“Crece el
mal por razones que ignoramos y es una inundación con propios líquidos, con
propio barro y propia nube sólida.”
Cesar
Vallejo. Los nueve monstruos
Estuve despierto antes que nadie. En
lo que había quedado de la noche anterior apenas si había logrado dormir de a
ratos, y solamente durante unos minutos. Hice una pasada por el bar para
desayunar. Me puse una remera de manga larga a pesar del verano, para evitar
preguntas sobre los golpes en mis brazos. Indagué por Andrea y la camarera me
dijo que se había marchado un momento antes, seguramente hacia su estudio. La
joven empleada habrá pensado que mi interés por ella era meramente romántico,
pero lo cierto es que había recordado cuando se ofreció a ayudarme, y dado lo
que había planeado, pensaba que esa ayuda no me vendría mal.
Luego de una hora me dirigí al
cementerio, ubicado en lo que podría decirse era el fondo de Córber, es decir,
al otro extremo de la entrada al pueblo. Caminé lentamente, pensando en lo poco
que había escrito esos últimos días, sabiendo que en cuanto retomara mi trabajo
la historia que estaba escribiendo me sabría rancia.
El dolor en el cuerpo continuaba, pero
después de algunas aspirinas había menguado bastante. La previsión me ha
entrenado a llevar algunos medicamentos a donde sea que vaya, sobre todo
analgésicos y algo que me alivie en caso de un eventual malestar hepático, de
lo que sufro bastante.
Los recuerdos sobre el enorme
cementerio eran un poco borrosos. La última ocasión en que lo había visitado
fue cuando murió mi abuela, hacía poco más de diez años, algunos meses después
que mi abuelo.
En la entrada el cuidador charlaba con
una mujer que vendía flores, ambos me saludaron amablemente. También los podía
recordar de la fiesta. Les devolví el saludo, aunque quizás, debido a lo
ocurrido el día anterior, ya no me sentía con demasiada confianza en lo que a
la gente de Córber se refería. Pensé en comprar tres ramos de flores, pero
finalmente opté por cuatro. Previsiblemente, el cuidador me dio indicaciones
para que encontrara la tumba de mi padre.
En el cementerio de Córber no hay
pasillos, sólo una amplia y fértil porción de tierra. Los mausoleos familiares
se ubican junto al borde mismo del paredón que los separan del resto del
pueblo, y son unos pocos. Mi familia descansa sobre la tierra, no sobre el
cemento, y creo que así es mejor. Tal vez, algún día, yo mismo tenga un lugar
entre los montículos, desparejos como una bizarra hilera de dientes, o como las
ondulaciones en el lomo de una serpiente marina.
Debido a una natural disposición, la
tumba de mi madre es la que se encuentra primera en el camino. Dejé
cuidadosamente uno de los ramos y me demoré unos minutos observándola.
Hay cosas que son difíciles de
transmitir, una de ellas es el hecho de no tener familia. Las fiestas y los
cumpleaños siempre son con amigos o con alguna pareja, y no han faltado las
ocasiones en que han sido completamente solitarios. Mi madre murió antes de que
yo cumpliera el año de edad, todo lo que tengo de esa mujer, que me amó, pero a
la que yo no conocí, son fotografías y el vago recuerdo de un incierto perfume.
No han sido escasos los momentos en
que me he sentido como un desterrado; tal vez, las sensaciones de no tener
familia y la de estar lejos del hogar a la fuerza no sean tan distintas. Muchos
sentimientos son análogos, aunque su origen no sea el mismo. La tristeza por la
muerte de un ser querido es similar a lo que uno siente cuando nos separamos de
una pareja por la que sentíamos verdadero amor. No por nada, los procesos
psicológicos que atravesamos con posterioridad a esos sucesos llevan el mismo
nombre: duelo.
Quizás, todas las tristezas son la
misma tristeza.
Seguí mi recorrido, internándome cada
vez más en el cementerio, hasta que llegué a las tumbas de mis abuelos, una al
lado de la otra. La muerte de mi abuela fue el suceso definitivo que me llevó a
moverme de ese pueblo; la primera vez en que me sentí realmente solo y tuve la
necesidad de perderme entre la mayor cantidad de gente posible. La elección de
la ciudad de Buenos Aires fue lo más lógico.
Recuerdo la soledad de la casa los
primeros días luego de su muerte, la falta de costumbre al total silencio y la
incertidumbre ambigua de no tener ninguna atadura. Los siguientes fueron los
meses más solitarios de mi vida y no estoy seguro de cuánto de ese sentimiento
voy a arrastrar por siempre. No sería justo si no aclarara que he tenido
grandes amigos, pero no es lo mismo. Tampoco lo es con las relaciones… Al
principio tenía la tendencia a creer que mis eventuales parejas serían mi
familia, que era imposible que habiendo compartido tantas cosas y abriéndome
tanto con algunas de ellas no formáramos un vínculo que nos uniera por siempre.
Pero los últimos tiempos también dieron por tierra con esa certeza. Lenta, pero
progresivamente, la experiencia se ha encargado de derribar cada pilar que he
intentado construir como anclaje, dejando en su lugar nada más que escombros,
como un recordatorio de la propia precariedad; esa, en la que de una forma u
otra, todos existimos. Dejé dos ramos más y me quedé con uno en mis manos.
Me dirigí sin apuro hacia la tumba de
mi padre. En mi cabeza perduraba la idea de que esa carta jamás enviada, en la
cual la única palabra escrita era “cementerio”, constituía una pista que no
podía desechar, a pesar de lo imprecisa. Al principio había pensado en recurrir
a Andrea para ver si ella sabía algo sobre la misteriosa Erminia Álvarez, pero
finalmente decidí hacer un pequeño reconocimiento previo para ver si había algo
anormal en el lugar, tal vez alguna señal que los demás pasaran por alto, pero
que no se me escaparía a mí. Quizás la carta hablara del cementerio de Córber
después de todo.
El montículo de tierra, más elevado
que los demás, era evidencia de lo reciente de esa tumba.
Además de la usual cruz en la
cabecera, alguien, seguramente el municipio, se había encargado de colocar una
placa con la fecha de nacimiento y de defunción, sobre una base de cemento. No
sabía qué asuntos había dejado mi padre inconclusos, pero estaba seguro de que
en algún modo que todavía no me era posible desentrañar, yo estaba ligado a
ellos. Tal vez se debiera a dinero. Quién sabe. Alguien más parecía interesado
en lo que fuera que estuviese sucediendo.
Dejé las flores a un lado de la placa
y dediqué algunos minutos a buscar señales que no pude descubrir. Las piernas
todavía me dolían bastante, sobre todo
las rodillas. Asimismo, cada tanto sentía una dolorosa palpitación en el
costado izquierdo, pensé que los analgésicos habían funcionado bastante bien
hasta esos momentos, pero que con cautela, como quien se introduce en un río
desconocido, los malestares regresaban a mí.
Pude ver a lo lejos al cuidador y me
pregunté si me estaría vigilando. Tal vez no lo hiciera por cuenta propia, sino
por un encargo de alguien más. Tal vez los que me estaban vigilando eran
muchos, quizás todo el pueblo lo hiciera. Ir con Andrea entonces supondría
darles la certeza de que estaba por buen camino, aun sin saber qué era lo que
buscaba. Deseché pronto ese razonamiento por dos motivos: el primero era que
hasta el momento ella me había parecido del todo sincera, no creía que me
estuviera ocultando algo, incluso me ofreció su ayuda. Sabía que eso bien
podría deberse a una calculada premeditación. Pero el segundo motivo me
obligaba a confiar en ella, puesto que sin sus recursos me sería imposible
profundizar en cualquier misterio.
Alejé mis pensamientos y comencé con
la siguiente parte de mi búsqueda, la de la tumba de Erminia. Entre muchas
otras cosas, se me había ocurrido que quizás la destinataria de esa carta ya
hubiese fallecido. Tenía que pensar con lógica: la carta había sido hallada
entre muchas otras cartas viejas, incluso el color del papel daba testimonio de
que no era algo reciente. Las condiciones desfavorables en la casa de mi padre
bien podrían haber contribuido a que pareciese más añeja de lo que era, pero
estaba seguro de que tampoco podía ser demasiado cercana en cuanto a tiempo se refiere.
Quizás, el hecho de que mi padre no la hubiese enviado nunca se debía a que la
mujer había muerto antes de que tuviera oportunidad de hacerlo. Si ella era de
Córber, entonces su tumba debería estar en el cementerio.
Caminé cerca de una hora, pasando por
ciertos lugares en más de una ocasión. Encontré algunos Álvarez, pero ninguna
Erminia. Traté de orientar mi búsqueda hacia el lugar en que habían sido
enterradas aquellas personas fallecidas en los últimos cinco años; ese era el
tiempo que, como mucho, tendría la carta; siempre basándome en mis imprecisos
cálculos. No dejaba de ser justamente eso, una imprecisión, pero por algún
lugar tenía que comenzar.
Cuando la búsqueda resultó
infructuosa, hice un recorrido general en el que los resultados fueron igual de
esquivos.
No había nada más que hacer; cuanto
antes fuera a ver a Andrea más rápido se me quitarían las dudas, o al menos una
de ellas.
Noté que el cuidador había
desaparecido, tal vez pensó que era buen momento para informar a quien fuera
que le hubiese encargado esa vigilancia.
Salí del cementerio y decidí visitar
el estudio en ese mismo instante, para no dar tiempo a que se enfriara la
curiosidad. Los huesos y los músculos volvieron a resentirse y comenzaron a
protestar con mayor eficacia, metí mi mano en el bolsillo y saqué otro par de
aspirinas, las cuales mastiqué sin poder disimular el horrible sabor.
La secretaria se encontraba leyendo un
libro. Supuse que sería igual de tranquilo todos los días. Me saludó y luego
preguntó si venía a ver a Andrea, le dije que si no la interrumpía… Hizo un
gesto gracioso, como si mudamente me preguntara si no era una broma aquello de
interrumpirla. Se levantó y se asomó a la oficina, luego se volvió hacia donde
estaba yo y me indicó que ingresara. Cerró la puerta detrás de mí, para darnos
privacidad. Andrea se encontraba revisando unos documentos, quizás más por
aburrimiento que por deber. Entendí cómo era posible que encontrara tiempo para
los asuntos legales y para dedicarse además al bar, con todo lo que eso
conlleva. Me invitó a sentarme y procuré hacerlo sin que los dolores se
hicieran demasiado evidentes.
Comenzamos charlando cosas sin
importancia, cómo me había tratado la tormenta, etc. Luego de algunos minutos
pensé que era el momento oportuno para revelarle el motivo de mi visita, aunque
intenté dejar ocultos la mayor cantidad posible de detalles, fingiendo que lo
único que sentía era una leve curiosidad, y no
la certeza de que algo vital para mí permanecía en sombras.
Tuve que mencionar la carta, supuse
que le resultaría incomprensible el hecho de que me preocupara por algo escrito
hacía años y tan definidamente ambiguo; pero para mi sorpresa, el nombre de
Erminia Álvarez le resultó familiar.
Se quedó pensativa, tratando de
encontrar ese punto preciso en su cabeza en que el nombre pronunciado hacía
contacto con el recuerdo. Había una Erminia en el pueblo, pero su apellido no
era Álvarez, sino Zárate; aun así, por alguna razón, no se mostró conforme al
darme esa respuesta. Andrea se levantó y me pidió que la acompañara.
Salimos del estudio y nos encontramos
en la calle, dirigiéndonos hacia el edificio municipal, donde funcionaba el
registro civil.
Saludamos en la entrada y con la
soltura de todos los días informó que necesitaba revisar unos papeles en los
archivos. Caminamos a través de un largo pasillo, ella siempre delante de mí.
El movimiento preciso de sus caderas parecía querer introducirme en alguna
clase de dulce hipnosis.
Llegamos a una oficina en la que se
apilaban sobre los estantes cantidades surrealistas de carpetas. Comenzó a
buscar en una, luego en otra. No me pidió que la ayudara; seguramente para
evitar llamar la atención de alguien más, aunque parecía tan concentrada en esa
búsqueda que estuve seguro de haberme desvanecido momentáneamente para ella.
Desaparecer, aunque sea un segundo, de la mente y del mundo de una mujer así,
me pareció una crueldad.
Unos minutos después dio con lo que
estaba buscando. Me acercó la carpeta, no sin un leve aire de triunfo. En la
hoja señalada figuraba el registro del matrimonio de Erminia Zárate; no sin
sorpresa para mí, me señaló lo que ella ya intuía: su apellido de soltera había
sido Álvarez.
Bueno, había dado con la mujer. En
cuanto a lo que eso significaba, ni ella ni yo teníamos idea. Volvió a
preguntarme si estaba seguro de que no había más datos en la carta y le
contesté afirmativamente. Entonces me dijo que si yo quería podríamos ir a
preguntarle directamente a su casa. El comentario me dejó helado, la mujer aún
vivía. Tuve que pensar unos segundos, habíamos dado con un pedazo del
rompecabezas, el mayor problema consistía ahora en saber dónde ubicarlo.
¿Qué podía hacer? De ir con esa mujer
no sabría por dónde comenzar a explicarme con ella. Me pareció que lo mejor
sería ahondar un poco más en su vida. Visitarla, pero ya con alguna certeza
sobre cuál había sido la relación que tuvo con mi padre. A juzgar por su edad,
podría haber sido mi abuela, un vínculo amoroso fue descartado por el momento.
En cuanto a algunos detalles, no fue necesario investigar, Andrea misma podría
dármelos; la mujer se había quedado viuda hacía casi treinta años y que ella
supiera, nunca había tenido hijos.
No era mucho pero era un comienzo. Lo
que debía hacer era terminar de leer la novela; ver si cabía la posibilidad de
que Erminia encajara un poco mejor después de eso. Le agradecí a Andrea su
ayuda, estuve a punto de invitarla otra vez a tomar algo, hasta que volví a
recordar el detalle del bar, sin embargo no se me ocurrió otra cosa. Me había
prestado una gran ayuda ese día, aunque los datos que obtuvimos habían servido
de poco a la hora de aclararme algo. Le dije que volvería a mi habitación para
terminar de leer algunas cosas, pero que me gustaría cenar con ella, si estaba
de acuerdo.
No sabía hasta qué punto Andrea se
había interesado en mis asuntos, pero la duda se despejó en cuanto aceptó la
cena y me propuso que si tenía más preguntas, esa sería la ocasión perfecta
para hacerlas, y ver si podía ayudarme con algo más. Como el bar tenía una
cocina completa a pesar de que no funcionaba prácticamente nunca, podíamos
reunirnos allí, por la noche, para cocinar algo y seguir charlando. Me pareció
una idea estupenda y nos separamos en cuanto llegamos nuevamente a la calle, yo
fui en dirección a la pensión y ella regresó a su estudio.
Interesante. Más intriga. Y Andrea sigue estando.
ResponderEliminarGracias por seguir la historia.
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