Eduardo y María Marta habían elegido Palermo. Ambos se conocieron en ese barrio y también hecho el secundario en el mismo colegio. Palermo – como solían decir ellos – no era un barrio, era una forma de ser. Toda una vida juntos, con trabajo y orillando los veintipico decidieron casarse. Y como no podía ser de otra forma, con los ahorros de su largo noviazgo, decidieron comprarse un hermoso departamento, en Palermo.
El piso de la pareja estaba en un edificio muy señorial y bastante antiguo, sobre la calle Soler. Era de esos que no se construía más. Puerta de hierro forjado con vidrios biselados, ascensor jaula, techos altos con molduras, puertas interiores con vidrios repartidos y hasta les habían dejado uno de los tantos radiadores de bronce de cuando el edificio tenía calefacción central. Las paredes eran de las de antes, de ochenta centímetros de espesor. Era un lujo venido a menos, que ellos con su santa paciencia, mientras levantaban la hipoteca, separaban unos pesos para pintar acá, o restaurar allá.
Como eran dos departamentos por piso, cada vecino hacía lo que se le antojaba con el suyo. Estaba el “new rich” que ponía una fortuna en remodelarlo a nuevo – tipo loft - , y estaban los que se les venía abajo. Y en el medio estaban ellos dos, empecinados en dejarlo tal como debería estar allá por los lejanos ’40. Con los estucos color manteca, los techos de rosetas, los paneles entelados, las largas tiras de madera de roble de Eslavonia sin plastificar, pero impecablemente lustradas. Edu y Marta se aventuraron como dos apasionados a restaurar de punta a punta ese departamento gigantesco que alguna vez se imaginaron majestuoso.
Luego de casi 15 años, el matrimonio – ya con dos niños a cuestas -, había dejado la Planta Baja A de Soler 3840 impecable. Años de lustrar, de lijar, de pintar, de buscar en las pinturerías artísticas en color exacto de ese panel del comedor para darle más esplendor al elefante noble, mientras pagaban religiosamente las cuotas del Banco Francés.
Una mañana sin decir agua va, Berenice, del quinto A tocó la puerta y pidió de hablar con la mujer de la casa. Vecina amable, Marta no tuvo reparos en ofrecerle un café en la cocina y disponerse a escuchar el tema que – adivinaba – debería tener la suficiente importancia como para que una ocupada ejecutiva, como lo era Berenice, quitara su tiempo para hablar con ella. El tema era Beatriz, la vecina de atrás suyo, la de Planta Baja “B”. Eminente antropóloga, visitada casi permanentemente por cientos de alumnos todos los días, tenía casi 95 años. Rodeada de libros y papeles, su vida era un caos que ella no se preocupaba en reparar, puesto que lo suyo era el terreno de las ideas, el “topos”, no los platos, ni la cocina, ni el orden. Sin embargo, un olor fétido una aciaga mañana de agosto, le advirtieron a Berenice que no todo andaba bien en lo de Beatriz. Y con una excusa banal – no recuerda bien cuál fue – le tocó el timbre. Mientras la dueña de casa la hacía pasar, espantada Berenice veía a su alrededor cientos de cucarachas corriendo cual mascotas por el recibidor.
Al llegar a la cocina el panorama no fue más alentador. Las pilas de platos se acumulaban junto con la grasa, las moscas y la putridez. Berenice estaba espantada. Como pudo le aceptó un vaso de agua a la anciana y la conversación duró lo mínimo e indispensable como para que la vecina del quinto se diera cuenta que la situación en dicho departamento era insostenible. Al salir jura que en un pasillo estaban dos ratas, del tamaño de su perro, copulando alegremente. Fue ver esto y escapar como alma que lleva al diablo.
Pues bien, era eso lo que la vecina de María Marta le venía a comunicar. Había que hacer algo. Esa mujer estaba muy anciana, rodeada de alimañas e infecciones, cucarachas y ratas y quién sabe qué cosas más. Y estaba allí, detrás suyo, en su departamento contiguo. Marta sopesó las cosas por un rato y le dijo que le iba a comentar a su marido ni bien llegara a su casa. Besos en ambas mejillas como en España y cada cual a su departamento.
A la noche y como al pasar Eduardo se puso al tanto del tema y le quitó importancia. Pero para consolar a su mujer que estaba algo preocupada habló con el consorcio, el cual luego de tres meses le respondió que según el abogado habría que hacerle a la mujer una acción de insania, que llevaba tiempo y dinero, que si el consorcio estaba dispuesto a afrontarlo, y un par de cosas más.
El tema entró en el olvido, como todas las cosas que no apremian, y con el correr de los días en Planta Baja “A”, tiraban raticidas, insecticidas y otros “idas” más para protegerse de la vetusta vecina. En Planta Baja “B” pululaban las alimañas y convivían con Beatriz junto a sus libros, apuntes y su libreta de enrolamiento que rezaba que ya tenía 96 años yendo para 97.
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Septiembre siempre es cálido con los porteños. Y más si se vive en Palermo. Los pájaros retoman su cotidiana presencia, hay aromas de flores en el aire y la gente está como más dispuesta. A qué, no se sabe. Pero las caras son otras.
Sin embargo esa mañana sobre la calle Soler al Tres Mil Ochocientos estaban estacionadas dos ambulancias, tres patrullas policiales y al menos una docena de personas sobre la vereda se agarraban la cabeza, lloraban y alguno que otro emitió un grito de dolor. Sobre una camilla cubierta con una sábana estaba el cadáver pútrido de Beatriz, que había muerto hacía una semana sin que nadie se percatase de ello. Festín para las ratas, la dejaron casi con la osamenta al descubierto. El resto lo hicieron las cucarachas, que como se sabe, come de lo que los demás dejan.
Lo triste fue la familia de Planta Baja A. Cebadas por el festín, a las ratas ya nada les quedaba y por debajo de los añosos pisos y roídas cañerías visitaron a Eduardo, María Marta y sus dos hijos. Por la forma que presentaban los cadáveres, algo se habían resistido, pero eran tantos los roedores, cientos, miles, que les fue imposible batallar contra ellos.
Mientras las cinco camillas salían rumbo a las ambulancias, una patrulla de desinfecciones de la ciudad arribaba al lugar. Como de costumbre, como siempre, tarde. Muy tarde.
¡Excelente cuento, narrativa impecable, final inesperado! Amigo, me tuviste en vilo todo el tiempo que duró mi lectura, sin obviar ni una coma, nada de nada pues, que todo está donde debe estar. Felicitaciones por este y por tu talento para contar historias con la simpleza de los grandes escritores.
ResponderEliminarMuchas gracias querida amiga Myriam!!! Son demasiados elogios para un simple amateur como yo!! Gracias, de corazón. Es un placer para alguien que escribe por pasión, recibir de alguien comentarios elogiosos, eso quiere decir que uno le llegó al alma a alguien y eso basta.
ResponderEliminarAbrazos
Carlos