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viernes, 6 de diciembre de 2013

EPÍSTOLAS A NEMO VII, por Vicente Adelantado Soriano, de Valencia, España

Pese a mi deseo, fielmente cumplido, de no ver la televisión y de no leer los periódicos, por el asco que me ha producido, y me produce, la omnipresencia de la corrupción política, y la más espantosa de las necedades, no he tenido más remedio que enterarme: nos van a devaluar las pensiones a quienes no tenemos ya ningún medio de vida. Era de esperar, pues ya anunció el gobierno que no las iba a tocar. Pero, como es sabido, estamos en manos de un gobierno que no tiene precio: si dice una cosa se puede estar seguro, al cien por cien, de que va a hacer la contraria. Y las pocas veces que hace algo, ni anunciado ni prometido, es para tapar sus propias vergüenzas e ineficacia, a menudo buscada y amparada por ellos mismos. Legislan, por ejemplo, para hacernos creer que van a luchar contra la corrupción en tanto destruyen pruebas, una tras otra, para ocultar el insoportable hedor de sus cloacas en el caso de la financiación ilegal del partido, y de los sobresueldos. Así que mientras los ancianos, y una gran parte de la población, nos vemos reducidos a la miseria, los políticos se llevan sobresueldos y dinero que dios sabe de dónde sale. No recuerdo, en serio, haber tenido un gobierno peor que este, pues entre corruptos, demagogos, embusteros y necios, han llenado sus propias sedes y aun les ha sobrado para extenderlos por el resto del país. Ellos, sin embargo, cobran unos sueldos que ni en mis mejores momentos hubiera soñado yo. Y me gustaría saber la pensión que les va a quedar a estas personas, tan faltas de ética, por no hacer nada. Porque para estos viajes no necesitamos de estas alforjas, y más si tenemos en cuenta al precio que nos salen.

Sucede esto de la devaluación de las pensiones mientras hay futbolistas que cobran cantidades astronómicas por correr detrás de una pelota, darle una patada y hacerla chocar contra unas mallas. No entiendo que se pague tanto dinero por un deportista, y que los profesores, maestros y médicos, estén tan devaluados. Ya sé que el gobierno, al menos aparentemente, no tiene nada que ver con estas cosas. Lo sé. Lo único que se me ocurre decir es que esta sociedad está enferma, bastante enferma. Al fin y al cabo gobernantes y gobernados acaban por parecerse. Ahora bien, esto del fútbol tampoco debe de andar muy bien. Lo digo porque ya estoy cansado de que noche sí y noche también, apenas me siento en el sofá tras la cena, suene el teléfono, lo descuelgo; y con voz cantarina de persona feliz se me ofrezca, desde el otro lado de la línea, por un módico precio, conectar mi televisor para ver todos los partidos de liga de toda Europa y del mundo entero. Nadie me ha ofrecido, hasta ahora, la posibilidad de ver conciertos u óperas.
Recuerdo una vez a este respecto que, en una clase, se me escapó una frase bastante demagógica que hube de rectificar luego. Vine a decir, y hay algo de cierto en la afirmación, que cuanto más inútil es el trabajo que hace una persona en una sociedad, más cobra por ello. Los más devaluados, desde tiempos inmemoriales, han sido los labradores; y nadie, sin embargo, más imprescindibles que estas personas. Pues sin ellos la república no podría subsistir. Dicen que estuvieron muy bien considerados in illo tempore, en una Roma clásica que, tal vez ni existió. Conocida es la anécdota de Cincinato, al que arrancaron de su arado, la República estaba en peligro, para hacerlo dictador. Este, con plenos poderes, venció a los enemigos en unos pocos días, abandonó la toga, y volvió a su arado. No quiso honores ni recompensas. Es posible que fuera así. Siempre he dudado de ciertas anécdotas y de ciertos textos; sin embargo, cuando leo en ellos que los grandes señores de la época tenían a bien labrar, sembrar, y ocuparse de las labores de sus villas, me asombro y lleno de admiración. Es este, como el de Cincinato, un trabajo muy duro y mal remunerado. No hay más que ver la enorme cantidad de campos abandonados que hay hoy en día. Tal vez, de no ser por la maquinaria, habría muchos más. Y a todo esto, estamos haciendo estudios para ir a repoblar Marte, misión para la cual se han apuntado ya miles de personas. A lo mejor nos resultaba más cómodo y menos peligroso repoblar viejos pueblos abandonados de aquí al lado. Puede ser una aventura tan apasionante, o más, que ir en busca de cotufas a Marte.
Pese a mi deseo, en aquella clase, de rectificar lo que yo había juzgado como una frase demagógica, me salió un alumno respondón. Vino a decirme este que él estaba de acuerdo con lo que había dicho yo el día anterior: su padre era médico, había estudiado mucho, seguía estudiando, y no cobraba ni la mitad de lo que cobra el más flojo de los futbolistas de un equipo bueno. A este alumno le contestó otro. Y entre todos, salvo alguna que otra excepción, determinaron que la sociedad es injusta. Les pregunté entonces cuánto dinero se gastaban ellos en libros, o en discos, y cuánto en camisetas o en tonterías diversas. Y allí fue Troya.
Por esto mismo he dudado siempre de la eficacia de la crítica: tendemos a creer que las cosas malas o negativas se dicen para los otros y por los otros. La crítica nunca va a dirigida contra uno mismo. Es muy fácil ver al vecino en una película cuando esta hace un análisis despiadado de las relaciones humanas, por ejemplo; pero rara vez reconocemos nuestros propios errores y defectos; y, lo que es peor, pocas veces, o nunca, tratamos de rectificar. Somos despiadados con el vecino, y terriblemente indulgentes con nosotros. Y nada va a cambiar, todo va a seguir igual. Al final lo único nos que queda es la melancolía, la sonrisa cervantina, con las ansias de la muerte...
El pobre hombre, quien me ha dado, en un parque, la noticia de la devaluación de las pensiones, necesitaba que alguien lo escuchara. La Iglesia y el confesionario hace siglos que dejaron de cumplir esta misión, si es que alguna vez la han cumplido. El hombre estaba muy enfadado. No fue a la Iglesia, se sentó a mi lado, en un banco, y comenzó a hablar enseguida, sin darse ni un minuto de respiro. A un amigo suyo, me ha contado, le robaron todo el dinero en el banco con esa gran estafa de los preferentes; también le han reducido la pensión, como a él y como a mí, con el agravante de que tiene a su yerno en el paro... Sí, hay cosas que claman al cielo. Tal vez la primera sea el asombro de quienes se quedan boquiabiertos de que los banqueros hayan sido capaces de robarles el dinero a personas mayores, a ancianos enfermos y sin recursos... Sí, en esta época de los nacionalismos cada vez nos parecemos más a los que aquellos países que explotaban, y siguen explotando, a niños para hacer todo tipo de trabajos, desde cavar en una mina, y ser prostituidos, hasta disparar contra todo lo que se mueva. ¿De qué nos asombramos? ¿O es que nos vamos a quedar tan tranquilos pensando que la barbarie comienza en Gibraltar y que no va con nosotros?
El grado de barbarie de una comunidad se puede medir por el grado de eficacia de las leyes, de las naturales, sin más complicaciones. Y aquí, en este bendito país, donde la corrupción y la mentira están santificadas, en vez de meter al cabecilla de la estafa de los preferentes en la cárcel, le dan un trabajo por el cual cobrará más él en un mes que nosotros en toda nuestra vida, pensión incluida. La falta de ética y el hedor a podredumbre es inaguantable. Ahora bien, todo es cuestión de acostumbrarse. Al fin y al cabo los sobres y los maletines non olent. Dándole la vuelta a aquella vieja anécdota, ya no será la mujer honesta quien dirá que no le había dicho a su marido de que le olía mal la boca, porque ella creía que así olían todos los hombres. Ahora el gobierno trata de hacernos creer eso: que a todos nos huele la boca. Y ya lo dice el refrán: la que es puta no lo quiere ser sola. Si estamos todos corrompidos, nadie criticará a nadie. Y sí, está bien que en los lugares públicos no se fume, pero si un mafioso nos ofrece compartir las migajas de su banquete, haremos lo que él nos diga: humo, alcohol, y lo que haga falta. Y luego, si algo sale a la luz, volveremos a legislar con cara de asombro...
No sé cuánto tiempo ha estado este hombre, en el parque, hablando conmigo. Bastante, desde luego. El hombre se ha vaciado. Pero en un momento determinado, quizás avergonzado de haber abusado de mi paciencia, o de las intimidades de las que me había hecho partícipe, se ha levantado, me ha estrechado la mano, y se ha marchado. He sentido pena por los dos, por todos. Aunque yo tengo la ventaja de que nadie depende de mí. Sí, ya lo sé, moriré solo a no ser que me dé un desmayo en la calle y alguien llame a una ambulancia. No me importa. No creo que en esos momentos esté para pensar en si están a mi alrededor deudos y parientes, y alguien me va a recordar con versos de pies enteros o quebrados.
He escuchado a este señor con suma atención. Pero no he podido evitar que mi pensamiento se fuera por los cerros de Úbeda. Su charla me ha hecho recuperar un viejo recuerdo.
Como siempre, caro Nemo, me ha llamado la atención el funcionamiento de la mente. Había salido a pasear un rato. Cansado me senté en un banco donde no tardó en sentarse un persona de mi edad. Fue ella quien me informó de la devaluación de las pensiones. El hombre me preguntó qué podíamos hacer ante eso, ante la estafa de los preferentes, ante el que nuestros nietos no tengan ningún futuro... No le supe responder. Pero en tanto le decía que no lo sabía, recordé un viaje que hice de joven. Tenía yo entonces veinte años, y estaba lleno de ilusiones y de proyectos. Con un amigo me fui a París. Allí vivimos en un piso del siglo XVIII, propiedad de los tíos de este chico. Era una maravilla la casa. Estaba, además, a cinco minutos, a pie, de Notre Dame. El dueño de la casa era dibujante humorístico. Su casa estaba llena de revistas. Abrí una, y en ella, un anciano se iba, durante las vacaciones de verano, todos los días, al metro. Era agosto, y no subía ni bajaba nadie de los vagones. Su distracción, para arruinar al estado, era poner en movimiento todas las escaleras mecánicas del metro, no perdonaba ni una. No creo que podamos hacer otra cosa, salvo dejar de ir a votar, cosa que ya hace años que hago yo. ¿Para qué?
Es posible, si estuviera hablando en público, que alguien me dijera que exagero, que no es lo mismo las churras que las merinas. Es posible. Siempre hay que dejar un resquicio para la esperanza. Lo terrible de la situación es que, con el paso del tiempo, se termina la esperanza. Y ya llevo demasiados años oyendo eso de que no es lo mismo Pedro que Andrés. Sí, es cierto: hay diferencias fonéticas, ahora bien, a la hora de actuar, todos actúan bajo la misma batuta y con la misma música. Y es que una cosa es predicar y otra, muy distinta, dar trigo. O dicho para que lo entiendas, los partidos políticos no tienen más mira que llegar al poder, no hace falta que te diga para qué. Para conseguirlo prometerán el oro y el moro; y luego, durante cuatro años, se olvidarán del pueblo y de lo que prometieron. La anciana de mi pueblo lo explicaba muy bien: prometer hasta el meter, y una vez metido no hay nada de lo prometido. Vale.

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