Miguel y yo hablábamos de
cosas que vivimos ambos, allá lejos en el tiempo. Las mismas cosas, que
quedaron fijas de forma distinta en el recuerdo de cada uno, sólo por esos diez
años de diferencia que muestran ―cuando
hurgamos en el pasado― cómo las vio un
adolescente… y cómo lo hizo una niña.
El tema ondeaba en los cometidos de la Policía; analizando a lo que está
expuesto el Agente de hoy, en lo cotidiano, comparándolo con aquél de antaño:
el que rondaba el barrio silbando bajito, saludando vecinos; el que recostado
al farol de la esquina esperaba tranquilo, cada noche, algún hecho inusual que
implicara su intervención.
―Otros tiempos ―me dijo Miguel―, tenían poco que hacer. El delito en Montevideo
aparecía de vez en cuando, siempre cometido por el mismo tipo de actores: un
crimen, por ejemplo, era el resultado de un ajuste de cuentas entre gente del
hampa, una bronca por polleras o por juego, una limpieza de honor ante la
infidelidad comprobada… cosas así.
Les costaba encontrar alguno que llevar, aunque fuera por despuntar el
vicio, a pasar unas horas a la sombra en la Comisaría. Los candidatos,
generalmente, caían por "alterar el orden público", como algún mamado
suelto que hiciera "eses" por la vereda; o gurises, que jugando a la
pelota en la calle le interrumpían la siesta a los vecinos… entonces venían con
"la perrera". Aunque esas cosas ―agregó― tal vez no alcanzaste a verlas.
Yo me acuerdo de un borracho empecinado, que a pesar de conocer las
consecuencias, insistía en saludar aparatosamente al Policía hasta conseguir
que se lo llevara a dormir la mona… aunque lo que tengo en la mente no es más
que la imagen, el epílogo me lo contaba papá.
Y "la perrera" que recuerdo es la misma que a veces aparece
ahora. Cada uno alzaba su perro y se metía de apuro en la casa… ¡qué odio le
tenía… y le sigo teniendo!… pero ésos, creo que siempre fueron municipales…
―"La
perrera" policial ―me
explicó― había obtenido su apelativo
porque se usaba para cargar "elementos" tan inocentes como la otra
¿qué diferencia podía haber entre el "delito" de un grupo de
incipientes futboleros y el de unos cuantos perros?
Sí. Hablábamos de lo mismo. Sólo que yo era chica, y muchas veces veía
cosas que entendía de forma incompleta. Entonces le conté aquella rutina de las
siestas de verano, tal como quedó fija en mi memoria.
Todavía no iba a la escuela
―tendría 5 años―, cuando vivíamos
en Ing. Luis. P. Ponce, entre Palmar y Dr. Pouey. La calle Ponce en ese
entonces tenía sólo cuatro cuadras
―desde el Parque Batlle hasta Rivera―
y casi no había tránsito. La cuadra de casa ―recta y plana― era el campo de juego perfecto.
Trepada en los barrotes del murito del frente, miraba el partido como si
estuviera en la tribuna Olímpica. A mi derecha, cerca del cruce con Pouey,
tenía el "arco de la Colombes" y a mi izquierda "el de la
Amsterdam", para el lado de Palmar.
Una mezcla de chiquilines, muchachos y algún padre ―entre los que nunca faltaba el mío―, practicaban un fútbol sin muchas reglas, con
zapatillas de yute y una pelota de goma color ladrillo. La diversión ―entre risas y griterío― duraba hasta que los competidores empezaban a
abandonar la cancha por cansancio.
Pero algunas veces, había un súbito final de fiesta. El grito de alerta
llegaba del almacén de la esquina, enfrente, cruzando Pouey; sólo desde esa
ochava se veía bien la curva de la calle Pouey hasta el final del repecho: "¡¡¡La
cana!!!"
Yo sabía que venían en algún vehículo aunque nunca lo vi. Para ese lado
quedaba la embotelladora de Coca–Cola, y era el camino hacia el hospital de
niños Pereira Rossell… Tantos Policías no podían venir a pie desde la
Décima ―que estaba en Gabriel Pereyra y
Canelones igual que ahora― para irrumpir
en tremenda carrera después de semejante caminata. Vendrían
―supongo ahora― en algún coche
que estacionaría a pocos metros de Ponce, para quedar cubierto por la curva.
El aviso del vecino "campana" y el desbande en la calle eran
simultáneos. Las casas más cercanas servían de refugio para sus moradores y
algunos más. Una sinfonía de portazos resonaba en la calle desierta donde ya
ingresaban los Agentes del orden… aunque aminorando el paso ante la redada
fallida.
Eso podía verlo a salvo detrás de la ventana del comedor, porque junto
con los otros, papá saltaba a tiempo los barrotes del murito y tomándome de un
brazo, me alejaba de mi cómoda platea sin más palabra que un "¡¡¡Vamos!!!"
Una de esas veces pude ver la pelota, abandonada frente a casa, en el
cordón de la vereda… uno de los Policías se agachaba a recogerla. Papá se
encogió de hombros y me dijo: "Se la llevan presa m'hijita… no se
preocupe, mañana compramos otra."
Al año siguiente empecé la escuela. En el recreo, unos chiquilines más
grandes me preguntaron si había jugado alguna vez al "ladrón y poli".
Dije que no, pero que lo podía hacer muy bien porque mi papá me había enseñado.
Y para asegurarme que me incluyeran, expliqué que siempre me escapaba con él cuando
venía la Policía… Se miraron entre ellos y me pusieron de "ladrón".
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