(1)
Primera canción
Si
yo pudiera detener, cerca de mí, tu corazón nómade.
Si
las playas no tuvieran este sabor a pérdida
y
el almidón de la noche no se extendiera en las agujas
como
el astro receloso sujetado a su hoguera.
Enredada
finamente a tu cabello, como las algas
toda
cosa extensible sobre la piel del mundo
toda
numerología para nombrar a la belleza
y
que parece aludir a tu nombre.
Te
he visto en el fondo de este día
como
a las aguas desde el puerto
(ese
mar en sonora marcha de luna creciente)
y
estás lejana en el umbral mas puro y definido.
Habitante
mía, es la hora de cerrar mi condición y mis ojos
bajo
este cielo perecedero, sin más excusas que el naufragio.
Haré
del océano mi casa
y
trazaré en las noches mi ruta.
Seguiré,
como el mercante a las estrellas
la
dulzura nueva en cada vida que has tocado.
Yo
sé que no hay promesa en que no estés
y
aun así, querida, te elevaré como los buscadores de oro
como
una ofrenda solitaria y antigua
pasajera
de un navío sin escudos en la ribera marcial de mi cuerpo.
Para
todo ello y de toda forma.
Para
ti la suavidad de mi herencia.
Y
pobre de aquel que no conoce a que fruto sabe tu boca.
Segunda canción
He
de encontrar, sobre las cuestas rotas
mi
corazón volcánico a orillas del Atrato.
La
tierra desnuda de selva, abierta a la lluvia.
Tiene
esta noche una soledad de árboles
y
la sangre pluvial busca camino abajo
de
los surcos de zinc
ese
dolor por donde encontrarme cansado
esa
meta del carbón en las profundidades
de
la tierra cálida y ruinosa.
Soy
de tus piernas, amor, como tus sandalias
(la
observación fina, meticulosa, el sabor a sal
el
movimiento ondulatorio
de
tu cabello, recién acabado de lavar).
Todas
mis constantes heridas.
Todos
mis votos minerales.
Toda
la herrería de las nubes.
Toda
la corteza dulce.
(Mi
corazón dividido entre el Atlántico y el Pacífico)
Y
un calor que es el tuyo abraza las paredes
de
mi cuarto.
Tienen
mis manos perfume de ceniza húmeda
de
esas casas sin flores, en que se extraña el vació rumoroso
de
un paisaje de mujer.
Tiene
mi cama un aburrimiento fatal, un vacío en su lado izquierdo
el
que has elegido
para
anidar las noches ciegas, luminosas de ti
y
cazadoras de penas.
(En
mis sueños soy un racimo de caballos
buscando
pasturas en tu cuerpo).
Pero
inclinado en escritorios oscuros
bajo
el símbolo cabal del círculo
voy
a tejer los porvenires de todo
en
la aurora roja más temprana
en
la hora de la agricultura
en
la prisión de tu boca amanecida.
(Para
no saber nada de la sombra tendré tus ojos
más
cercanos que el amarillo del otoño, esa asimilación
de
las nubes con las cumbres andinas, para las cuales
tu
corazón ha nacido).
Amor
he
de pasarme el resto de esta noche rompiendo
palabra
a palabra
la
distancia hasta tus brazos.
Tercera canción
Toda
comunión en el hálito septentrional de la noche.
La
idiosincrasia de mis pensamientos dejando atrás
esa
otra estela, esos altocúmulos nubáceos en que
navegando
como barcazas de invierno se deleitan los pájaros.
Toda
la sinceridad desbandada de mis hábitos, el bagaje
de
la soledad que en Marzo me traspasa como una rama encolerizada
o
la caída en picada de los albatros errantes.
Mínima
suerte, que por la otra orilla de este mundo se desliza en forma de mujer
íntegra, de corazón nuevo de la luna, de capacidades marinas llena mientras me
sepulto de estrellas, de condiciones que no son mías
apenas
una señal de la mañana que el sueño no me permite ver.
Y
todos los océanos se llaman de igual modo
por
susurros de antiguas costumbres.
Una
pena al fin que no se atribuye al deslizamiento de las mareas ni los cardúmenes
idos.
La
pleamar en toda justeza con su nombre tatuado de arena, esos vientos marinos
que nada traen sino otro frío y las sombra dejada caer en otros lugares.
La
canción nunca dicha no me deja oír sus pasos
y
otra vez soy yo el que se ha perdido la migración de las algas
esos
acontecimientos naturales en la secreta forma de presagios ancestrales
la
adivinación del mundo y sus derivadas gracias al hombre.
He
devorado ambiciosamente toda capacidad poética anidable
me
he quedado en rectas palabras justificado, como ese otro escribiente
hijo
a su vez de una pobre y rota metáfora.
Me
he gastado contra las piedras que me curan, que el amor en la boca del otoño
apenas, y después, esa señal perdida, desdibujándose como una línea de
hormigas; la callada sinceridad de mi corazón superviviente. La nubes…
Las
nubes no me dejan ver la luna, esa moneda gastada
enquistada
en el cielo, bolsillo de un dios en sus pantalones raídos.
Y
ese otro hombre que sabía lo que no era nada
tampoco
previno ni prevenido, soltó las amarras, los nudos incomprensibles en manos
inexpertas
dejando
atrás el camino-ritual de su sangre, secándose en las orquestaciones celestes.
Para
las horas del mundo es tarde toda reflexión, todo lamento de igual modo tardío.
Sólo
la luna oculta sus pasos en la bóveda cerrada de la madrugada.
Sólo
el estado pretendido de los aviadores cosecha su estima, otras naves
que,
como las nubes, se pierden sobre los mares del mundo, lejos de vos querida
encontrada de mis pasos a ciegas. La solemne promesa que te he hecho no ha
sucumbido a la muerte de mi corazón.
¿Qué
más decirles? Hasta ahora he sido claro, tan claro como mi cabeza funciona.
Y
no es despropósito que el verbo haya faltado; no, lo perdí una silenciosa
madrugada a la orilla de una avenida, mientras esperaba a quien no quería que
me llevara, mientras luchaba contra dos fríos. No puedo decirles más…
Todos mis soles se han disputado el
consuelo, dulce esfuerzo dejado aquí en pobres palabras.
Esta
noche he pensado tanto en tu nombre, que la mañana se ha olvidado de traerme de
allí, a donde me has llevado.
(1)
Seudónimo de Hernán Ocampo
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