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martes, 3 de diciembre de 2013

LA PARTE SECRETA ® NOVELA, por H.R. Malkiel, de Buenos Aires, Argentina. Capítulo ocho: En compañía de alguien más

“La noche no es no ver, es ver la noche”
Hugo Mujica. Vislumbre.


Los siguientes dos días transcurrieron sin sorpresas, pero sin alegría. En mi imaginación se desarrollaban todo tipo de posibles escenarios para la relación. En algunos le confesaba a Mariel cómo me sentía y le proponía llegar a algún acuerdo que nos permitiese recuperar algo de la libertad que habíamos perdido, o que al menos yo sentía que había perdido. Tal vez suspender por el momento la convivencia. Podía conseguir otro departamento y mudarme, para que lo nuestro volviera a parecerse más a un noviazgo. No pude evitar pensar que algo así  sería prácticamente lo mismo que decir que la relación se había terminado. Es fácil avanzar, pero decirle a la otra persona que es necesario retroceder es darle el tiro de gracia a lo poco que queda.

Otra de las posibilidades era la de terminar la relación directamente; sabía que en ese caso, lo que viniera después sería enormemente doloroso para ambos. Ya antes habíamos tenido algunas peleas, incluso alguna que había durado unos meses en la que ni siquiera nos habíamos saludado, pero el destino, o aquella suma de razones y causas que, por la complejidad que llevaría la enumeración y análisis de las mismas terminamos por llamar destino, nos había reunido en un lugar inesperado. No hizo falta mucho para que volviéramos a estar juntos, apenas una simple enumeración de las cosas que cada uno extrañaba del otro. Volvimos por otros dos años.
Una tercera posibilidad era que ella, al igual que yo, sintiese también el desgaste; de ese modo sería posible acordar una ruptura fundada en la razón y mantener una buena amistad.
De lo que estaba seguro era de que no podría decirle sobre Andrea. Las dudas con respecto a nosotros ya existían desde antes que volviese a Córber, no podía negarme a mí mismo que conocer a la abogada había contribuido, al menos, a profundizar esa herida que ya existía. Sin embargo, Mariel no tenía por qué saber esto, después de todo ni siquiera yo sabía bien lo que sentía por esa joven.


Me había quedado sin excusas para permanecer en el pueblo, y la noche anterior, mientras hablaba con Mariel, no le había dado ninguna. Tampoco ella me las pidió. Nuestra conversación se limitó a una serie de preguntas y respuestas sobre la rutina de todos los días. Me contó algunos problemas con respecto a su trabajo; al parecer, los socios de la empresa no se estaban llevando muy bien últimamente y algunos tenían ciertas dudas sobre el futuro de sus puestos laborales. Lo cierto es que a medida que avanzaba esa charla yo sólo quería que acabara pronto. Siempre me había preocupado mucho por sus cosas, o al menos lo había intentado. Pero en esa ocasión, cada vez que formulaba una pregunta me arrepentía casi instantáneamente, sabiendo que supondrían algunos minutos más de explicaciones que no me interesaban. Ella apenas preguntó cómo me estaba yendo con mi libro y nada más.
Hasta el momento, cada vez que terminaba un primer borrador, Mariel había sido el tamiz por el que pasaba la obra y a través del cual juzgaba oportuno emplear determinadas correcciones, recortar algunas páginas o agregar datos que ella creía necesarios para que terminara de quedar claro todo el asunto. Eso es imprescindible, a veces ocurre que en mi cabeza una historia está tan definida, junto con los sentimientos de sus protagonistas, que simplemente olvido que fue escrita para ser leída por alguien más, alguien para quien el mundo que escribimos y creamos es ajeno, y que necesita que lo introduzcamos en él, o por lo menos, que le demos a nuestro mundo unas reglas de funcionamiento que lo hagan creíble.
No preguntó por mi regreso. Yo mismo dudaba sobre cuándo se iba a realizar. Por ahora mi cabeza quería descansar y no pensar en nada. Los días anteriores me los había pasado casi todo el tiempo durmiendo. El sueño no había vuelto a repetirse una tercera vez, así es que con un ansiado alivio, mi cuerpo se había entregado a no hacer mucho más que reponerse de la vida en la ciudad. Era en cierta forma como hibernar.

Esos días tuve en cuenta la idea de arreglar un poco la casa de mis abuelos, de pedir ayuda para que alguien pusiera un poco de orden, incluso me atreví a pedirle a la recepcionista de la pensión algunos nombres. Hacía falta lavar, al menos, toda la ropa de cama para que pudiera quedarme allí. También, pensé, serían necesarios un par de días ventilando la casa para que fuese habitable, desempolvar cada rincón y hacer ciertos arreglos. Finalmente había desistido de la idea por el momento. Me sentía relativamente cómodo en la pensión después de todo.

Ya por la tarde se desató una hermosa tormenta de verano. Digo hermosa, porque en el campo, libre de edificios, uno puede apreciar el bello espectáculo que significa ver avanzar la nubes a través del cielo, desde el horizonte, como si se tratara de materia sólida, oscureciendo todo lentamente, viendo los relámpagos desde la lejanía, como si sobre los pueblos vecinos se estuviera llevando a cabo, en ese mismo momento, una guerra, cuyas razones permanecerían ajenas y extrañas a los simples pobladores, como en todas las guerras.

Cuando llegó por fin sobre Córber no pude menos que sentirme asombrado de su espectacularidad. Una cosa es una tormenta en la ciudad, pero por alguna razón, las tormentas en el campo siempre me habían provocado un extraño sentimiento de exaltación, alguna primitiva forma de alegría ante la fascinación. Tal vez se trate simplemente de la electricidad en el aire que de alguna forma afecta a los seres vivos, provocando una inexplicable euforia. Si alguien ha descubierto la razón de por qué esto es así, yo lo desconozco.

Pero fue simplemente eso, una tormenta de verano. A la mañana siguiente las nubes eran tan pocas que el sol no encontró obstáculos para abrirse paso con su luz a través del cielo.
Había descansado muy bien, siempre me gustó dormir escuchando la lluvia y aunque es mejor hacerlo acompañado, no había extrañado a Mariel, aunque sí había dedicado algunos minutos a pensar en Andrea. Imaginé lo fácil que sería acercarme hasta su casa, llamar a su puerta y estrellar mis labios contra los suyos apenas hubiese salido a recibirme, sin darle tiempo siquiera a preguntar qué asunto me había llevado hasta allí en medio de ese temporal. Por supuesto, mi cabeza podía imaginar cosas que en verdad nunca haría. No sé qué secreta barrera nos impide hacer aquello que más deseamos y que al menos, en la fantasía, se ve tan bien. Tal vez con un par de tragos encima no lo hubiese dudado demasiado.
Apenas estuve levantado me asomé por la ventana, encendí un cigarrillo y permanecí de pie, con el aire que traía todo ese aroma fantástico y optimista del campo luego de la lluvia, hasta el primer piso en el que me encontraba. Pensé que tal vez no estaría del todo mal ver cómo el temporal había afectado a las dos casas de las que era dueño.
Hice primero mi pasada por el bar para desayunar. Andrea no apareció en el lugar el tiempo que permanecí allí. Luego, sin esperarla, me dirigí otra vez a la casa de mis abuelos.

Todo se encontraba más o menos en un orden aceptable, apenas alguna que otra gotera que no revestía ningún tipo de preocupación verdadera, pues se ubicaban en algunos pasillos y ninguna afectaba directamente a los amados muebles y a los amados recuerdos. Di un par de vueltas y salí para dirigirme a la vieja casa de mi padre.
Debajo de mis pies, en las suelas de mis zapatillas, se iba formando una gruesa capa a causa del barro que se me iba pegando mientras avanzaba. Me pareció gracioso y hasta lo disfruté, sin dudas, la visión que representaría también hubiese resultado graciosa para cualquiera que pudiese verme en ese momento.
Abrí el pesado portón mientras miraba hacia arriba, al techo de la casa, tratando de analizar desde afuera cuáles podrían haber sido los problemas, dada la aparente fragilidad del tejado. Había más barro en ese jardín que en los demás, supuse que se debería a la falta de plantas saludables y de pasto que absorbieran el agua.
Ingresé, luego de limpiar mis pies lo mejor que pude en una pequeña y vieja alfombra en la puerta de entrada, la cual había visto mejores épocas.
Encontré en las paredes de la sala señales claras de humedad. Luego fui hasta la cocina que se mantenía un poco mejor, quizás se debiera al sentido en que había caído la lluvia, evitando que diera con fuerza sobre ese sector. Entonces escuché un leve sonido que venía desde el primer piso. Parecía que era producido por un grillo o algún tipo de insecto desconocido. Sólo duró un segundo pero fue lo bastante claro y fuerte como para llamar mi atención.
Subí las escaleras sin impacientarme. Cuando llegué arriba me detuve y presté atención unos segundos, pero el sonido no se volvió a repetir. Caminé hacia el fondo del pasillo al tiempo que comenzaba a inquietarme la idea de que ese extraño sonido bien podría haber sido provocado por una pisada en el suelo rechinante de la habitación de mi padre.
Traté de calmar mi corazón y mis pensamientos. Los últimos pasos que di para acercarme fueron interminables. Me detuve frente a la puerta y pegué mi oído a la madera tratando de escuchar.

Nada.

Estaba tan atento a los sonidos que no me di cuenta del agua que comenzaba a salir por debajo de la puerta en dirección al pasillo. Cuando la pude ver ya se había esparcido hasta llegar debajo de mis pies. Di un paso hacia atrás como si el pequeño charco representara un peligro y entonces pude sentir ese olor… esa fetidez con la que había soñado días antes, aquella podredumbre en la que en mis sueños me ahogaba.
No sé cómo describir lo que sentí, fue como si alguien me hubiese dado un cachetazo directo en el alma.
Mi sangre se volvió helada. Yo sé que esa expresión es un pobre artilugio literario para describir una sensación mucho más compleja, pero lo cierto es que si alguien me preguntara qué fue lo que sentí, diría “mi sangre se volvió helada”. Sentí un escalofrío recorrer mi espalda, sentí como si miles de agujas se abrieran paso a través de la carne hasta llegar a médula misma de mi columna vertebral. Sentí un miedo insoportable, jamás me había desmayado, pero supe que era cuestión de segundos para que sucediera. Ese olor era el mismo que el de mis sueños, pero ahora era real.
Con los últimos restos de autocontrol que me quedaban levanté mi brazo derecho y empujé la puerta. En el suelo de la habitación de mi padre alcancé a ver una forma confusa, me pareció inmóvil, hasta que un segundo después comenzó a moverse lentamente. Era como una enorme bolsa de un material pesado, el agua que había llegado hasta mí por debajo de la puerta provenía de ella. No pude pensar nada, sólo atiné a observar mientras la racionalidad me dejaba abandonado al miedo. Lo que parecía una bolsa o una envoltura comenzó a moverse nuevamente y desde uno de sus pliegues se asomó, como si intentara alcanzarme, la mano de una mujer.

Apenas tengo un par de imágenes sobre lo que ocurrió después, no es una memoria completa, sino fragmentada, como si se tratase de fotografías; sé que me alejé, pero no sé si caminé o corrí, luego el suelo desapareció debajo de mis pies y caí por las escaleras.
    

2 comentarios:

  1. Ha perdido el entusiasmo por su relación con Mariel y necesita un pretexto para quedarse en el pueblo.
    Yo no necesito pretexto para ir al proximo capitulo.

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  2. Gracias por tus gentiles apreciaciones. Saludos!

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