“Dicen que el hombre no es hombre mientras no oye su nombre de labios de una mujer”.
Antonio Machado
Agua fresca. Río limpio. Piedras translúcidas y pequeñas mojarritas. Eso era lo que vea José mientras meditaba acerca de lo que había pasado aquella mañana aciaga. José era ya desde hacía varios años un personaje reconocido en aquél pueblo olvidado. Era cada día más y más “José el Bueno”.
Además, tenía proyectos para cada cosa que veía o tocaba en el pueblo, pese a tan sólo sus cortos diez años. Nunca se interesó en la política como tal sino como forma de ayudar a los que menos tenían. Un nuevo balneario, un nuevo dique, una nueva unidad sanitaria, un nuevo colegio. Esa y muchas otras cosas se le ocurrían mientras desandaba los caminos polvorientos. Se lo contaba a sus amigos cuyo único interés era ver si se podía conseguir la figurita de lata de Cherro, comprarse el último modelo de “championes” o escuchar el relato radial del último clásico Belgrano – Talleres.
Le decían que estaba loco, que dejara de pensar en esas tonteras, que nadie jamás se lo iba a agradecer, que el pueblo lo que necesitaba era más castillos e infraestructura para que siguieran viniendo Lolita Torres, Enrique Muiño, Elías Alippi o Libertad Lamarque. Para que no se fueran a Los Cocos o a La Cumbre o al Hotel Edén de La Falda, temible competencia. Pero en líneas generales, ya en aquellos años despuntaba en José un viejo hábito que lo acompañaría por el resto de su vida: hacer un proyecto y molestar a cuando edil o al mismísimo intendente, hasta lograr su cometido.
Aquella mañana no había sido igual a tantas otras. Además de sus proyectos para el pueblo, aquel chiquilín que apenas despegaba del piso tenía otra obsesión. Su principal obsesión: el amor de Olguita. Olguita era la mayor de los Gath, morocha, pelo lacio azabache, ojos profundos color almendra y eternas pestañas. Todavía en sus once no se adivinaban formas femeninas pero sí un indómito carácter que la hacía – hiciese lo que hiciese y estuviese con quien estuviese – el centro de atención y mirada de todos. Más adelante tuvo secundaria completa en colegio de monjas – todo un avance para la época – y su aya la acompañó hasta bien entrados los 18.
Lo cierto era que José hacía ya largos tres o cuatro años había quedado perdido en su mirada de gacela. Todos, o casi todos los días, a la salida del colegio, iba a la casa de los Gath a jugar con Albertito, el menor, como vana excusa para contentarse con verla pasar una vez al día de la cocina al comedor. Eso fue entre los seis y los nueve. Los juegos se hacían más recurrentes y su amor más incondicional. Luego llegó la noticia de que los Gath se iban a Córdoba y se hizo un cañadón en el pecho de José hasta que supo que el hotel familiar los había cautivado y volverían tres meses al año. Para el verano.
Pero Córdoba era una ciudad ya grande por entonces y la competencia en materia de lides amorosas, feroz. No podía dejar pasar mucho tiempo, porque él quería compartir con Olguita todo: sus penas, su melancolía, su sed de justicia, su amor por Capilla, sus ríos eternos, sus sierras de esmeralda. Todo. Pero el tiempo esta vez le jugaba en contra, le boicoteaba sus planes, le socavaba la moral y las palabras. Debía actuar, rápidamente. Ya.
Como todos los años, aquel verano del 23 no fue una excepción. Mediados de diciembre y comenzaba a llegar los turistas adinerados de la colectividad, entre los que estaban los Gath. Los baúles de ropa y enseres se contaban por docena. Como siempre llegaban Don Miguel, Doña Cecilia y sus tres hijos entre ellos la increíble Olguita , que siempre prefería quedarse leyendo en la galería del hotel antes que salir a enchastrarse al río con los muchachotes conocidos. La única actividad que practicaba Olga al aire libre era salir a montar a caballo con la única compañía de su hermana René - es que no era lo mismo practicar “equitación” que ir a “bañarse al río” -.
No se sabe de dónde sacaron los 10 u 11 añitos de José las fuerzas necesarias, pero lo cierto es que la tarde estaba nublada y a él le temblaban las piernas. Se acercó caminando despacio, como lo hacía siempre, con sus pantalones cortos y sus visiones largas. Acercó una silla al lado de Olguita y se pudieron a hablar acerca de las naderías de siempre. El auto nuevo de los Munir, las últimas telas que habían llegado de Francia, la reciente mudanza de Libertad Lamarque a Los Cocos y los rumores de que los dueños del Edén de la Falda estaban en la quiebra. Hasta que no se sabe de qué profundidades sacó fuerzas José y le espetó a cuento de nada:
- Olguita, si yo te propusiera algo, ¿vos me dirías que sí? –
- Bueno, habrá que ver de qué se trata José – le contestó ella siempre rápida para el sarcasmo, con la lengua afilada como una aguja, pero esta vez tomada de sorpresa.
- ¿Vos querrías ser mi novia, Olguita? exhaló un José al borde del desmayo.
Los minutos que siguieron entre la pregunta y la respuesta fueron centurias para José. Le parecía que cada tic tac del reloj de la sala duraba décadas. Pero al mismo tiempo no quería que una respuesta apresurada de ella echara todo a perder, rápidamente le espetó:
- Tomate tu tiempo, si querés, no es algo que me tengas que contestar ya ¿eh? –
Olga se corrió un bucle de la cara como vio hacer en una película a Heddy Lamarr, bajo los ojos lentamente, se acomodó la pollera larga plisada y luego lo miró. Comenzó a hablar midiendo las palabras, distante kilómetros de allí, calculando cada una de las inflexiones que iba a pronunciar.
- José, vos sabés que yo a vos te quiero mucho, que somos grandes amigos desde hace ya varios años, que vos y Albertito se la pasan jugando -
- Lo sé, lo sé – la interrumpió bruscamente él – pero la verdad es que esto que siento por vos ya no lo puedo controlar más, te adoro Olguita, y tengo miedo que la vida nos separe –
- Mirá José, ahora que lo decís claramente, la verdad es que yo siempre te he visto como un amigo, un confidente, un compinche, un compañero de aventuras, pero novios, no sé, me parece que somos muy chicos, que tenemos mucho por delante, que -
- Ya te dijo Olguita – volvió a interrumpir José – por eso te dije que te tomes todo tu tiempo, todo tu tiempo – comenzó a desesperar él ya perdiendo todo aliento, las fuerzas, el alma se le escapaba por debajo de las baldosas y su cara ruborizada y llena de colores hubiese deseado estar a doscientos kilómetros de allí, en Cruz del Eje, en Córdoba, en Buenos Aires.
Nuevo silencio eterno de parte de ella. Esta vez duró dos o tres minutos, pero a José le pareció que duraba la batalla de las Ardenas.
- Esta bien – dijo ella – vamos despacio. En principio te digo que sí, pero que no se entere nadie – y como si hubiesen terminado de hablar del tiempo, volvió su mirada al libro de Dumas que tenía sobre su regazo.
Él no podía creer lo que había escuchado. Todavía atónito y palpitándole las sienes de la emoción le dio un beso mágico en la frente y salió corriendo del hotel como si sus pies fueses alas, cantando una canción de Luis Sagi Barba a viva voz y despertando la curiosidad de su madre y los amigos que se le cruzaban por el camino.
Fueron seis meses de encanto. Todo le parecía maravilloso. Llegaba del colegio y se ponía a escribir febriles cartas a Córdoba, destinadas a Olguita, su amada, su tierno ensueño, el motivo de sus desvelos. Se quedaba noches enteras en vela para escribir los sonetos más dulces. Copiaba a Béqcer y a Darío, pero alguna que otra cosa era suya.
En julio, y sin que la pasión mermase un solo segundo, los Nazer fueron a pasar vacaciones de invierno a Córdoba Capital. El mediodía era cálido y acogedor y como por arte de magia Olguita y José se encontraron solos aquélla tarde en la casa de los Gath, mientras el resto de la familia emprendía excursión planificada a las iglesias coloniales.
Allí José le preguntó si podía poner un disco en la vitrola, a lo que ella asintió. Luego, con voz entrecortada le preguntó si le gustaría bailar, y ella con determinación le dijo que sí. En el medio del vals José quiso robar su primer beso y ella fría como el mármol le lanzó:
- Mirá José, yo quería hablarte acerca de lo que pasó hace seis meses en Capilla, digo, para que no te confundas –
Él la miró con un dejo de extrañeza y todas las sierras parecieron venírsele encima. Le preguntó qué le quería decir.
- Yo aquella vez te dije que si para sacarte de encima, porque la verdad es que sos un poco pesado y toda la familia comenta acerca del tema. Pero la verdad es que yo no te quiero y no sé si quiero meterme en esos temas que no entiendo en estos momentos –
José bajo los brazos y se la quedó mirándola atónito. No podía creer lo que sus oídos escuchaban. Nunca había sido de muchas palabras y aquélla vez no fue la excepción. Se dio media vuelta y se fue.
Tres días y tres noches duró la fiebre que lo mantuvo en cama delirando y llorando sin cesar. La familia se preguntaba qué le había pasado al muchacho de repente. Doctores, curanderas, paisanos y hasta tarotistas – toda una novedad para la época – no lograron dar en el clavo. Miguel con su sabiduría e intuyendo algo más diagnosticó: - Ya se le pasará, son cosas de la edad m’hijo - le dijo palmeándole la cabeza tiernamente.
El viaje de regreso fue un infierno. Ese tren parecía hecho todo entero de plomo y las cuatro horas a José se le antojaban cuatro días. Con el correr del tiempo la profunda tristeza se fue desvaneciendo y tímidamente las cartas volvieron a ser escritas, sólo que esta vez de cada tres sólo una recibía respuesta. De a poco y tímidamente renacieron las esperanzas.
Marzo del año siguiente. Andén de la estación de Capilla. Toda la familia Gath y Karam estaba ya arriba y abajo algunos de los Nazer saludaban agitando pañuelos como se usaba en la época. José había vuelto a la carga, pero esta vez de una manera un poco más sofisticada, y también definitiva. Escribió la más bella carta de amor que se pudiera haber escrito jamás y minutos antes de partir el tren la depositó en las pequeñas manos de paloma de Olguita. Le dijo juntando todas sus fuerzas:
- Olguita, esto es definitivo – Leela bien, tenés tiempo hasta que salga el tren. Lo único que te pido es que si es sí, la guardes, si es no, la rompas y la tires por la ventanilla. No te apresures. Falta como media hora. Pero te pido, por el amor de Dios, que lo pienses bien. No hay retorno. Si es no, no te molestaré nunca más en la vida. Pero si es sí, te haré la mujer más feliz de la tierra. Te quiero –
Ese bollo de papel arrojado desde la ventana del tren 20 minutos después fue el instante más doloroso y cruel que le tocó vivir a José en toda su vida. Ya nada sería como había sido hasta entonces. Con el tiempo las heridas fueron cicatrizando lentamente, sólo que ese dolor en el pecho jamás se fue.
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