De El disfraz de Dios,
Salvador Alario Bataller, 2011, lulu.com, Rockville, USA.
Tenía un nombre epatante, demasiado sugerente para un hombre
que siempre se sintió pequeño, tal vez porque fue un niño tímido e infeliz:
Juan Sepulcro del Lobo. Aprendió pronto que su mundo no se encontraba en la
calle abierta y procelosa de gentes, ni en el café concurrido, ni en la
algarabía fácil y, para él, indigna de las fiestas mundanas. Que recordase,
nunca había amado el mundo ni el tiempo en que vivía. Por eso se aferró al
pasado y pensó en ser historiador pero, despreciando al hombre, buscó fuera de
él los tiempos y los seres preteridos con los cuales sentirse cómodo. Así que
Juan Sepulcro, don Juan para sus alumnos y discípulos, se unió a las escuálidas
filas de los estudiosos de la
Paleontología ; encontró en el Tyrannosaurius rex o en el Triceratops amigos mejores
que en el Homo sapiens. Fundió
incesantes noches con incesantes días sumergido en sus sesudos estudios y de
esas noches fecundas de estudio y meditación, dio a la imprenta, entre otros,
una Historia de la Paleontología y
unos Fundamentos paleontológicos que
fueron, durante muchos años, materia obligada de estudiantes y especialistas, y
que le proporcionaron nombre y consideración. No obstante, el doctor Sepulcro,
se sintió siempre un hombre infeliz, una rara
avis in terris. Este sentimiento se acentuó con el pasar de los años y, por
allá los cincuenta, le abatió la tirria por los días, la desgana de vivir.
Había
creído en el dios de sus mayores, ese dios único e incognoscible con el cual le
atemorizaron desde niño y que le oprimió la vida, e incluso creyó que ésta
entrañaba un significado oculto que se revelaría con la muerte y la subsiguiente
resurrección de la carne. Después, cuando ella murió y se sintió solo y
abatido, el mundo dejó de interesarle y descreyó de Él ; su madre, una
mujer menuda, buena y de vida desvaída, fue lo más amado, por lo cual, tras su
muerte, la pérdida fue irreparable.
Pasó meses
sumido en la desesperación, sin apenas capacidad para centrarse en sus
estudios, sin ganas para escribir; solo con gran esfuerzo consiguió cumplir sus
obligaciones académicas. En ese tiempo pensó mucho sobre la muerte y sobre las
madres. Pensó en todas las madres que protegen a sus hijos y les colman de amor
y cuidados, desde la loba que vela con celo a sus cachorros hasta la madre
tierra, la madre de los dioses, que nos cobija y nos dará, al fin, sepultura.
Posteriormente,
negándose al agnosticismo y más aún al ateísmo, muy posiblemente aherrojado por
el miedo al antiguo dios, Sepulcro intentó vislumbrar parte de la verdad en
conocimientos menos ortodoxos, los cuales, además, debido a que le apartaban de
lo exotérico, depuraron su sentido de soledad y su aislamiento. El mundo, con
todo y como dijo Lovecraft, era algo de lo que uno debía de protegerse.
Con todo
ello, hubo un tiempo en que creyó, más bien a medias, que los hechos de la vida
eran , muchas veces, como un palimpsesto que cubría una verdad más profunda, la
cual, cuando se vislumbraba, era vivida en ocasiones con un intenso sentimiento
oscuro. Paralelamente, podía darse la circunstancia de que también se agotase
el interés por los hechos de la propia existencia y, por eso, alguno tratase de
descubrir por la vía rápida aquello que se escondía debajo o, meramente,
desease huir raudo de la vileza y los sinsabores del vivir. Este horizonte
turbio y melancólico se fue fraguando en el espíritu del sabio cuando
arreciaron en él las dudas, la incertidumbre de todo y, en último término, el
aburrimiento, cuando no la desesperanza.
En dos
ocasiones se dejó llevar por el funesto deseo e ingirió grandes cantidades de
tranquilizantes. Siempre hizo lo mismo : se tendió en la cama y dejó que
el sueño químico le aferrase, dibujándose en su cara pálida y amarga una tenue
sonrisa, cuando pensaba en aquel familiar esquivo con el que compartía la casa
y que al siguiente amanecer le descubriría; pero siempre, una mano que el
juzgaba inclemente le arrancaba de la muerte: todo volvía a comenzar y él
abandonaba el lecho un poco lelo, los miembros flojos, pero con el vasto futuro
por delante que se levantaba tan amenazador como siempre, como cada mañana de
sus días, cuando tenía que salir a la calle y enfrentarse al mundo. Antes tenía
su apoyo y su amor, pero ahora todo esto se había perdido. Era un ser débil y
dependiente, lo reconocía, si bien esa ligazón la tuvo solo con ella, ese amor
grande e inagotable, como oceánicos eran sus temores, venero de su misantropía.
Dio cuerda
una vez más al reloj de sus días y, como pasan los minutos en la medida de las
horas, fueron pasando en él las semanas y los meses, y siguió viviendo sin
gana, pese a saberse un hombre poco común, libre en el fondo, con posibilidades
que otros hubieran agradecido ; aún así, nuevamente, decidió morirse y lo
decidió por los motivos de siempre, por su ausencia, por el tedio de la vida,
la cual, como siempre, le superaba, a la cual, como siempre, no veía
significado.
Esta vez
actuaría sobre seguro, no dejaría ocasión al error. Abrió el cajón del
escritorio y el metal reluciente del revolver le dio seguridad. Representaría
el último recurso en caso de que la química, una química más fuerte ahora, no
le arrancase de su padecimiento inveterado. Tomo el frasco letal, aquellas
pequeñas pastillas que le inducirían a un sueño del cual ya no regresaría. Tomó
unas pocas y apuró la copa de vino blanco, muy frío, como era de su gusto.
Todavía quedaban muchas en el frasco, pero se las tomaría inmediatamente.
Entonces, notó que se desvanecía, que todo él se debilitaba, casi hasta el
límite del sueño. Se aterrorizó pensando que, de dormirse, al amanecer
despertaría y se vería obligado a reiniciar aquel ciclo de intentos autolíticos
que ya comenzaba a ser un castigo. Le oprimió el pecho también la expectación
del disparo, sus resonancias terribles, por todo lo cual trató de alcanzar el
frasco y terminarlo de golpe, pero no pudo, aunque se sentía extrañamente
lúcido; inevitablemente se asustó porque comenzó a vislumbrar en todo aquello
la presencia de una experiencia insólita. Pensó en la muerte y la deseó con
vehemencia, pero la emoción negra ya no le acompañaba como antes: en aquel mar
tenebroso de consunción y desespero, una figura pequeña y desvaída dijo que le
quería y el ejecutor impulso cesó.
Alguien dijo que la vida no comienza con la fecha que la
partida de nacimiento señala, sino cuando en la misma se produce un
descubrimiento trascendente, con el cual todo cambia. Algo así debió sucederle
a don Juan Sepulcro en aquella noche oscura y sola, cuando la voz amada le
habló, diciéndole o sugiriéndole la clave de la espera y del logro en la
consumación de sus días, algo que solo él supo, porque únicamente a él le
concernía, y cuyo secreto se llevó a la tumba cuando, anciano y repleto de fama
y honor, fue enterrado en el panteón familiar, apenas promediado este siglo.
Eso es lo que sucedió, cuando viví.
Ahora que estoy muerto, las cosas son muy distintas. El antes y el después del
momento final, eso que tanto tememos y que tratamos porfiadamente de ignorar,
han cambiado. El momento último, tan temido, es solamente una puerta, una vía
de tránsito, una llave si quieren. Lo peor son las postrimerías, lo que hay
después de la vida. Se nos ha adoctrinado a que, en dicho momento, recibiremos
un premio o un castigo por nuestras obras, pero también eso es mentira, lo que
hay es mucho peor. No hay condena concebible. Nadie se libra de ello, ni los
justos, ni los perversos, ni los creyentes, ni los hombres sin fe.
Yo creía en el más allá, en el
reencuentro con los seres queridos, en la recompensa eterna, bajo la forma de
la realización de todos los deseos que uno ha ido albergando a lo largo de ese
peregrinar que es la existencia, obtener y disfrutar de aquello que no se ha
tenido en vida. No es así… Nadie vino a recibirme, no defino qué forma tomé,
aunque mi mente funcionaba igual que cuando estaba vivo. Fui arrojado a un
páramo brumoso, de una oscuridad casi completa, surcada por relámpagos y
colmada de gritos, de alaridos, si es que pueden denominarse así, una cacofonía
horrenda emitida por seres incalificables que deambulaban erráticamente, en un
loco frenesí suicida y caníbal. En aquel mundo hediondo y oscuro huían y
acechaban, se devoraban unos a otros, se mutilaban, engullían cualquier resto
infecto que encontrasen a mano, fuera de todo control, como empujados por un
impulso autómata e infame.
Habían sido hombres y aún lo eran en
parte, pero estaban cambiados de la peor forma imaginable, acumulando en cada
uno de sus fibras la arquitectura de la demencia y la vileza. En aquel desierto
plutónico encontré a mi madre, a la que tanto había llorado, a la que tanto
había añorado. La reconocí por su desgastada figura, por el eco de su voz,
ahora un gorgoteo quebrado mezclado con palabras confusas, por sus ojos, antes
dulces y ahora extraviados por el crimen y las peores pasiones, y por ese
sentimiento seminal que vincula a uno con aquella que le ha dado el ser.
Aquella forma monstruosa me miró con encendidos ojos depredadores, su boca rota
pronunció ofensas que jamás creí oír de ella e inmediatamente intentó agarrarme
la garganta con sus garras de fiera, y yo huí espantado y sigo huyendo todavía,
escondiéndome de ellos, de los que extrañamente no formo parte (tal vez ese sea
mi castigo) y de aquella que fue lo más amado cuando era un hombre adherido a
una vida. Sé ahora que ésta es una añagaza y la muerte una trampa, y que solo
me queda un futuro incierto de terror y desesperación, y que ambas han sido
diseñados por un dios locos, el del dolor y de la muerte… Quisiera gritarles,
¡no mueran! ¡Que locura! A todos sin excepción nos espera una ultratumba
horrísona.
Dijo Nietzsche que la recompensa de
los muertos consistía en no volver a morir, y yo afirmo que no, que el castigo
de la muerte es no poder volver a vivir, que no hay recompensa en el final, ni
siquiera la paz sorda e inerte de las cosas minerales. Quisiera ser polvo en
este caos excretado por el gran demente. En el panteón de los dioses psicóticos
uno diseñó este desenlace con un propósito que solamente el mal en estado puro
puede adivinar y entender.
Pasamos nuestra vida temiendo el día
último, orillando la muerte y sus postrimerías, tratando de ocultarnos de su
inexorable llegada, cuando en realidad no es la muerte misma el momento
nefasto, sino lo que nos espera a todos después, entre sombras y monstruos.
Sí, el castigo de la muerte es el
después, sus consecuencias y no poder dejar de sentir, como las piedras.
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