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viernes, 19 de abril de 2013

FILOSOFÍA, por Vicente Adelantado Soriano, de Valencia, España


La filosofía es una práctica indispensable del vivir humano, útil para afrontar los pequeños problemas de cada día y cuyo estudio, desgraciadamente, no ha sido declarado obligatorio como el servicio militar.
Luciano De Crescenzo, Historia de la filosofía griega

Soy de los que opinan que de nada hubiera servido declarar a la filosofía una asignatura obligatoria en el bachillerato o en la ESO para despertar el amor por la cultura, o para resolver pequeños problemas cotidianos, como de nada sirvió el servicio militar para despertar un supuesto amor a una patria inexistente. El servicio militar, in illo tempore, fue, para muchos, una pesada carga en todos los aspectos. Supuso descubrir, además, que la patria poco o nada tenía que ver con aquellos mandos chuscos y chusqueros que ni sabían hablar, mandar ni obedecer. Igualmente, no es la filosofía, como lo fue cuando sí era asignatura obligatoria, aprenderse de memoria teorías y palabras y más palabras de un lenguaje enrevesado y pedante que poco o nada explica de la vida que bulle a nuestro alrededor. Con dichas y oscuras acepciones se construían unas teorías que no parecían sino más juegos de palabras, puros galimatías. Un tormento. Para que el estudio de la filosofía fuera efectivo habría, pues, que cambiar algunas cosas, y no para que el resto no cambie sino para todo lo contrario. Quizás entonces la filosofía se convirtiera en una ayuda para el hombre. Y es posible que aun así continuara siendo varios interrogantes. Estos nunca están de más.

La primera misión de quien se dedica a estudiar algo, por verdadera necesidad, o por obligación, debería ser definir qué es ese algo. O, si se quiere, delimitar el campo de la búsqueda que, es posible, poco a poco se irá ampliando, como se amplía el paisaje tras una ardua ascensión al pico de la montaña. Es posible que la filosofía nos sirva para afrontar los pequeños problemas cotidianos con cierta solvencia; y que contribuya a nuestra dicha, o, cuanto menos, a dar a cada situación su justo valor y medida. Si es así, surge ya la primera pregunta: ¿Qué es la filosofía, y por qué unas personas pueden tener un cierto interés por ella en tanto otras la ignoran? ¿Qué hace que nos ocupemos de la filosofía o que busquemos en sus enseñanzas un posible remedio para nuestros males? Seguramente las respuestas a estas preguntas serían tan dispares, o monótonas, como lo somos los humanos.
Toda doctrina que quiera tratarse metódicamente debe arrancar de la definición, para que se entienda bien el objeto de la discusión.[1]
Es posible que la filosofía, por atenernos a una definición clásica, sea una cierta connivencia, amor o amistad, con la sabiduría. Pero entonces también un matemático o un músico, arquitecto, etc., es un verdadero filósofo, pues la sabiduría no es privativa de una determinada rama del saber. Brota entonces la otra pregunta. ¿Qué queremos decir exactamente cuando hablamos de sabiduría? Muy a menudo hemos oído que una persona puede ser un sabio en una determinada rama y un ignorante en otras. Quizás sea debido a la brevedad de la vida, o a la imposibilidad, humana, de dedicarse a varias cosas al mismo tiempo. De la misma forma que se puede exigir que nadie ose aprender filosofía sin saber geometría, también se puede demandar, para lo mismo, el conocimiento de la música, de las artes en general, de la medicina o de cualquier otra materia. Ahora bien, con ciencias tan especializadas como las que tenemos hoy en día, ya no es posible la existencia de hombres como los que tuvo el Renacimiento. ¿Eran ellos filósofos?
Es muy probable, por lo tanto, que saber geometría o música no nos sirva para conocernos a nosotros mismos, ni para resolver pequeños problemas cotidianos, o saber distinguir lo valioso de lo perverso. Con ello estamos indicando que, parece ser, por filosofía, o al menos una de sus más importantes ramas, se entiende el estudio que se emprende a partir de Sócrates. Como es sabido, este aparta los ojos de la búsqueda de un principio generador de vida, llámese aire, fuego, tierra o indeterminado, para aceptar esta tal como está servida, aunque tratando de usarla de la mejor forma posible. Con lo cual, y como es de suponer, hemos abierto la puerta a infinidad de pareceres, opiniones, escuelas y filosofías. Pues cada uno tratará de vivir según modelos, educación, forma de ser, y teniendo en cuenta lo que quiera o no quiera alcanzar en la tierra.
Por este motivo se deben desatender los otros estudios y preocuparse al máximo sólo de éste, para investigar y conocer si se puede descubrir y aprender quién lo hará capaz y entendido para distinguir el modo de vida valioso del perverso, y elegir siempre y en todas partes lo mejor en tanto sea posible.[2]
No hace falta decir que también antes de Sócrates existían los diversos pareceres. No hay más que fijarse en los diversos elementos que propusieron como origen del todo.
Planteada así la cuestión, desde un punto de vista moral, la distinción entre lo perverso y lo valioso, parece claro que a la filosofía sólo se acercarán las personas con problemas, descontentas, angustiadas, y que desean salir de esa situación de la mejor manera posible. Un triunfador, un infatuado, jamás sentirá necesidad de conocerse ni de conocer nada de cuanto le rodea. Se creerá el dueño del mundo, y que todo está bien. El otro no es dueño de nada, ni de sus pensamientos; y tal vez a nada le encuentre sentido. Por esa razón estas personas, las angustiadas, se podían acercar a la religión en vez de enfrentarse con la filosofía. Es posible que aquella les ofrezca más consuelo u optimismo al prometer una recompensa, todo aquello de lo que carecen aquí, tras la muerte. Cuestión de tiempo. La filosofía, por el contrario, nada promete ni de nada se hace garante. Es el hombre mismo quien debe conocer sus progresos y marcar sus metas.
Consideraba que cada uno, a partir de sus sueños, puede darse cuenta de su propio progreso, si observa que en los sueños no es dominado por nada desagradable y que no admite o hace nada terrible ni injusto, sino que, como en la clara profundidad de una calma absoluta, brilla sobre él la fuerza imaginativa y emocional de su alma, derramada por la razón.[3]
La filosofía, al menos en sus comienzos, tiene varios tratados sobre la consolación a diversas personas en idénticas situaciones: la pérdida de un ser querido. En esos momentos la filosofía se convierte casi en un manual que ayuda a superar una realidad, muerte o desastres, naturales o provocados, que, a menudo, supera a la propia persona. Leídas dichas consolaciones no como mera curiosidad sino como, tal vez, las leyeron las personas a las que iban destinadas, la filosofía se puede convertir en un bálsamo, en la voz amiga que ayuda a salir de una desastrosa situación. Esto, y dependiendo también de cada uno, puede parecer un gran logro, o muy poco para una disciplina que ha generado tan gran cantidad de tratados, escuelas y libros.
Por supuesto que esa misma consolación, o parecida, se puede encontrar en la religión. La religión, sin embargo, exige una fe. Y esta, a menudo, para algunos por lo menos, supone comulgar con ruedas de molino. De otra forma tal vez no fuera fe. Como dicen algunos de los creyentes, la fe es una gracia que el ser superior nos da, o no nos da. Por supuesto, y según ellos, también se puede luchar por tener fe; y también se puede pedir al mismo ser supremo que nos la infunda en nuestras almas, cabezas, cuerpos o donde sea. Esto, como se comprenderá, es una contradicción: supone suplicar a alguien en quien no se cree que nos de fuerzas para creer en él. Evidentemente es mucho más lógica la filosofía: no exige nada, ni fe ni compromisos escatológicos. Y, sin temor a ningún terrible castigo, está en nuestras manos seguir profundizando en ella o dejarla en cualquier rincón. Tal vez hacer una cosa u otra dependa del grado de descontento que arrastremos con nosotros mismos. Estamos partiendo de la premisa de que una persona feliz, no desde el punto de vista socrático, raramente acudirá a los manuales de filosofía.
También se podría decir, por la misma regla de tres, que igualmente será difícil ver a una persona satisfecha de sí misma asistiendo a una ceremonia religiosa. Y, sin embargo, sabemos que no es así. Dictadores, generales, banqueros, empresarios, corruptos, etc., asisten a misa y celebraciones diversas, e incluso llevan a sus hijos para que los bauticen obispos y arzobispos ricamente engalanados ¿Por qué sucede esto? Es probable que la respuesta esté en que la Iglesia triunfó allí donde fracasaron Platón y Séneca.
Ni el uno ni el otro formaron sectas ni arrastraron a multitudes, como sí lo hicieron, poco a poco, los famosos apóstoles y amigos de los mismos. Cierto es que resulta difícil imaginar a Séneca o a Sócrates dirigiéndose a una multitud con un sermón de la montaña, por ejemplo. Sócrates, con toda probabilidad, hubiera huido de la multitud; o se hubiera arrimado con dos o tres de aquellos oyentes,  y hubiese comenzado con sus preguntas más o menos molestas e impertinentes:
-¿Por qué crees que cuando ha dicho Jesús bienaventurados los pobres de espíritu se ha dirigido a ti? Has sonreído al oírlo. ¿Eres pobre de espíritu?
-Sí.
-Si eres pobre de espíritu quiere decir que algo de espíritu tienes. De la misma forma que puedes ser pobre de dinero; y, seguramente, tendrás algunas monedas.
-Sí, las tengo.
-Luego también tienes que tener espíritu.
-Es obvio.
-Y si te pregunto lo que es una moneda, ¿podrás contestar a mi pregunta? ¿Qué es una moneda?
-Por supuesto. Es una pieza de plata, oro o cobre, que tiene un determinado valor. Y merced a ese valor, y a su trueque, puedo adquirir otras cosas, como pueden ser alimentos o vestidos.
-Y si tuvieras muchas monedas, serías rico, ¿Es así?
-Sí.
-De la misma forma, por lo tanto, si tuvieras mucho espíritu no serías pobre de espíritu, y esa bienaventuranza no iría contigo.
-Lógico.
-Muy bien. ¿Puedes decirme entonces lo que es el espíritu? Hazlo, por favor, con la misma sencillez que has utilizado para definirme lo que es una moneda.
Es muy probable que, en similares circunstancias, aunque algún tiempo después, Sócrates hubiese sido acusado de herejía y hubiera terminado en manos de la Santa Inquisición. Tal vez a él no le hubiera importado. No obstante, entre la cicuta y el fuego inquisitorial, es mejor la cicuta: no se sufre tanto. Y también es probable que lo hubieran acusado, y no necesariamente un materialista, de aceptar la división del hombre en cuerpo y alma o pneuma, psique o como se la quiera llamar. El hombre, por otras escuelas, es visto como un todo, y como tal debe ser estudiado.
-Que exista o no el alma; que esta sea intelectiva, vegetativa o como quiera usted llamarla, en nada debe cambiar nuestra perspectiva y nuestra forma de actuar, que siempre será la mejor posible. Eso es lo que dice la filosofía. O al menos lo que afirmaba Cicerón: Debemos estar bien persuadidos, si es que hemos adelantado algo en la filosofía, de que no debemos hacer nada por injusticia, ni por perversión, ni por intemperancia, aunque podamos ocultarlo a todos los dioses y a todos los hombres[4].
-Estoy de acuerdo contigo -nos podría decir Sócrates tal vez después de haberse disculpado porque en griego no existe el tratamiento de cortesía-. Pero el bueno de Epicuro nos va a responder que todo aquello que es capaz de mover algo, existe. Y si una imagen te mueve porque te produce miedo o dolor, existe, es real.
-Sí, pero su existencia no sería corpórea, y hemos dicho que sólo admitimos el hombre de una pieza.
-Nada que objetar. Pero hay realidades incorpóreas como el aire o la luz.
Y con ello comenzaríamos, otra vez, un inevitable juego de palabras que nos estaría alejando de nuestra meta, que es lograr que el hombre, a través de la filosofía, sea menos desgraciado y algo mejor.
El que sea menos desgraciado dependerá de la escuela a la que se adscriba, y cuyas enseñanzas siga. Hay filosofías que casi parecen doctrinas. Y hay doctrinas tan duras, tan exigentes, que es imposible que el hombre medio las pueda llevar a cabo. Es posible, si se esfuerza en ello, si se empeña, que dicha filosofía lo lleve a sustituir una desgracia por otra. No tardará mucho en percatarse, por ejemplo, de que el escepticismo, o el estoicismo extremo, es tan difícil de llevar a la práctica como el Ama a tu prójimo del cristianismo. No digamos nada del amor que hay que profesar a los enemigos.[5]
-En ese caso -nos podía objetar Sócrates- lo que haces es buscar una filosofía acomodaticia, una filosofía que no te exija nada.
-No. Que no me exija nada, no. Que no me exija cosas que están fuera de mi alcance y dominio.
-Entonces tú sabes lo que te pertenece y lo que no te pertenece.
-Por supuesto. No me pertenece la vida y la muerte, que me puede sobrevenir en cualquier momento. No me pertenece la vida de mis semejantes que pueden chocar contra la mía y arrebatármela, o dejarme, en un accidente porque el otro iba borracho, impedido de por vida. Exigirme entonces la ataraxia es pedirle peras al olmo.
-¿Y te va a servir de algo abandonarte y estar todo el día pensando en lo desgraciado que eres y en lo feliz que serías destruyendo al otro?
-No. Tiene usted razón. El ejemplo está muy mal traído. Ya sé que tal vez me diga que lo que debo hacer es aplicar aquello de haz que las cosas contra las que nada puedas, que nada puedan contra ti.
-Es una buena máxima.
-Tal vez. Pero ¿cómo aplicarla cuando uno está en el trabajo, no se encuentra a gusto en él, lo necesita porque tiene que comer y pagar la hipoteca, y no puede marcharse y no le gusta la gente que tiene a su alrededor?
-Eso le correspondería más a Séneca que a mí contestarlo. Pero creo que te diría que debes procurar, por todos los medios, que toda situación negativa se convierta en positiva para ti. Esas situaciones no las vas a poder cambiar. Bueno, tal vez un estoico te propondría una revolución de los esclavos, como la de Espartaco, o algo así; pero en eso consumirías tu vida, generarías más y más violencia, y no lograrías nada. Creo. Un epicureista, por el contrario, te diría que delimitaras la zona, que actuaras siempre correctamente, y que ese correcto actuar generará en ti una fuente de placer. Es decir que te esforzaras en lo que predicaba el maestro: Decía Epicuro que la filosofía era operación que con razones y argumentos hacía la vida bienaventurada.[6]
-¿Y cómo se logra eso? ¿Se puede actuar bien cuando lo que se premia es lo contrario?
-Sí. Es difícil y complicado, pero sí. Se puede y se debe hacer. Ahora bien, estamos hablando de filosofía. Quiero decir que no esperes nada a cambio de esto. La filosofía, querido amigo, se parece un poco a aquellas damas de finales de la Edad Media, la belle dame sans merci. El caballero la amaba, la seguía, ejecutaba cuanto ella le mandaba, pero nunca obtenía nada a cambio. Sólo el placer de bien servirla, y la muerte, que es el fin de todo.
Pensé entonces que tal vez la filosofía se podría definir como una especie de búsqueda de un saber vivir sin molestar a nadie ni ser molestado por los contratiempos. Tal vez sea eso. Y que tal vez proporcione un atisbo de paz o tranquilidad si somos capaces de llegar a un mínimo de conocimiento y de actuar en consecuencia. Ahora bien, nada más difícil que el nosce te ipsum, y ser virtuoso u honesto a carta cabal. Tarea harto complicada, como nos recuerda don Francisco de Quevedo: Pues “filósofo” no dice otra cosa que amante de la sabiduría, que fue reprehensión de los que antes se llamaban sofos, sabios.[7] Seguramente jamás llegaremos a un leve atisbo de sabiduría, pero tal vez valga la pena intentarlo.




[1]     Cicerón,  Sobre los deberes, Traducción de José Guillén Caballero, Madrid, Alianza Editorial, 2008, p 62
[2]     Platón, La república. Traducción de Conrado Eggers Lan. Editorial Gredos, Madrid, 2006, X, 618c
[3]     Plutarco, Moralia I, Cómo percibir los propios progresos en la virtud, Traducción de Concepción Morales Otal y José García López. Editorial Gredos, Madrid, 2008, 12 83A
[4]     Cicerón Sobre los deberes, Traducción de José Guillén Caballero, Madrid, Alianza Editorial, 2008, p. 210
[5]     Una interpretación de este mandato se puede ver en La cuna y la sepultura, de don Francisco de Quevedo. En ella, el enemigo es quien critica, advierte y nos mejora. El amigo, por contra, quien tolera nuestros vicios. Véase capítulo III de dicha obra.
[6]     Sexto Empírico, Contra los matemáticos. En Francisco de Quevedo, Defensa de Epicuro contra la común opinión. Edición de Eduardo Acosta Méndez, Editorial Tecnos, Madrid, 2008, p.48
[7]     Francisco de Quevedo, Doctrina moral del conocimiento propio, y del desengaño de las cosas ajenas. Cap. IV

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