“El pesimista se queja del viento, el optimista espera que cambie,
el realista ajusta las velas”.
William Arthur Ward.
En Homs el mercado central parece un océano de voces lejanas y distantes. Si nos acercamos más podemos ver a los puesteros que venden dátiles juntos a huevos, gallinas con cabras, telas de terciopelo con alfombras. Todo se vende, todo se compra. Están los que van a ver qué pasa, los que adquieren alguna pequeña cosa por costumbre, los que hacen las compras del día, los que van a hacer grandes negocios, los que pretenden regatear, los que regatean profesionalmente y los que simplemente, miran.
El mercado central de Homs es la ciudad de Homs en miniatura, con sus grandezas y sus miserias, con sus cúpulas maravillosas y sus chozas desvencijadas, con sus puestos de tres dinares el kilo de pistacho y de seiscientos el metro de tela de pana. Homs es la segunda ciudad de Siria, peleando codo el codo ese fútil privilegio con Aleph (sólo que dicha ciudad tiene puerto de mar y Homs no). Desprecia profundamente a Hamas, tercera ciudad en orden y consideran a sus ciudadanos de segunda, simples opas a los que creen tales por efecto de un extraño río: El Orontes.
Sostiene el imaginario popular que el Orontes nace en las montañas, baña primero las callejuelas de Homs y desemboca en Hama. Sus habitantes son poco lúcidos porque según sus vecinos, los “homsíes”, los de Hama toman agua de ese río, previa “orinada” de los homsíes. A su vez los ciudadanos de Homs son considerados como nuestros cordobeses, gente bromista hasta el hartazgo, con fama de temerarios, algo de locos y causantes de muchos de los males y desgracias de ese alejado confín del mundo. O sea que unos son despreciados por estúpidos y otros por arrogantes. Como en la mayoría de esos países abandonados a la buena de Dios (o de Alá), los únicos ciudadanos que cuentan son los de su capital, Sham (o Damasco). Ser de allí equivale a ser recibido con todos los honores y bendiciones, aunque se vistan harapos. El pasaporte: un acento inconfundible, inimitable, que sólo miles de años de árabe cerrado han educado en su población.
Sin embargo Homs tiene un extraño privilegio: ser una de las ciudades en pié con mayor antigüedad del mundo moderno. Asirios, sumerios, caldeos, persas, romanos, árabes peninsulares, turcos otomanos, romanos, franceses e ingleses dejaron una impronta de añejamiento y cosmopolitismo que pocas ciudades poseen, salvo la misma Roma , Alejandría y tal vez Londres. Ese es otro punto a favor de Homs y sus pobladores, altivos y jocosos.
A principios de 1900 no sólo la hambruna había hecho estragos en el pueblo. Infinitas guerras con diversas ocupaciones lo habían convertido un lugar muy poco seguro en determinados barrios, que eran los más. Sólo un puñado de casas se agolpaba en un privilegiado barrio cristiano donde convivían ortodoxos árabes y maronitas, católicos apostólicos y musulmanes “laicos”. Pero día a día el cerco se estrechaba en torno a ellos y tanto ingleses como franceses no pensaban dejar pasar la oportunidad de irrumpir en esos palacios que alguna vez habían conocido tiempos mejores.
Conocedores de la situación, la familia Gath tenía suficiente dinero y poder para comenzar su destino en un lugar más venturoso. Su exilio no era económico sino político. Pese a que Cecilia sabía fluidamente leer y escribir en al menos cuatro idiomas y los contactos de la familia Karam se extendían a toda Europa, ésta tampoco atravesaba un momento de esplendor. Había rumores de que una nueva guerra – pero esta vez de proporciones descomunales – se avecinaba en el Viejo Continente. El futuro estaba en América.
Entonces, Cecilia y su marido, sin pensarlo dos veces se aventuraron en el mar de la desesperanza y el desarraigo. Eran muchas las cosas que dejaban atrás, con dolor y lágrimas en los ojos. Sin embargo, los 16 años de Cecilia hacían que las cosas fueses más sencillas para todos. La juventud siempre ayuda a la aventura.
Viaje de dos meses en primera, con niñera y valet. Sedería comprada en extraña Argentina, nombre que sonaba a sirena de mares lejanos. Hacia allí partieron Miguel y Cecilia, junto con Juan, el hermano del marido, el culto, el estudioso, el magnánimo, el que no amagó un solo mareo en aquella cubierta repleta de furiosos oleajes rumbo al paraíso buscado. El lugar: Capilla del Monte, sitio que adivinaban pequeño y verde. El idioma no era extraño, Tío Juan sabía inglés, francés, árabe, español y hasta latín.
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En su adolescencia Juan había iniciado estudios para dedicarse a lo que más amaba: a adorar al Cristo crucificado y su madre María en convento capuchino, alejado de las tentaciones del mundo y de la carne. Esa mañana de sus diecisiete años la panadería cometió el error imperdonable de mandar a la hija menor de los Bachir, morocha de ojos noche, pestañas eternas y senos incipientes. Juan la vio y supo que su vida jamás volvería a ser la de antes. Al día siguiente pidió dispensa y nunca más apareció por los claustros. Por aquellos tiempos o se era cura, o militar o comerciante. Juan trocó los hábitos por las telas, aunque nunca supo más nada de la niña que lo atormentaría por largos 10 años de febriles sueños.
Luego inició solo un viaje iniciático adelantándose a su hermano. Tocó primero el Río de la Plata y luego subió por el Paraná. Remontó ríos, selvas y montes hasta llegar al Amazonas. Meses después regresó a Siria con un par de sentencias. Una de ellas era que el futuro estaba en Argentina. La otra era que en el gigante brasilero, el Amazonas, había visto horrores que se llevaría a la tumba sin contar. Y esta promesa la cumplió hasta el último día de su vida.
En Capilla del Monte, Juan instaló tienda sofisticada, importaba telas de Francia y clientela de Córdoba Capital. De sus muchos idiomas el francés era el que más cautivaba a las niñas de la alta sociedad de Córdoba, que viajaban largas cuatro horas sólo por escuchar un “Très bien” de boca de ese morocho alto y soñador, ojos grises y peinado a la gomina. Los ayudaba su hermano Miguel mientras Cecilia descubría los placeres de las siestas eternas y el amor de su amado.
El jardín de Juan guardaba otro de sus misterios mejor atesorados. Fruto de largas enseñanzas de los capuchinos, conocía como nadie los injertos y los entremeses de la botánica, tanto así que se llevó a la tumba el secreto de sus rosas mitad blancas, mitad rosas, sus jazmines con bordes rojos y sus violetas blancas con aroma a lavanda. Eso y su biblioteca de más de cinco mil volúmenes que llegaron en veinte baúles desde su lejana tierra y estando ya él en tierra de ángeles, fue a parar a manos de mercachifles ignorantes.
En Capilla del Monte, atrás del negocio de Juan y Miguel, cerca del jardín encantado, nacieron Alberto, Olga y René, primeros argentinos de una generación de verdaderos colonos criollos. Luego del nacimiento de René, mejores oportunidades en Córdoba Capital mudaron las esperanzas de la familia Gath a 100 kilómetros de allí. Pero el embrujo de Capilla, más una retahíla de primos en La Cumbre, hicieron que año a año fueran a pasar largas vacaciones al hotel de la Colectividad, el Hotel de los Nazer, donde Alcira y José ponían sus bocas rojas de tanto comer granadas robadas en la hora de la siesta.
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Allí, a la edad de tan sólo 7 años José vio a Olga y supo lo que era el amor, el encanto y la dulzura. Mientras todos sus hermanos estaban en el río, ella leía ensimismada en la galería familiar. Y ahí mismo supo que las flores no tendrían el mismo aroma, los pájaros no volarían igual y las mariposas perderían sus colores si él no tenía a esa chiquilla entre sus brazos para decirle que la amaba, profunda y tiernamente, como sólo se puede amar a los siete años. Y allí mismo, un día de noviembre de 1920 nació un amor eterno, inconmensurable, capaz de atravesar todas las barreras, aún las del tiempo.
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