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lunes, 12 de marzo de 2012

DON JOSE ® NOVELA, por Carlos Alejandro Nahas. CAPITULO 1. JOSÉ “EL BUENO”

“Debemos arrojar a los océanos del tiempo una botella de náufragos siderales, para que el universo sepa de nosotros lo que no han de contar las cucarachas que nos sobrevivirán: que aquí existió un mundo donde prevaleció el sufrimiento y la injusticia, pero donde conocimos el amor y donde fuimos capaces de imaginar la felicidad”.
Gabriel García Márquez

Yabrud. Pequeño pueblo de un país remoto de Medio Oriente llamado Siria. En 1911 era protectorado francés. Luego lo fue inglés. Mayoría de musulmanes lo poblaban, aunque una minoría castigada de cristianos ortodoxos y apostólicos romanos establecía sus ritos con paciencia y a escondidas. A las 7 y 30 de la mañana de un día ignoto de octubre de 1912 pega un grito desolador y emotivo un pequeño niño de tan sólo 3 kilos, al que los padres deciden bautizarlo Josué, o Joseph, o José. El hambre apremia y las cabras son cada vez menos. En tan sólo un año deciden partir hacia un futuro mejor con los dinares ahorrados y otros que aportaban familiares y amigos. El destino, América del Sur, tal vez Brasil, tal vez Argentina. La situación en Hama, Homs y Sham (Damasco), principales ciudades, era desesperante, y el ruido de los estómagos se asemejaba cada vez más al ulular de los beréberes en el desierto cercano.
La fría mañana de julio de 1913. El Puerto de Buenos Aires se recorta contra el cielo rosado como una visión de fuego. País promisorio, donde todo era posible. Hotel de los Inmigrantes primero, en el Retiro de los Ingleses. – “Apellido” – preguntan – “Nashra” responden – “Nazer”, anotan los contables de migraciones con primaria escueta y orgullo altivo. - “¿Y el niño?” preguntan, “Josué” responden – “José” anotan e intiman - intérprete mediante - a anotarlo en el registro civil cuanto antes.
Edificio gris, mole gigantesca, río marrón, estilo francés, todo en ese lugar era extraño y maravilloso a la vez. Viene el tío Ezra al puerto y los aloja en pensión de la Boca con promesa de llevarlos a vivir a un pueblo en Córdoba, donde las moras son como en Aleph, las mariposas como en Hama y los ríos como el Orontes, ya lejanas referencias de una Siria que jamás volverían a ver.
Parten tres meses después con bolsillos flacos pero panzas llenas, con elemental español y tremenda red de lazos familiares. El viaje en tren a Córdoba se asemeja a una escena de sainete, con bártulos, baúles y cientos de miles de cosas entre las que se mezclan las telas adamasquinadas, las cafeteras de cobre, los pañales del pequeño José, el incipiente embarazo de su madre y los mostachos de su padre. 12 horas hasta Córdoba entre el humo de la maquinaria y los gritos de la tercera clase. Dos horas más de espera hasta el trasbordo del tren de las Sierras y otras cuatro atravesando montañas que se asemejaban a las de Yabal Abd al-Aziz, o tal vez a las de Yabal Visir, aunque mucho más verdes y enormes.
Los primeros años fueron de esfuerzos continuos y compartidos. Invirtieron todos los ahorros en un hotel, donde recibían a la colectividad árabe en pleno, con madrugadas de narguile con pétalos de rosa, café oriental y mamul o grabis. Poco a poco las cosas fueron mejorando. A José lo anotaron en el año de 1914, en el misérrimo Juzgado de Paz del pueblo, contando entonces para la ley argentina dos años menos de los que en realidad tenía. El hotel familiar se recortaba contra las sierras, con hermosos jardines y un corredor central que invitaba a la lectura y el silencio.
Miguel, el padre, trabajaba de sol a sol, mientras su esposa Basima - apodada “Máxima” por la proximidad fonética de ese nombre con el español - batallaba entre ollas, manjares orientales, pañales y embarazos asistidos por la partera del pueblo. A Miguel lo ayudaba codo a codo su hermano Nicolás, objeto de interminables mofas por los lugareños por su dificultad eterna con el idioma y por una rima pegadiza que los obligaba a decirle constantemente “Niculás, Niculás ¿Dónde vas?”.
Amaneceres plenos de pájaros, mariposas y colibríes, olor a café fuerte y a madera caliente, pantalones cortos en mañanas de fría nevada y colegio estatal - el único - marcaron la vida de José y sus hermanos en ese paraíso tan parecido a los recuerdos que día a día se desvanecían. Los rosales injertados florecían como por arte de magia y la clientela prosperaba al ritmo del crecimiento del país.
José, en realidad, era el tercero de una serie de hermanos. Los mayores eran Marta y Nazira (Alcira en español). Y los menores y protegidos eran Victoria, Munira, Emelí y el pequeño benjamín tardío: Emil, zapatero de profesión y humorista de vocación.
Los días discurrían plácidos y paradisíacos, entre frutos, flores, pájaros y mariposas. José se destacó en los primeros años de colegio por su obstinada aplicación, su ceño enjuto, su apocamiento y una especial cualidad: odiaba las burlas a los demás, más que a sí mismo. Rodillas raspadas, camisetas rotas y más de un ojo morado lo delataban frente a Basima cada vez que se enfrentaba a algún compañero por una cargada descarnada. Fue tanto su afán por la justicia y el odio por la burla, que finalmente compañeros y amigos comprendieron de qué se trataba la cosa. Ya por tercer grado y luego de ser votado nuevamente como el “mejor compañero de la clase”, todos habían entendido que mientras José estuviera presente, “no se jodía”. Y a maestras, Directora e Inspectores año a año les llamaba la atención la extraña armonía que existía en ese grado, cuando todos los demás hacían del colegio una batalla sin freno. Ya entonces alguna que otra docente había adivinado el efecto benefactor de ese niño algo rubio, de ojos extrañamente grises que siempre serio, pero con un agudo sentido del humor, provocaba entre sus pares.
Sin embargo, el verdadero sino surgió un insospechado día de primavera, cuando a la salida del colegio y a hurtadillas de los padres un grupo de alrededor de 10 muchachos de no más de ocho años fueron al río.
La Toma se llamaba ya entonces ese balneario maravilloso, encajonado entre montañas apabullantes que dejaban discurrir un caudaloso Río Los Alazanes, con ollas que en ciertos tramos superaban los cinco metros de profundidad. José, Pablo e Italo estaban cortando cañas para pescar, mientras Adolfo, Alberto y Mario hacían “sapito” con las piedras sobre el río. En un descuido Munir, el menor de los Abraham, se tiró sobre la olla que da sobre la Ensenada, ésa que tiene al menos tres metros. Los demás escucharon el chapuzón y supieron que era alguno de ellos buceando entre truchas y novelas de Salgari. Sólo José contó los segundos en que tardaba en aparecer el niño. En un abrir y cerrar de ojos y mientras todos estaban enfrascados en sus piberías, José dedujo en un instante que Munir tardaba más de lo necesario.
Chomba gris, pantalón corto de sarga azul y alpargatas blancas, en un abrir y cerrar de ojos se empaparon con José adentro quien se tiró para rescatar al amigo que adivinaba en problemas, mientras los demás sospechaban chancletazos de zaguán. Cuando emergieron los dos, José, serio pero feliz, y Munir, tosiendo como un condenado, supieron que las rocas del fondo pueden ser muy traicioneras y los musgos mortales sogas. Munir respiraba y agradecía a José, los demás preguntaban si estaba todo bien y se juramentaban silencio frente a las respectivas madres.
Los dos kilómetros de regreso, entre bromas y palmadas, fueron testigos de dos nacimientos simultáneos: El de Munir de las aguas y el de José, como “José el Bueno”. Nadie imaginaba que a partir de entonces, había nacido un muchacho distinto, destinado a ser diferente entre sus pares.

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