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jueves, 25 de diciembre de 2014

SUCULENTAS, por Eva Marabotto, de Buenos Aires, Argentina


Cuando su mujer comenzó a entretenerse con los cactus, él pensó que había encontrado una salvación para el matrimonio que sobrellevaban hacía 15 años. La relación se venía deteriorando lentamente y la vida en común se había convertido en una constante demanda. Sucedió después de que ella decidió dejar de trabajar para dedicarse por entero a la casa y a atenderlo a él. Desde entonces pisos y muebles estaban impecables y la cena era un deleite para los sentidos pero ella lo esperaba con ansias desmedidas, como si sólo viviese a través de su hombre.

Durante años, cada tarde los llamados para ver a qué hora volvía se sucedían con pocos minutos de intervalo. Llegaban acompañados por pedidos lastimeros de que llegase lo antes posible. Sus salidas con amigos y las cenas de negocios eran un calvario de llamados y reclamos permanentes. Hasta que él le aconsejó que buscase un hobby y una vecina del edificio le sugirió que coleccionara cactus.
El primero llegó en una maceta de dimensiones ínfimas, como regalo de la mujer que había sugerido esa afición. Era apenas una protuberancia verde y espinada. Ella no le hizo caso y lo dejó olvidado cerca de una ventana. Pero a los pocos meses aquel cactus tenía más de un brazo verde y los tendía como pidiendo protección. Así que ella se conmovió y comenzó a prestarle más atención. Controlaba que la tierra no estuviese ni muy seca ni muy húmeda. se preocupaba porque ningún insecto perturbase el sueño verde de su pequeña mascota.
Tiempo más tarde la vecina comedida la alentó a reproducir la planta. Llegó con la idea acompañada de otro regalo: un cactus de otra especie en una maceta algo más grande. Esta vez ella no lo abandonó a su suerte sino que lo dejó en el mejor lugar del living, lejos de las corrientes y cerca de la luz que entraba a raudales por el ventanal.
Cuando llegó el verano ya tenía media docena de cactus de las especies más diversas. Dedicaba las tardes a hacer cursos sobre plantas suculentas y se había integrado a un grupo de aficionados a ese peculiar arte de criar mascotas espinosas. No protestó en absoluto cuando él le dijo que estaba demasiado ocupado para salir de vacaciones. Estuvo de acuerdo en dejarlas para más adelante, quizás sedada por su terapia verde.
A él tampoco le importó cuando los cactus se esparcieron por todos los ambientes del departamento. Los había en el balcón de tamaño inmenso y flores de colores; en el living y la cocina e incluso en el baño y en el dormitorio que compartían. Ni se quejó cuando ella decidió despedir a la chica que la ayudaba en las tareas domésticas y dedicó el cuarto de servicio a instalar más y más ejemplares de su pasión verde.
Hasta que un día descubrió que se le hacía difícil transitar por la casa sin tener que esquivar alguna de las especies verdes. En los pasillos, en la minúscula cocina, en el palier del ascensor había especies grandes y chicas. Se alzaban desde el piso, sus brazos colgaban del techo o se erguían en estantes altos o bajos. Levantarse a tomar agua a medianoche, salir del baño desnudo o correr a trabajar eran travesías que no podía hacer sin llevarse puestas unas cuantas espinas.
Intentó hablarlo con su mujer. Pero ella siempre estaba ocupada. Ya no tenía tiempo libre. Ya no lo llamaba durante la tarde y algunas noches, que llegaba de madrugada la encontraba sumida en sus actividades verdes. Le pidió que mudase los ejemplares más robustos al balcón para tener más espacio para transitar en los pasillos y el dormitorio, pero ella argumentó que el sol directo podría perjudicar a sus plantas consentidas.
La dejó hacer y comenzó a sentirla cada vez más lejana, más distante. Como si aquella especie hubiese logrado reemplazarlo en sus atenciones. Igual no se angustió. Atribuyó el súbito cambio en los intereses de su mujer a las veleidades propias de su género y se dedicó a disfrutar de su inesperada libertad.
Cierto que cada vez le costaba más desplazarse por la casa. Cierto que no podía salir al balcón porque estaba repleto de cactus de grandes dimensiones. Cierto que algunas especies se obstinaban en crecer a tamaños desmesurados y tenían brazos que se elevaban con las espinas listas para hincarse en la carne, desgarrar las telas o enredarse en los cabellos.
Cuando llegó el invierno su vida en la casa se había vuelto insoportable. Llegó a ver aquellas suculentas como enemigos que querían quitarle su espacio vital. Comprendía perfectamente lo absurdo de la situación pero no estaba en sus manos modificarla. Se contentaba con arrancar cada mañana los brotes de nuevos brazos que tenían las “mascotas” de su mujer. Pero ella se las ingeniaba para encontrar los apéndices cercenados y los plantaba para que diesen origen a nuevas plantas.
Una tarde llegó más temprano que de costumbre y se extrañó del silencio que había en la casa. no recordaba la última vez que su mujer había salido. Parecía tener todo lo que necesitaba entre esas cuatro paredes. Por eso la buscó sorprendido, pero ella no estaba en el balcón, ni en el cuarto de servicio. Tampoco en el baño o la cocina.

Cuando entró en la habitación que compartían la encontró en la cama, perfectamente desnuda. A su lado, había acomodado uno de sus cactus, con dos brazos enormes que la rodeaban a la altura de los hombros. Ella tenía los ojos cerrados. Las espinas verdes se le metían en la piel y ella se acercaba a la planta para que la penetrasen aún más. En su rostro había una expresión que iba entre el dolor y el placer. El entendió que ya no tenía lugar en la casa. 

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