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lunes, 9 de diciembre de 2013

EL JARDIN, por Irene Avilés, de Buenos Aires, Argentina


Todo empezó una noche a mediados de primavera en que, antes de cenar, quise estar un momento entre las plantas del jardín: nuestro mayor placer. Es una pasión para nosotros cuidarlas, mimarlas y hacer todo lo necesario para que luzcan y huelan perfectas y yo dejo de lado cualquier otra cosa incluyendo a mi persona, por ellas.

Mi mujer disfruta del jardín tanto o más que yo estando en la casa todo el día, ella es traductora de inglés y trabaja en su computadora algunas horas.

Y esa noche, de repente, las flores de nuestro jardín comenzaron a oler mal. 
En un principio pensé que el olor se debía a la proximidad del río, vivimos muy cerca del a veces maloliente río, de ese río que suele hipnotizarme con su amplitud desmesurada, su color cambiante; rojo como el  pelo de una muñeca vieja, violeta amarronado, gris con franjas plateadas o doradas según el  viento que lo maneja y juega con él. Yo amo las flores  y amo al río, mi río.
Pero no era el río, eran las flores y lo comprobé después de vigilarlas varios días.
A veces me acercaba y casi lograban engañarme, pero el atardecer en que hundí mi nariz entre la hilera de nardos que bordeaban la medianera me eché hacia atrás horrorizado: los nardos olían a podrido.
Traté de reponerme y me acerqué a los rosales, las azaleas y jazmines que daban flores todo el año, a los  claveles y clavelinas, las violetas arrimadas al follaje de los helechos, los azahares que cubrían los árboles de limón y de durazno.
Todo olía equivocado.
Olores que por momentos se volvían nauseabundos.
Cerré las puertas que daban al jardín y temblando me desplomé en un sillón a esperar que mi mujer me llamara para cenar.
Cuando nos sentamos a la mesa me di cuenta que en el medio de la misma, Margarita había colocado dos velas rosadas, mi esposa es delicada para los pequeños detalles y sabe como me gusta que ella haga esas cosas, esa noche agradecí interiormente que no hubiera puesto flores.
No le dije nada a  Margarita.
Quizás porque no teníamos hijos habíamos volcado todo nuestro cariño en el jardín, como otras parejas lo hacen dando su amor a los animales, alguna cosa viva a quién querer.
Para no suscitar sospechas de lo que pasaba tras las puertas vidriera le hablé de trivialidades, anécdotas del trabajo.
Yo tengo un negocio de antigüedades que comenzó como Santería; en el barrio hay muchas iglesias y algunas tan antiguas como el local que heredé de mis tatarabuelos, generación tras generación de católicos devotos que, como regalo divino amasaron una pequeña fortuna con las cosas de la Fe.
Por agradecimiento a mis mayores y a Dios sigo manteniendo abiertas las puertas del viejísimo negocio  ahora dedicado a los turistas, buscadores de antiguas Imágenes que me proporcionan los sótanos y criptas de los centenarios templos de la ciudad, para ser franco los curas me las venden muy baratas.
Pero Margarita es inteligente, yo diría que perceptiva, se dio cuenta que algo me preocupaba y  sin saber como, terminé contándole del olor de las flores.
Se rió muchísimo y no me creyó, entonces temí que mi imaginación me hubiera jugado una mala pasada, pero esa noche no tomé el café en el jardín, me fui a mi escritorio desde donde contemplaba a Margarita sentada en una de las reposeras que estaban sobre el césped. Miraba el cielo estrellado y su cara serena me decía que allí afuera no pasaba nada raro.
Durante varios días ella se ocupó del cuidado de las plantas, mi aprensión me impedía salir al jardín.
Hasta que una noche estaba acostado leyendo un libro sobre la vida de San Leandro, que convirtió al catolicismo al Rey Recaredo pues yo soy fanático de las biografías de santos, cuando Margarita se acostó a mi lado.
Ella no lee en la cama por lo tanto apagó su lámpara de inmediato y dándome un beso me deseó buenas noches.
No quisiera describir la impresión que recibí, mi mujer emanaba un perfume dulce y mohoso que nunca antes había sentido. Sin ser del todo desagradable era penetrante produciéndome, después de unos minutos, un leve mareo que me asustó.
Me levanté sigilosamente y fui a dar vueltas por la casa, tomé un vaso de agua y juntando coraje entreabrí la puerta del jardín asomando la cabeza para que el aire se llevara de mi memoria el perfume de Margarita.
Fue peor: el jardín apestaba a mil olores que daban asco.
Estaba tan desorientado que decidí no abrir el negocio e investigar que era lo que pasaba en mi casa.
Después de desayunar salimos juntos al jardín, era una delicia, todavía no lo había pisado el sol y  estaba brillante de rocío, las flores destacaban sus colores pero olían a cloaca. Margarita no notó el olor.
Terminé huyendo a mi trabajo, preocupado por Margarita más que por el jardín.
Después de mucho cavilar desesperado, decidí recurrir a Don Eugenio un viejo boticario retirado ya de su negocio, una de las farmacias más antiguas de la ciudad. El hombre de familia francesa llegada al país quién sabe cuándo,  sabía muchísimo de remedios, mejunjes y perfumes y llegó a ser famoso por sus recetas misteriosas y únicas que aliviaron a más de un vecino. Escuchó mi relato sin demostrar ninguna sorpresa y me pidió que lo invitara a cenar lo más pronto posible.
Le avisé a Margarita que, buena cocinera y  siempre deseosa de lucirse con sus menús exquisitos aceptó con alegría.
Esa noche cenamos en medio de una conversación amena y cordial. Don Eugenio no demostró la más mínima impresión cuándo tomamos el café en el jardín entre el vaho enloquecedor de las flores.
Y al despedirse de Margarita con un beso en las dos mejillas, muy a la francesa, me dedicó un disimulado guiño, diciéndome que al día siguiente pasara por su casa a tomar una copita del coñac que atesoraba para los amigos.
Don Eugenio fue muy directo: en el jardín debió subir una napa freática y estaría cerca del suelo, no valía la pena gastar fortunas y lo más sensato sería cesar el riego y dejar secar las plantas, vender la casa lo antes posible y para remate de viejo cínico me recomendó empezar a comprar flores en los hermosos kioscos del barrio.
En cuanto a Margarita se puso serio. Según su experiencia olía a ámbar gris seco y no tenía remedio. No podía explicarse como había sucedido eso con mi mujer pero ella también se secaría rápidamente. Me recomendó no besarla en la boca, no sé porqué pero el entendía de todas esas cosas.
Tuve la suerte de vender la casa y la tristeza de ver mi jardín mustio, pero la vida sigue.
Compré una casa mas alejada del río, sin jardín pero la tengo como me gusta: llena de flores que compro en el kiosco de la esquina.
Margarita está  en el negocio, vestida de egipcia y como se redujo bastante de tamaño le digo a los turistas que es la momia de la hija pequeña del faraón Sargón I.
Es una atrayente curiosidad entre mis Santos y Vírgenes, pero eso sí: yo nunca venderé a Margarita ni por todo el oro del mundo. 

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