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miércoles, 21 de marzo de 2012

REVANCHA, por Eva Marabotto, de Buenos Aires, Argentina


Coco sintió que se le caía el mundo abajo cuando su hija menor se casó con un extranjero. Lo había conocido durante un viaje a Disney que él mismo le había pagado para que fuese con sus hermanas. La mandó a la patrona para acompañarlas y prefirió no ir, porque esas cosas de ratones y dibujos animados lo hastiaban bastante.
El hombre se enorgullecía de ser más argentino que el dulce de leche y eso que su país no se la había hecho fácil. Desde sus épocas de militante, cuando la policía lo corría a palazos al encontrarlo pintando una pared a favor de un puntero barrial. Ni que hablar de las épocas en las que era delito hacer política y se pasaba unos días a la sombra por el sólo hecho de manifestar sus ideas.
Cierto que el partido había premiado su fidelidad con un cargo de concejal. Aquel sueldo por algunos años, y la jubilación posterior le permitían vivir dignamente pero también le habían costado más de un disgusto. Como el mes que se “comió” preso en un barco, después del golpe del ´76. Sin embargo le había ido mucho mejor que a otros compañeros de los que nunca se volvió a saber, pero jamás logró quitarle a su mujer el miedo de perderlo para siempre.
Entonces se había negado a irse al exterior, a pesar de las súplicas de la familia. Lo mismo hizo cuando empezó la democracia y los militares seguían manifestando su descontento con asonadas y levantamientos. No lo corrieron la hiperinflación ni la crisis de los 2000, que dejaron a la mayoría de sus amigos en la bancarrota y licuaron sus ahorros.
Para Coco al país había que ponerle el hombro y quererlo tal como era o trabajar para cambiarlo. El no la iba con la queja permanente y la historia de que en Europa o Estados Unidos  esto o aquello no pasaban. Era de los tontos que todavía se emocionaban cuando escuchaban el himno o veían jugar a la Selección de fútbol. Extrañaba a morir cada vez que se iba afuera, aunque sea a Uruguay.
Por eso no entendió que Victoria se enamorase de un extranjero. Y menos aún que se fuese a vivir con él a los Estados Unidos. Intentó convencerla: Le habló hasta el cansancio de la desventura de vivir lejos de la patria, pero el amor pudo más y tuvo que dejarla irse. Se contentó con la promesa de que si alguna vez venían los hijos, les enseñarían a hablar en español.
Mientras tanto, se acostumbró a abandonar su tierra para visitar a su hija. Un mes al año se dejaba pasear por playas coquetas, parques temáticos y monumentos históricos, llevado de la mano por sus tres nietos Salvador, Francisco y Lucía, que hablaban español con un marcado acento extranjero. Entre visita y visita no se cansaba de hablarles de San Martín y Belgrano, Mercedes Sosa y la revista Billiken.
Murió lamentándose la distancia que lo separaba de su hija y sus nietos, y, por sobre todas las cosas, que los cobijase un cielo que no era el de la patria. Ellos llegaron a tiempo para despedirlo y se quedaron un tiempo en Buenos Aires para elaborar el duelo.
Dedicaron más de un mes a recorrer la ciudad, reencontrarse con amigos y parientes  y seguir la buena campaña de Boca Juniors.  A los nietos de Coco les asombraba que los chicos argentinos supiesen tanto sobre los Estados Unidos. Cualquiera chapurreaba inglés, sabía la fecha de independencia y podía hablar de Barak Obama y la Estatua de la Libertad. Pero lo que más les fascinaba era la calidez de la gente de la tierra de mamá y el abuelo. Los últimos días de la visita se transformaron en una sucesión de cumpleaños y pijamadas, festejos y despedidas.
El día de la despedida en Ezeiza sintieron que la Argentina se les había metido en la piel. Salvador y Lucía soñaban con llegar a casa para contarles a sus amigos las maravillas que habían conocido en un país tan lejano. Francisco se iba con los ojos empañados sin poder definido que le pasaba. No volvió a ser el mismo. Su timidez no encajaba con una sociedad exitista e individualista.
En menos de seis meses había conseguido una invitación de uno de sus tíos para volver y logró el permiso de sus padres para terminar la escuela en Buenos Aires. Juró que iba a quedarse para siempre. En algún lugar, el abuelo Coco paladeaba su revancha.

2 comentarios:

  1. Eso es amor a la patria

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  2. Gracias querido Ramón Cabrera!!
    Sólo los que han tenido que estar fuera de su patria conocen el dolor del desarraigo.
    Un fraternal abrazo
    Eva y Carlos
    Editores de "Todas las Artes"

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