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jueves, 15 de marzo de 2012

EL GATO CON BOTAS ©, por Carlos Alejandro Nahas, de Buenos Aires, Argentina


La vida de Tomasa y Antonio fue un río manso y tranquilo. Siempre. Antonio, o Tonio como lo llamaban los amigos, desde que tenía memoria fue empleado de ferrocarril. Primero pica boletos, luego boletero de ventanilla. Con el correr de los años y gracias a su buena predisposición para el trabajo lo ascendieron a guarda, luego a maquinista, cargo máximo al cual podía aspirar un tipo con un secundario incompleto como él.
            Eso sí, siempre en Retiro. Si no era la Línea Mitre era la Belgrano. Pero siempre de Retiro al Norte. Sus jornadas discurrían entre la vista de los chalets bajos de San Isidro y Martínez y su regreso a casa. Sobre las siete, el atado simple al hombro y a ver a la doña. Tenían un pequeño departamento en Tacuarí y Cochabamba. Pleno San Telmo. Un tres ambientes en un séptimo piso, que daba a la autopista y a Constitución. Vaya paradoja, vivían frente a la estación que estaba en la otra punta de la ciudad.
            Todas las mañanas Antonio, subte B y al trabajo. Tomasa, a los menesteres diarios. Un beso, dos tostadas con manteca y un café negro. Y a empezar la jornada. Sobre el mediodía él la llamaba de puro cariñoso nomás. Cuando era guarda, desde un público. Cuando lo fueron ascendiendo se las fue rebuscando para que puntualmente, cerca de las 12, 12 y media ella recibiera su dosis diaria de mimos mesurados. Cuando llegó a la ventanilla, desde su teléfono. Y ya más grande y de maquinista, desde la estación que lo agarrara a esa hora.
            Tenían una hermosa vida en común. Se conocían desde adolescentes y el de ellos fue un amor que creció naturalmente, como esas flores del campo, que no necesitan riegos para dar sus colores. Quiso el destino que no tuvieran hijos. Algunos dicen que fue para que no interfirieran en ese amor del puro, del grande, del único. Otros hablaban de los azares de la biología. Lo cierto es que el matrimonio reemplazó, a lo largo de casi cincuenta años de vida en común, los hijos por los gatos. Y tuvieron como diez. Nunca más de uno por vez. Se moría uno y adoptaban puntualmente otro. Sin nombre raros ni altisonantes. A lo sumo Michifuz fue el más estrafalario.
            Sobre la década del 90 Menem dijo “ramal que para, ramal que cierra”. Y con las reestructuraciones le llegó el telegrama a Antonio, a menos de cinco años de la jubilación. Se acogió a un “retiro voluntario”, eufemismo que significaba “me dan unos pesos hasta que me jubile y me pegan una patada en el culo”. Y Antonio juntó todas sus cosas en una caja mínima, le dio un abrazo a cada uno de sus compañeros desde hacía más de treinta años y se fue con la Tomasa a vivir sus últimos años de vida.
            Alternaron sin muchas convicciones entre el departamento de San Telmo y una casita bien modesta que tenían en Calamuchita para las vacaciones. En vez de ir un mes, se iban seis. Pero a partir de entonces para Antonio ya nada fue igual. Las mañanas lo agarraban tristón y medio desnudo, como con frío. Un chequeo anual en el Sanatorio de La Fraternidad le detectó un avanzado cáncer de pulmón. “Las máquinas diésel” le explicaron. Lo trataron con mucho cariño y pocas convicciones. A los seis meses la Tomasa estaba enterrando lo único bueno y noble que le había tocado en toda su vida.
            Con sesenta años y nadie a su alrededor, salvo el “Moteado”, un gato callejero que llevaba con ellos más de 15 años, ese día volvió del cementerio con una sola certeza. Se tiró en la cama y esperó por La Parca seis meses, hasta que también llegó.
            Los vecinos nos enteramos que la viejita del séptimo había muerto porque una mañana, el gato, ya sin nadie que lo cuidara desde hacía dos días tomo también él la decisión final. Y viendo las ventanas del balcón abiertas se arrojó al vacío, en un suicidio tan lleno de sentido como la muerte de sus amos.

5 comentarios:

  1. ME ENCANTÓ CARLITOS, EN MI CASA TENGO OCHO GATOS GRANDES Y SEIS RECIÉN NACIDOS. LES GANÉ A ANTONIO Y TOMASA. GRACIAS. JORGE JUDAH CAMERON.

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  2. Gracias querido Jorge Cameron. Realmente el relato está basado en un hecho real que viví en mi adolescencia en el edificio de al lado de mi casa.
    Un gran abrazo
    Eva y Carlos
    Editores de "Todas las Artes"

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