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martes, 30 de abril de 2013

AQUELLOS QUE TE HAN QUERIDO, por Salvador Alario Bataller, de España


De El disfraz de Dios, Salvador Alario Bataller, 2011, lulu.com, Rockville, USA.

Tenía un nombre epatante, demasiado sugerente para un hombre que siempre se sintió pequeño, tal vez porque fue un niño tímido e infeliz: Juan Sepulcro del Lobo. Aprendió pronto que su mundo no se encontraba en la calle abierta y procelosa de gentes, ni en el café concurrido, ni en la algarabía fácil y, para él, indigna de las fiestas mundanas. Que recordase, nunca había amado el mundo ni el tiempo en que vivía. Por eso se aferró al pasado y pensó en ser historiador pero, despreciando al hombre, buscó fuera de él los tiempos y los seres preteridos con los cuales sentirse cómodo. Así que Juan Sepulcro, don Juan para sus alumnos y discípulos, se unió a las escuálidas filas de los estudiosos de la Paleontología; encontró en el Tyrannosaurius rex o en el Triceratops amigos mejores que en el Homo sapiens. Fundió incesantes noches con incesantes días sumergido en sus sesudos estudios y de esas noches fecundas de estudio y meditación, dio a la imprenta, entre otros, una Historia de la Paleontología y unos Fundamentos paleontológicos que fueron, durante muchos años, materia obligada de estudiantes y especialistas, y que le proporcionaron nombre y consideración. No obstante, el doctor Sepulcro, se sintió siempre un hombre infeliz, una rara avis in terris. Este sentimiento se acentuó con el pasar de los años y, por allá los cincuenta, le abatió la tirria por los días, la desgana de vivir.

            Había creído en el dios de sus mayores, ese dios único e incognoscible con el cual le atemorizaron desde niño y que le oprimió la vida, e incluso creyó que ésta entrañaba un significado oculto que se revelaría con la muerte y la subsiguiente resurrección de la carne. Después, cuando ella murió y se sintió solo y abatido, el mundo dejó de interesarle y descreyó de Él ; su madre, una mujer menuda, buena y de vida desvaída, fue lo más amado, por lo cual, tras su muerte, la pérdida fue irreparable.
            Pasó meses sumido en la desesperación, sin apenas capacidad para centrarse en sus estudios, sin ganas para escribir; solo con gran esfuerzo consiguió cumplir sus obligaciones académicas. En ese tiempo pensó mucho sobre la muerte y sobre las madres. Pensó en todas las madres que protegen a sus hijos y les colman de amor y cuidados, desde la loba que vela con celo a sus cachorros hasta la madre tierra, la madre de los dioses, que nos cobija y nos dará, al fin, sepultura.
            Posteriormente, negándose al agnosticismo y más aún al ateísmo, muy posiblemente aherrojado por el miedo al antiguo dios, Sepulcro intentó vislumbrar parte de la verdad en conocimientos menos ortodoxos, los cuales, además, debido a que le apartaban de lo exotérico, depuraron su sentido de soledad y su aislamiento. El mundo, con todo y como dijo Lovecraft, era algo de lo que uno debía de protegerse.
            Con todo ello, hubo un tiempo en que creyó, más bien a medias, que los hechos de la vida eran , muchas veces, como un palimpsesto que cubría una verdad más profunda, la cual, cuando se vislumbraba, era vivida en ocasiones con un intenso sentimiento oscuro. Paralelamente, podía darse la circunstancia de que también se agotase el interés por los hechos de la propia existencia y, por eso, alguno tratase de descubrir por la vía rápida aquello que se escondía debajo o, meramente, desease huir raudo de la vileza y los sinsabores del vivir. Este horizonte turbio y melancólico se fue fraguando en el espíritu del sabio cuando arreciaron en él las dudas, la incertidumbre de todo y, en último término, el aburrimiento, cuando no la desesperanza.
            En dos ocasiones se dejó llevar por el funesto deseo e ingirió grandes cantidades de tranquilizantes. Siempre hizo lo mismo : se tendió en la cama y dejó que el sueño químico le aferrase, dibujándose en su cara pálida y amarga una tenue sonrisa, cuando pensaba en aquel familiar esquivo con el que compartía la casa y que al siguiente amanecer le descubriría; pero siempre, una mano que el juzgaba inclemente le arrancaba de la muerte: todo volvía a comenzar y él abandonaba el lecho un poco lelo, los miembros flojos, pero con el vasto futuro por delante que se levantaba tan amenazador como siempre, como cada mañana de sus días, cuando tenía que salir a la calle y enfrentarse al mundo. Antes tenía su apoyo y su amor, pero ahora todo esto se había perdido. Era un ser débil y dependiente, lo reconocía, si bien esa ligazón la tuvo solo con ella, ese amor grande e inagotable, como oceánicos eran sus temores, venero de su misantropía.
            Dio cuerda una vez más al reloj de sus días y, como pasan los minutos en la medida de las horas, fueron pasando en él las semanas y los meses, y siguió viviendo sin gana, pese a saberse un hombre poco común, libre en el fondo, con posibilidades que otros hubieran agradecido ; aún así, nuevamente, decidió morirse y lo decidió por los motivos de siempre, por su ausencia, por el tedio de la vida, la cual, como siempre, le superaba, a la cual, como siempre, no veía significado.
            Esta vez actuaría sobre seguro, no dejaría ocasión al error. Abrió el cajón del escritorio y el metal reluciente del revolver le dio seguridad. Representaría el último recurso en caso de que la química, una química más fuerte ahora, no le arrancase de su padecimiento inveterado. Tomo el frasco letal, aquellas pequeñas pastillas que le inducirían a un sueño del cual ya no regresaría. Tomó unas pocas y apuró la copa de vino blanco, muy frío, como era de su gusto. Todavía quedaban muchas en el frasco, pero se las tomaría inmediatamente. Entonces, notó que se desvanecía, que todo él se debilitaba, casi hasta el límite del sueño. Se aterrorizó pensando que, de dormirse, al amanecer despertaría y se vería obligado a reiniciar aquel ciclo de intentos autolíticos que ya comenzaba a ser un castigo. Le oprimió el pecho también la expectación del disparo, sus resonancias terribles, por todo lo cual trató de alcanzar el frasco y terminarlo de golpe, pero no pudo, aunque se sentía extrañamente lúcido; inevitablemente se asustó porque comenzó a vislumbrar en todo aquello la presencia de una experiencia insólita. Pensó en la muerte y la deseó con vehemencia, pero la emoción negra ya no le acompañaba como antes: en aquel mar tenebroso de consunción y desespero, una figura pequeña y desvaída dijo que le quería y el ejecutor impulso cesó.
Alguien dijo que la vida no comienza con la fecha que la partida de nacimiento señala, sino cuando en la misma se produce un descubrimiento trascendente, con el cual todo cambia. Algo así debió sucederle a don Juan Sepulcro en aquella noche oscura y sola, cuando la voz amada le habló, diciéndole o sugiriéndole la clave de la espera y del logro en la consumación de sus días, algo que solo él supo, porque únicamente a él le concernía, y cuyo secreto se llevó a la tumba cuando, anciano y repleto de fama y honor, fue enterrado en el panteón familiar, apenas promediado este siglo.
Eso es lo que sucedió, cuando viví. Ahora que estoy muerto, las cosas son muy distintas. El antes y el después del momento final, eso que tanto tememos y que tratamos porfiadamente de ignorar, han cambiado. El momento último, tan temido, es solamente una puerta, una vía de tránsito, una llave si quieren. Lo peor son las postrimerías, lo que hay después de la vida. Se nos ha adoctrinado a que, en dicho momento, recibiremos un premio o un castigo por nuestras obras, pero también eso es mentira, lo que hay es mucho peor. No hay condena concebible. Nadie se libra de ello, ni los justos, ni los perversos, ni los creyentes, ni los hombres sin fe.
Yo creía en el más allá, en el reencuentro con los seres queridos, en la recompensa eterna, bajo la forma de la realización de todos los deseos que uno ha ido albergando a lo largo de ese peregrinar que es la existencia, obtener y disfrutar de aquello que no se ha tenido en vida. No es así… Nadie vino a recibirme, no defino qué forma tomé, aunque mi mente funcionaba igual que cuando estaba vivo. Fui arrojado a un páramo brumoso, de una oscuridad casi completa, surcada por relámpagos y colmada de gritos, de alaridos, si es que pueden denominarse así, una cacofonía horrenda emitida por seres incalificables que deambulaban erráticamente, en un loco frenesí suicida y caníbal. En aquel mundo hediondo y oscuro huían y acechaban, se devoraban unos a otros, se mutilaban, engullían cualquier resto infecto que encontrasen a mano, fuera de todo control, como empujados por un impulso autómata e infame.
Habían sido hombres y aún lo eran en parte, pero estaban cambiados de la peor forma imaginable, acumulando en cada uno de sus fibras la arquitectura de la demencia y la vileza. En aquel desierto plutónico encontré a mi madre, a la que tanto había llorado, a la que tanto había añorado. La reconocí por su desgastada figura, por el eco de su voz, ahora un gorgoteo quebrado mezclado con palabras confusas, por sus ojos, antes dulces y ahora extraviados por el crimen y las peores pasiones, y por ese sentimiento seminal que vincula a uno con aquella que le ha dado el ser. Aquella forma monstruosa me miró con encendidos ojos depredadores, su boca rota pronunció ofensas que jamás creí oír de ella e inmediatamente intentó agarrarme la garganta con sus garras de fiera, y yo huí espantado y sigo huyendo todavía, escondiéndome de ellos, de los que extrañamente no formo parte (tal vez ese sea mi castigo) y de aquella que fue lo más amado cuando era un hombre adherido a una vida. Sé ahora que ésta es una añagaza y la muerte una trampa, y que solo me queda un futuro incierto de terror y desesperación, y que ambas han sido diseñados por un dios locos, el del dolor y de la muerte… Quisiera gritarles, ¡no mueran! ¡Que locura! A todos sin excepción nos espera una ultratumba horrísona.
Dijo Nietzsche que la recompensa de los muertos consistía en no volver a morir, y yo afirmo que no, que el castigo de la muerte es no poder volver a vivir, que no hay recompensa en el final, ni siquiera la paz sorda e inerte de las cosas minerales. Quisiera ser polvo en este caos excretado por el gran demente. En el panteón de los dioses psicóticos uno diseñó este desenlace con un propósito que solamente el mal en estado puro puede adivinar y entender.
Pasamos nuestra vida temiendo el día último, orillando la muerte y sus postrimerías, tratando de ocultarnos de su inexorable llegada, cuando en realidad no es la muerte misma el momento nefasto, sino lo que nos espera a todos después, entre sombras y monstruos.
Sí, el castigo de la muerte es el después, sus consecuencias y no poder dejar de sentir, como las piedras.

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