“Tantas
mutaciones de nómade y de clandestinidad
tantos
homenajes a una belleza salvaje
que
exigen el desorden.”
Enrique
Molina. Itinerarios.
Ciertas ideas todavía se empecinaban
en no abandonarme, entre ellas, la probabilidad de que tal vez Andrea supiese
más de lo que me había dicho. En ese caso, estaba la posibilidad de que hubiese
aceptado cenar conmigo para sacarme más información, después de todo, si se trataba
de un asunto de dinero, ella habría estado en una posición privilegiada,
teniendo en cuenta que, como asesora de mi padre, sabía exactamente cuánto
dinero había en juego. Pero para que esto fuera cierto no solamente debería ser
una buena abogada, también debería ser una buena actriz. Quizás sólo le había
caído bien como persona y su interés en ayudarme fuera sincero. Incluso era
posible que tuviese algún interés romántico en mí. Todas eran especulaciones,
sin embargo, alguna era necesariamente cierta.
Las escaleras a mi habitación en el
primer piso reanimaron un poco mis dolores. Tomé otro analgésico, no sabía qué
más podía hacer para calmar la incipiente palpitación en cada uno de los puntos
de mi cuerpo en que nacían los hematomas. No pude evitar la asociación de esas
manchas que me recorrían, con aquellas otras manchas con las que soñaba. Tomé
la novela de mi padre. Abrí bien las ventanas para que entrara la luz y me
acomodé en la cama. Cerré los ojos un momento con la pila de papeles sobre el
pecho, sintiendo su fría suavidad en la punta de los dedos. Volví a acomodarme,
tomando una postura más erguida contra el respaldo de la cama, respiré
profundo, y comencé a leer.
Ariel tenía miedo, no por él, sino por
Silvina. Al morir Perón la peor parte del gobierno había quedado con todo el
poder. Según él, permitir las elecciones en que ganó Cámpora no había sido más
que una retirada estratégica del anterior régimen cívico militar. Con un
gobierno peronista, la clandestinidad en que se habían refugiado las organizaciones
como montoneros o la JP
era insostenible. No se podía tener una organización peronista clandestina con
un gobierno peronista, así que la dirigencia de esas organizaciones (no toda),
picó el anzuelo y decidió que era momento de salir a la luz. El peor error que
pudieron cometer a raíz de lo que sucedió después. Fue como si le dieran ellos
mismos una lista a la triple A de los nombres de todos los que participaban.
Cuando Perón finalmente murió ya se sabía perfectamente quién era quién.
La paz en que se había desarrollado
esa historia de amor se trastocó de forma irreversible. No es que no se amaran,
simplemente, el miedo lo rodeaba todo. Ariel cometió la terrible equivocación
de no salir del país inmediatamente. Había intentado convencer a Silvina de que
lo hiciera, sin embargo, la joven no estaba dispuesta a dejarlo atrás. Desde el
punto de vista de Ariel, para ella no habría representado demasiado problema
hacerlo, siempre y cuando estuviera sola. Ella era simplemente una estudiante
de medicina, no militaba en ninguna organización, a pesar de que ayudaba en
alguna unidad básica cuando podía y de que aún era voluntaria en la sala de
primeros auxilios construida, justamente, por la Juventud Peronista.
Tanto Ariel como Marco debían moverse
con más cuidado, con el paso de los meses la situación se agravaba cada día,
hasta que en el setenta y seis vino el golpe de estado, o como Ariel creía, se
hizo presente lo que en verdad nunca se había ido.
Hace tiempo, un escritor que había
pertenecido a Montoneros me hizo notar la indiferencia con que se detenía gente
en esos años, no hacía falta estar relacionado con ninguna organización
política; como él fue testigo, bastaba con que a un policía borracho en un
puesto de choripanes en la estación de Haedo no le gustara tu cara para que te
hiciera detener con la finalidad del interrogatorio. Si los treinta mil
desaparecidos hubiesen pertenecido a alguna clase de guerrilla, como él me
dijo, la revolución hubiese sido un hecho, no un sueño.
No dejo de pensar que la natural
desconfianza que existe hoy en día en nuestro país hacia la policía nace de los
excesos de esos años.
El uniforme, a diferencia de la
pelota, sí se mancha.
Hay cosas que sé. Sé que un oficial
que se gradúa hoy del colegio militar o de la academia de policía no había
nacido cuando se produjo el último golpe de estado, pero han heredado el
estigma; y probablemente sea algo que jamás se vaya a superar.
Siento que estoy siendo injusto con
los personajes de esa novela. A medida que la narración avanza se los ve llenos
de matices, de dudas, de miedo; pero también de amor. La razón por la cual paso
por alto todo ello es que para describirlo de forma efectiva, mi padre necesitó
todo un libro. Me es imposible hacerles justicia en un breve resumen, así que
sólo me limité a unos pocos hechos, con la inclusión de las naturales
divagaciones que me surgieron a medida que avanzaba.
En grandes lagunas de narración, Marco
se encontraba ausente, aparentemente lejos, en un lugar que no es especificado.
Cuando la necesidad de encontrar refugio se volvió desesperante para Ariel y
Silvina, Marco les ofreció su casa. La ubicación de esa casa permanece en la
novela bajo un velo de ambigüedad.
El fin es incierto, así es como
termina el último capítulo, a comienzos del año setenta y seis; sin embargo hay
ciertas cosas que puedo aventurar. Tristemente para mí, me he convencido de que
mi padre no dejó ese libro para que yo lo encontrara. Sin embargo, la casa que
no se menciona, puedo intuir, es la casa de mi padre. Ahora bien, cuánto de esa
novela es real y cuánto es ficción no puedo imaginarlo. Del mismo modo, no sé
por qué la narración termina de manera tan abrupta, sin un final cierto. Tal
vez se trate de una obra meramente simbólica; voy a aventurar alguna de las
ideas más descabelladas que me pasaron por la cabeza. Bien podría ser que Marco
fuera mi padre y que la relación de Ariel y Silvina nunca haya existido, sino
que la casa, y en cierto modo, Córber, no sean más que el refugio donde guardar
algo hermoso, protegerlo. La relación de Ariel y Silvina no sería más que un
símbolo de los anhelos de mi padre. Contra esta teoría conspira el hecho de que
jamás tuve noticias ni pistas de que mi padre hubiera estado envuelto de alguna
manera en la vida política de los años setenta. Está bien, lo que sé de mi
padre es bastante poco… e incluso es posible que tuviera esos anhelos sin
haberlos expresado mediante la militancia. Otra posibilidad es que la obra sea
puramente ficción; ni Marco es mi padre, ni la casa es la casa de mi padre, ni
Ariel y Silvina son un símbolo de nada. Contra esto se opone la intuición de
que hay algo más. Lo siguiente es que todo sea verdad, se trataría entonces de
una historia verdadera, sólo que novelada. Y finalmente, debo asumir la
posibilidad de que la historia no haya sido escrita por mi padre, como lo
sospeché a raíz de mi charla telefónica con su editor. Ahora veamos, ¿por qué
alguien dejaría una historia que no es de mi padre en el cajón del escritorio
de mi padre? Eso no tiene mucho sentido.
Erminia continuaba sin encajar en
ningún lugar. Tenía su nombre por un lado y la novela por el otro, pero
cualquier intento de construir un puente entre una cosa y la otra carecía de
sustento.
Cuando algunas horas más tarde le
comenté a Andrea lo que tenía no pudo más que dedicarme una mirada un poco
incrédula. Tenía razón: ¿Por qué debía haber una conexión entre una cosa y la
otra?
Mientras cenábamos dejó caer otra
posibilidad, ¿cuánto de mí había puesto en esas suposiciones? Tenía que tener
en cuenta la probabilidad de que en verdad no hubiese absolutamente nada detrás
de lo que yo investigaba; había encontrado algunos datos ambiguos, sin
significado, una novela sin terminar, y los había rellenado con todo tipo de
especulaciones que no venían de otro lugar que no fuera mi cabeza. En otras
palabras, había sucumbido a la tentación de inventarme una historia donde no la
había, quizás, para darle sentido a la porquería que había sido la relación con
mi padre (aunque no lo dijo exactamente con esos términos). Él simplemente fue
alguien a quien jamás le interesó su hijo, no había misterio alguno más que el
que yo mismo creaba.
Sus hermosos ojos evidenciaban algo de
preocupación, ella se había mostrado atenta a la hora de ayudarme a aclarar
algunas dudas, como quién era Erminia, y naturalmente se había ofrecido a
ayudarme a aclarar algunas más; pero eso no significaba que se viera arrastrada
por un montón de conclusiones bastante forzadas, incluso paranoicas. Me
avergoncé en cuanto me di cuenta de que tal vez había aceptado cenar conmigo
con la esperanza de algo más romántico o incluso simplemente por aburrimiento o
amabilidad. Yo había llegado con todas mis retorcidas ideas a cuestas para
arruinar la velada.
Pero no podía olvidar lo que había
sucedido en la casa de mi padre, los dolores no me dejaban, del mismo modo, no
podía olvidar los sueños. ¿Qué tal si en esas dos cosas estaba el puente entre
Erminia y la novela? ¿Y qué tal si Andrea supiera más de lo que me decía y
trataba de convencerme de que todo estaba en mi cabeza para que no siguiera
investigando? ¿Me estaba volviendo loco?
Mientras cenábamos y yo procuraba
desviar la conversación hacia un tema más alegre, interiormente seguía sacando
conclusiones. Lo que había visto en la casa de mi padre podría haber sido un
truco para asustarme; por qué razón, aún no lo sabía con certeza. La otra
posibilidad era que me lo hubiese imaginado, o que en efecto, se tratara de
alguna especie de visión relacionada a lo sobrenatural, un fantasma, o como
quiera que se llame. Estaba seguro de que la mano que se había asomado debajo
de esa lona era una mano femenina. ¿Qué otra cosa sabía? Había agua y ese olor
fétido del sueño… Por lo tanto, el agua en que era sumergido en sueños era la
misma agua que salía por debajo de la puerta y cuya fuente era esa especie de
bolsa de lona… La novela terminaba con la posibilidad de que Silvina y Ariel
buscaran refugio en la casa de Marco, es decir, la casa de mi padre. La mano
que salía debajo de la bolsa era entonces… de Silvina.
El tenedor se me cayó de las manos e
hizo un sonido amarillo al golpear contra el suelo. Miré a mi acompañante sin
decir nada, con la boca estúpidamente abierta. Silvina había existido, y por lo
que sabía, había estado verdaderamente en la casa de mi padre. No sólo había
estado, sino que aún, en cierto modo, seguía allí.
Andrea observó la trayectoria
caprichosa de mi tenedor luego de rebotar en el suelo, permaneció esperando,
creyendo que me inclinaría para recogerlo; pero yo me estiré sobre la mesa y
tomé sus manos, necesitaba sentir que no estaba solo. Me levanté de mi silla y
me acerqué a ella, Andrea también se puso de pie, entre nerviosa e impaciente.
Pasé mis brazos alrededor de su cintura. Mi mano derecha hizo contacto con la
piel de su cadera, era tan suave como la había imaginado, incluso mucho más.
Ella se inclinó sobre mi rostro para preguntarme si estaba bien, sus manos
ahora se posaban a los lados de mi cara, como dos mariposa con las alas
abiertas. Sólo tuve que acercarme un poco y mis labios hicieron contacto con
los suyos, suave y frágilmente, como si besara algo que apenas existe.
Hay algunas certezas que cambian para
siempre nuestra vida. Descubrir que algo queda de nosotros luego de nuestra
muerte es, en cierto modo, reforzar lo que yo creo, es una intuición que anida
en el interior desde la cuna. La gran pregunta a través del tiempo ha sido:
¿qué es lo que queda?
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