Coco sintió que se le caía el mundo abajo cuando su hija menor se casó con un extranjero. Lo había conocido durante un viaje a Disney que él mismo le había pagado para que fuese con sus hermanas. La mandó a la patrona para acompañarlas y prefirió no ir, porque esas cosas de ratones y dibujos animados lo hastiaban bastante.
El hombre se enorgullecía de ser más argentino que el dulce de leche y eso que su país no se la había hecho fácil. Desde sus épocas de militante, cuando la policía lo corría a palazos al encontrarlo pintando una pared a favor de un puntero barrial. Ni que hablar de las épocas en las que era delito hacer política y se pasaba unos días a la sombra por el sólo hecho de manifestar sus ideas.
Cierto que el partido había premiado su fidelidad con un cargo de concejal. Aquel sueldo por algunos años, y la jubilación posterior le permitían vivir dignamente pero también le habían costado más de un disgusto. Como el mes que se “comió” preso en un barco, después del golpe del ´76. Sin embargo le había ido mucho mejor que a otros compañeros de los que nunca se volvió a saber, pero jamás logró quitarle a su mujer el miedo de perderlo para siempre.
Entonces se había negado a irse al exterior, a pesar de las súplicas de la familia. Lo mismo hizo cuando empezó la democracia y los militares seguían manifestando su descontento con asonadas y levantamientos. No lo corrieron la hiperinflación ni la crisis de los 2000, que dejaron a la mayoría de sus amigos en la bancarrota y licuaron sus ahorros.
Para Coco al país había que ponerle el hombro y quererlo tal como era o trabajar para cambiarlo. El no la iba con la queja permanente y la historia de que en Europa o Estados Unidos esto o aquello no pasaban. Era de los tontos que todavía se emocionaban cuando escuchaban el himno o veían jugar a la Selección de fútbol. Extrañaba a morir cada vez que se iba afuera, aunque sea a Uruguay.
Por eso no entendió que Victoria se enamorase de un extranjero. Y menos aún que se fuese a vivir con él a los Estados Unidos. Intentó convencerla: Le habló hasta el cansancio de la desventura de vivir lejos de la patria, pero el amor pudo más y tuvo que dejarla irse. Se contentó con la promesa de que si alguna vez venían los hijos, les enseñarían a hablar en español.
Mientras tanto, se acostumbró a abandonar su tierra para visitar a su hija. Un mes al año se dejaba pasear por playas coquetas, parques temáticos y monumentos históricos, llevado de la mano por sus tres nietos Salvador, Francisco y Lucía, que hablaban español con un marcado acento extranjero. Entre visita y visita no se cansaba de hablarles de San Martín y Belgrano, Mercedes Sosa y la revista Billiken.
Murió lamentándose la distancia que lo separaba de su hija y sus nietos, y, por sobre todas las cosas, que los cobijase un cielo que no era el de la patria. Ellos llegaron a tiempo para despedirlo y se quedaron un tiempo en Buenos Aires para elaborar el duelo.
Dedicaron más de un mes a recorrer la ciudad, reencontrarse con amigos y parientes y seguir la buena campaña de Boca Juniors. A los nietos de Coco les asombraba que los chicos argentinos supiesen tanto sobre los Estados Unidos. Cualquiera chapurreaba inglés, sabía la fecha de independencia y podía hablar de Barak Obama y la Estatua de la Libertad. Pero lo que más les fascinaba era la calidez de la gente de la tierra de mamá y el abuelo. Los últimos días de la visita se transformaron en una sucesión de cumpleaños y pijamadas, festejos y despedidas.
El día de la despedida en Ezeiza sintieron que la Argentina se les había metido en la piel. Salvador y Lucía soñaban con llegar a casa para contarles a sus amigos las maravillas que habían conocido en un país tan lejano. Francisco se iba con los ojos empañados sin poder definido que le pasaba. No volvió a ser el mismo. Su timidez no encajaba con una sociedad exitista e individualista.
En menos de seis meses había conseguido una invitación de uno de sus tíos para volver y logró el permiso de sus padres para terminar la escuela en Buenos Aires. Juró que iba a quedarse para siempre. En algún lugar, el abuelo Coco paladeaba su revancha.
Eso es amor a la patria
ResponderEliminarGracias querido Ramón Cabrera!!
ResponderEliminarSólo los que han tenido que estar fuera de su patria conocen el dolor del desarraigo.
Un fraternal abrazo
Eva y Carlos
Editores de "Todas las Artes"