En la década del 50' cuando cursaba 6to. año en la escuela Simón
Bolívar, solía subir al salón de actos a primera hora de la tarde, a cumplir
con una tarea encomendada por mi maestra: cambiar el agua de la pequeña pecera
y alimentar a los peces durante la licencia de la encargada. Me gustaba, y
habituada a ocuparme de los peces de mi casa, lo hacía muy rápido.
Podía, entonces, tomarme unos
minutos para mirar hacia la calle por los ventanales, donde hacían una picadita
de fútbol unos muchachos del barrio. Por la calle Simón Bolívar no había casi
tránsito que interrumpir y ellos, que eran muy pocos, se divertían sin
escándalo por unos pocos minutos sin molestar.
Me llamaba la atención la
indumentaria de uno de ellos: vestía pantalones bien planchados, camisa blanca
y zapatos lustrados. Era el único impecable, y en aquella corta movida sólo se
desaliñaba el cabello, que peinaba cuidadosamente al terminar el juego. Antes
de irse, miraba hacia arriba y me saludaba con la mano. Luego cruzaba Avda.
Rivera y tomaba el 163 hacia el oeste.
Terminado el ritual, yo corría
por las escaleras para volver a mi clase. No me tomó mucho tiempo saber algo de
él, aunque no fue mucho: Trabajaba en una farmacia en la calle Justicia, venía
todos los días a almorzar a su casa, era hermano de José, el empleado de la
verdulería de De Caro, y le decían Cacho.
Dos años más tarde, conversando
en la vereda con las muchachas de la cuadra, lo conocí personalmente. Teníamos
amigos comunes y supe que vivíamos en la misma manzana: él en Palmar y Brito
del Pino, yo en Rivera y Simón Bolívar.
Nos gustaba mucho conversar.
Cacho me hablaba de Salto, su ciudad natal, del río Uruguay con sus pájaros y
sus bajantes que daban paso a pie hasta Concordia. Yo le contaba de la belleza
de las sierras minuanas, que conocí cuando íbamos con mi padre al Parque de
Vacaciones de UTE.
Yo salía con mis perros a dar
la vuelta manzana y tratábamos de programarlo para encontrarnos. Hacíamos
"manito" a escondidas; me traía de la farmacia unas tarjetas
promocionales, impresas en papel secante, perfumadas con "Prestige"
de Thirión; y me entregaba alguna cartita con palabras lindas escritas con
tinta azul y una letra preciosa.
¿Cómo llamarle a todo eso, para
que se entienda hoy? Ni sé. Yo con 14 años y una madre profesional, autoritaria
y opresora. Él con 16, hacía tiempo que trabajaba... y sin más evaluación que
ésa, el decreto fue terminante: "Que yo no los vaya a ver juntos".
Se hacía difícil, muy difícil,
pero no desistíamos. Papá trataba de cubrirme, a todo riesgo. La madre de Cacho
y su hermana Nora nos ofrecían su complicidad. José se mantenía al margen, ya
que frecuentaba mi casa casi a diario, trayendo el pedido de la verdulería... Mantuvimos
en secreto que eran hermanos por temor a que mi madre lo acusara de algo y le
hiciera perder el empleo.
Las oportunidades eran muy
pocas y los encuentros efímeros. No podía ir sola a ningún lado. En la
parroquia de Fátima había un coro de chicas jóvenes que cantaban durante el
rosario de las 7 de la tarde, y a pesar de no interesarme la iglesia ni sus
costumbres, quise ir... El horario de salida coincidía con la hora pico en el
consultorio de mi madre, que aceptó únicamente porque el sacristán se
comprometió a acompañarme por Brito del Pino hasta desembocar en Rivera...
promesa que yo sabía que no se iba a molestar en cumplir.
Esa cuadra, y el tiempo contado
para recorrerla, era todo lo que teníamos, pero Cacho estaba en la esquina
esperándome siempre puntual, y tomados de la mano la recorríamos juntos. Todo
iba bien, pero un día... alguien habló de más. Casi llegando a Rivera, donde
nos despedíamos, vimos llegar a mi madre. Con la túnica puesta, había dejado la
consulta para comprobar el chisme.
La esquina estaba llena de
gente, como siempre al caer la tarde. El bar Canadian tenía las mesas de la
vereda repletas de parroquianos. Nada de eso le importó. Allí mismo, en medio
de aquel gentío, me tomó de la trenza y me alejó de un tirón, al tiempo en que
le asestó a Cacho tremenda cachetada, todo regado de improperios y fuertes
amenazas a toda voz...
Al fin, con semejante
"hazaña" logró su objetivo. Mantuve mi relación con Nora y con su
mamá, siempre viéndolas cuando Cacho estaba en el trabajo... en ese horario me
dejaba ir. Pasó el tiempo, la familia de Cacho se fue del barrio y nunca más.
Podría haber quedado en un
recuerdo de adolescencia, pero un día, ya a principios de los 70' pasó algo
inesperado. Ya estaba casada y vivía con mi primer marido en Blanes y Guaná, en
un local con vivienda donde trabajábamos los dos. Una tarde, como si fuera un
cliente más, entró Cacho. Era él, sí, sonriente como siempre. Se había enterado
de mi paradero por alguien y decidió visitarme.
Pudo haber sido un precioso
reencuentro, pero las circunstancias lo hicieron tremendamente inoportuno. En
mi casa estaba pasando algo que yo no podía revelar, y actuar con disimulo
nunca fue mi fuerte. Eran tiempos de pre–dictadura, de implacable represión, y
adentro, detrás de la cortina que separaba el comercio de la vivienda, teníamos
un "invitado", un comerciante amigo que nos había pedido refugio por
dos o tres días, hasta que arreglara su salida del país.
No podía revelar esa presencia,
y tampoco supe inventar algo simple, que justificara la necesidad de atender a
alguien adentro sin despertar sospechas de mi visitante ni comprometerlo. Pude
haberle dicho "mi marido está enfermo en cama", o "acaba de
llegar mi suegra de visita", cualquier cosa. Pero no, me porté como una
idiota, le dije que estaba sola... y traté de alguna manera de no alentar la
conversación.
La charla duró unos veinte
minutos, y sólo puedo acordarme que fue amena, raramente amena, dada la
situación. Sólo recuerdo que el tema giró en torno de su familia, pero no le
pregunté dónde trabajaba él, ni si tenía teléfono y tampoco le pedí su
dirección... Una descortesía total, con alguien que merecía mi atención
especial, y que no debe haber comprendido mi actitud, o peor, tal vez haya
pensado que el tiempo me había convertido en una mujer trivial e indiferente.
Cuando entré, recibí un "Gracias
por la discreción" por parte del vecino, que obviamente escuchó todo
lo dicho y supo a tiempo que no era necesario escaparse por la azotea. Yo,
simplemente, me metí en el baño a llorar un buen rato.
Si bien no estaba en mi mente
la posibilidad de recibir aquella visita, me quedó bien claro que jamás se iba
a repetir. Y me acosó el convencimiento, de ahí en más y hasta ahora, de la
imagen que le desdibujé a sabiendas, estúpidamente, borrando todo el buen
recuerdo que hasta ese día pudo haber tenido Cacho de mí.
Varias veces busqué su nombre
en la guía telefónica, sin suerte, y ningún amigo común pudo aportarme datos.
Desapareció. Pero no pierdo la esperanza, porque aun hoy intento saber algo de
él. Si pudiera darle la explicación que no le di aquel día, tal vez podría
saldar, en parte, esa cuenta pendiente.
Muy bueno este cuento pendiente. Tan magnífica y bien construida tu narrativa que no pude menos que ponerme en tu piel, y sentir todo lo que sentiste, visualizar cada imagen. Claro que no debés perder las esperanzas porque si está escrito...sucederá. Felicitaciones, fue un placer leerte. Gracias
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