Todo empezó una noche a
mediados de primavera en que, antes de cenar, quise estar un momento entre las
plantas del jardín: nuestro mayor placer. Es una pasión para nosotros
cuidarlas, mimarlas y hacer todo lo necesario para que luzcan y huelan
perfectas y yo dejo de lado cualquier otra cosa incluyendo a mi persona, por
ellas.
Mi mujer disfruta del jardín
tanto o más que yo estando en la casa todo el día, ella es traductora de inglés
y trabaja en su computadora algunas horas.
Y esa noche, de repente, las
flores de nuestro jardín comenzaron a oler mal.
En un principio pensé que el
olor se debía a la proximidad del río, vivimos muy cerca del a veces maloliente
río, de ese río que suele hipnotizarme con su amplitud desmesurada, su color
cambiante; rojo como el pelo de una
muñeca vieja, violeta amarronado, gris con franjas plateadas o doradas según
el viento que lo maneja y juega con él.
Yo amo las flores y amo al río, mi río.
Pero no era el río, eran las
flores y lo comprobé después de vigilarlas varios días.
A veces me acercaba y casi
lograban engañarme, pero el atardecer en que hundí mi nariz entre la hilera de
nardos que bordeaban la medianera me eché hacia atrás horrorizado: los nardos
olían a podrido.
Traté de reponerme y me
acerqué a los rosales, las azaleas y jazmines que daban flores todo el año, a
los claveles y clavelinas, las violetas
arrimadas al follaje de los helechos, los azahares que cubrían los árboles de
limón y de durazno.
Todo olía equivocado.
Olores que por momentos se
volvían nauseabundos.
Cerré las puertas que daban al
jardín y temblando me desplomé en un sillón a esperar que mi mujer me llamara
para cenar.
Cuando nos sentamos a la mesa
me di cuenta que en el medio de la misma, Margarita había colocado dos velas
rosadas, mi esposa es delicada para los pequeños detalles y sabe como me gusta
que ella haga esas cosas, esa noche agradecí interiormente que no hubiera
puesto flores.
No le dije nada a Margarita.
Quizás porque no teníamos hijos
habíamos volcado todo nuestro cariño en el jardín, como otras parejas lo hacen
dando su amor a los animales, alguna cosa viva a quién querer.
Para no suscitar sospechas de
lo que pasaba tras las puertas vidriera le hablé de trivialidades, anécdotas del
trabajo.
Yo tengo un negocio de antigüedades
que comenzó como Santería; en el barrio hay muchas iglesias y algunas tan
antiguas como el local que heredé de mis tatarabuelos, generación tras
generación de católicos devotos que, como regalo divino amasaron una pequeña
fortuna con las cosas de la Fe.
Por agradecimiento a mis
mayores y a Dios sigo manteniendo abiertas las puertas del viejísimo
negocio ahora dedicado a los turistas,
buscadores de antiguas Imágenes que me proporcionan los sótanos y criptas de
los centenarios templos de la ciudad, para ser franco los curas me las venden
muy baratas.
Pero Margarita es inteligente,
yo diría que perceptiva, se dio cuenta que algo me preocupaba y sin saber como, terminé contándole del olor
de las flores.
Se rió muchísimo y no me
creyó, entonces temí que mi imaginación me hubiera jugado una mala pasada, pero
esa noche no tomé el café en el jardín, me fui a mi escritorio desde donde
contemplaba a Margarita sentada en una de las reposeras que estaban sobre el césped.
Miraba el cielo estrellado y su cara serena me decía que allí afuera no pasaba
nada raro.
Durante varios días ella se
ocupó del cuidado de las plantas, mi aprensión me impedía salir al jardín.
Hasta que una noche estaba
acostado leyendo un libro sobre la vida de San Leandro, que convirtió al
catolicismo al Rey Recaredo pues yo soy fanático de las biografías de santos,
cuando Margarita se acostó a mi lado.
Ella no lee en la cama por lo
tanto apagó su lámpara de inmediato y dándome un beso me deseó buenas noches.
No quisiera describir la
impresión que recibí, mi mujer emanaba un perfume dulce y mohoso que nunca
antes había sentido. Sin ser del todo desagradable era penetrante
produciéndome, después de unos minutos, un leve mareo que me asustó.
Me levanté sigilosamente y fui
a dar vueltas por la casa, tomé un vaso de agua y juntando coraje entreabrí la
puerta del jardín asomando la cabeza para que el aire se llevara de mi memoria
el perfume de Margarita.
Fue peor: el jardín apestaba a
mil olores que daban asco.
Estaba tan desorientado que
decidí no abrir el negocio e investigar que era lo que pasaba en mi casa.
Después de desayunar salimos
juntos al jardín, era una delicia, todavía no lo había pisado el sol y estaba brillante de rocío, las flores
destacaban sus colores pero olían a cloaca. Margarita no notó el olor.
Terminé huyendo a mi trabajo,
preocupado por Margarita más que por el jardín.
Después de mucho cavilar
desesperado, decidí recurrir a Don Eugenio un viejo boticario retirado ya de su
negocio, una de las farmacias más antiguas de la ciudad. El hombre de familia
francesa llegada al país quién sabe cuándo,
sabía muchísimo de remedios, mejunjes y perfumes y llegó a ser famoso
por sus recetas misteriosas y únicas que aliviaron a más de un vecino. Escuchó
mi relato sin demostrar ninguna sorpresa y me pidió que lo invitara a cenar lo
más pronto posible.
Le avisé a Margarita que,
buena cocinera y siempre deseosa de
lucirse con sus menús exquisitos aceptó con alegría.
Esa noche cenamos en medio de
una conversación amena y cordial. Don Eugenio no demostró la más mínima
impresión cuándo tomamos el café en el jardín entre el vaho enloquecedor de las
flores.
Y al despedirse de Margarita
con un beso en las dos mejillas, muy a la francesa, me dedicó un disimulado
guiño, diciéndome que al día siguiente pasara por su casa a tomar una copita
del coñac que atesoraba para los amigos.
Don Eugenio fue muy directo:
en el jardín debió subir una napa freática y estaría cerca del suelo, no valía
la pena gastar fortunas y lo más sensato sería cesar el riego y dejar secar las
plantas, vender la casa lo antes posible y para remate de viejo cínico me
recomendó empezar a comprar flores en los hermosos kioscos del barrio.
En cuanto a Margarita se puso
serio. Según su experiencia olía a ámbar gris seco y no tenía remedio. No podía
explicarse como había sucedido eso con mi mujer pero ella también se secaría rápidamente.
Me recomendó no besarla en la boca, no sé porqué pero el entendía de todas esas
cosas.
Tuve la suerte de vender la casa
y la tristeza de ver mi jardín mustio, pero la vida sigue.
Compré una casa mas alejada
del río, sin jardín pero la tengo como me gusta: llena de flores que compro en
el kiosco de la esquina.
Margarita está en el negocio, vestida de egipcia y como se redujo
bastante de tamaño le digo a los turistas que es la momia de la hija pequeña
del faraón Sargón I.
Es una atrayente curiosidad
entre mis Santos y Vírgenes, pero eso sí: yo nunca venderé a Margarita ni por
todo el oro del mundo.
Demoledor!! Me encantó!!!
ResponderEliminarGracias, Evi, es un poco loco pero la locura es sana.Irene
Eliminar