muerto antes de que tuviera oportunidad de hacerlo. Si ella era de Córber, entonces su tumba debería estar en el cementerio.
Caminé cerca de una hora, pasando por ciertos lugares en más de una ocasión. Encontré algunos Álvarez, pero ninguna Erminia. Traté de orientar mi búsqueda hacia el lugar en que habían sido enterradas aquellas personas fallecidas en los últimos cinco años; ese era el tiempo que, como mucho, tendría la carta; siempre basándome en mis imprecisos cálculos. No dejaba de ser justamente eso, una imprecisión, pero por algún lugar tenía que comenzar.
Cuando la búsqueda resultó infructuosa, hice un recorrido general en el que los resultados fueron igual de esquivos.
No había nada más que hacer; cuanto antes fuera a ver a Andrea más rápido se me quitarían las dudas, o al menos una de ellas.
Noté que el cuidador había desaparecido, tal vez pensó que era buen momento para informar a quien fuera que le hubiese encargado esa vigilancia.
Salí del cementerio y decidí visitar el estudio en ese mismo instante, para no dar tiempo a que se enfriara la curiosidad. Los huesos y los músculos volvieron a resentirse y comenzaron a protestar con mayor eficacia, metí mi mano en el bolsillo y saqué otro par de aspirinas, las cuales mastiqué sin poder disimular el horrible sabor.

La secretaria se encontraba leyendo un libro. Supuse que sería igual de tranquilo todos los días. Me saludó y luego preguntó si venía a ver a Andrea, le dije que si no la interrumpía… Hizo un gesto gracioso, como si mudamente me preguntara si no era una broma aquello de interrumpirla. Se levantó y se asomó a la oficina, luego se volvió hacia donde estaba yo y me indicó que ingresara. Cerró la puerta detrás de mí, para darnos privacidad. Andrea se encontraba revisando unos documentos, quizás más por aburrimiento que por deber. Entendí cómo era posible que encontrara tiempo para los asuntos legales y para dedicarse además al bar, con todo lo que eso conlleva. Me invitó a sentarme y procuré hacerlo sin que los dolores se hicieran demasiado evidentes.
Comenzamos charlando cosas sin importancia, cómo me había tratado la tormenta, etc. Luego de algunos minutos pensé que era el momento oportuno para revelarle el motivo de mi visita, aunque intenté dejar ocultos la mayor cantidad posible de detalles, fingiendo que lo único que sentía era una leve curiosidad, y no  la certeza de que algo vital para mí permanecía en sombras.

Tuve que mencionar la carta, supuse que le resultaría incomprensible el hecho de que me preocupara por algo escrito hacía años y tan definidamente ambiguo; pero para mi sorpresa, el nombre de Erminia Álvarez le resultó familiar.  
Se quedó pensativa, tratando de encontrar ese punto preciso en su cabeza en que el nombre pronunciado hacía contacto con el recuerdo. Había una Erminia en el pueblo, pero su apellido no era Álvarez, sino Zárate; aun así, por alguna razón, no se mostró conforme al darme esa respuesta. Andrea se levantó y me pidió que la acompañara.
Salimos del estudio y nos encontramos en la calle, dirigiéndonos hacia el edificio municipal, donde funcionaba el registro civil.
Saludamos en la entrada y con la soltura de todos los días informó que necesitaba revisar unos papeles en los archivos. Caminamos a través de un largo pasillo, ella siempre delante de mí. El movimiento preciso de sus caderas parecía querer introducirme en alguna clase de dulce hipnosis.

Llegamos a una oficina en la que se apilaban sobre los estantes cantidades surrealistas de carpetas. Comenzó a buscar en una, luego en otra. No me pidió que la ayudara; seguramente para evitar llamar la atención de alguien más, aunque parecía tan concentrada en esa búsqueda que estuve seguro de haberme desvanecido momentáneamente para ella. Desaparecer, aunque sea un segundo, de la mente y del mundo de una mujer así, me pareció una crueldad.
Unos minutos después dio con lo que estaba buscando. Me acercó la carpeta, no sin un leve aire de triunfo. En la hoja señalada figuraba el registro del matrimonio de Erminia Zárate; no sin sorpresa para mí, me señaló lo que ella ya intuía: su apellido de soltera había sido Álvarez.

Bueno, había dado con la mujer. En cuanto a lo que eso significaba, ni ella ni yo teníamos idea. Volvió a preguntarme si estaba seguro de que no había más datos en la carta y le contesté afirmativamente. Entonces me dijo que si yo quería podríamos ir a preguntarle directamente a su casa. El comentario me dejó helado, la mujer aún vivía. Tuve que pensar unos segundos, habíamos dado con un pedazo del rompecabezas, el mayor problema consistía ahora en saber dónde ubicarlo.

¿Qué podía hacer? De ir con esa mujer no sabría por dónde comenzar a explicarme con ella. Me pareció que lo mejor sería ahondar un poco más en su vida. Visitarla, pero ya con alguna certeza sobre cuál había sido la relación que tuvo con mi padre. A juzgar por su edad, podría haber sido mi abuela, un vínculo amoroso fue descartado por el momento. En cuanto a algunos detalles, no fue necesario investigar, Andrea misma podría dármelos; la mujer se había quedado viuda hacía casi treinta años y que ella supiera, nunca había tenido hijos.

No era mucho pero era un comienzo. Lo que debía hacer era terminar de leer la novela; ver si cabía la posibilidad de que Erminia encajara un poco mejor después de eso. Le agradecí a Andrea su ayuda, estuve a punto de invitarla otra vez a tomar algo, hasta que volví a recordar el detalle del bar, sin embargo no se me ocurrió otra cosa. Me había prestado una gran ayuda ese día, aunque los datos que obtuvimos habían servido de poco a la hora de aclararme algo. Le dije que volvería a mi habitación para terminar de leer algunas cosas, pero que me gustaría cenar con ella, si estaba de acuerdo.
No sabía hasta qué punto Andrea se había interesado en mis asuntos, pero la duda se despejó en cuanto aceptó la cena y me propuso que si tenía más preguntas, esa sería la ocasión perfecta para hacerlas, y ver si podía ayudarme con algo más. Como el bar tenía una cocina completa a pesar de que no funcionaba prácticamente nunca, podíamos reunirnos allí, por la noche, para cocinar algo y seguir charlando. Me pareció una idea estupenda y nos separamos en cuanto llegamos nuevamente a la calle, yo fui en dirección a la pensión y ella regresó a su estudio.

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