Cuando su mujer comenzó a
entretenerse con los cactus, él pensó que había encontrado una salvación para
el matrimonio que sobrellevaban hacía 15 años. La relación se venía
deteriorando lentamente y la vida en común se había convertido en una constante
demanda. Sucedió después de que ella decidió dejar de trabajar para dedicarse
por entero a la casa y a atenderlo a él. Desde entonces pisos y muebles estaban
impecables y la cena era un deleite para los sentidos pero ella lo esperaba con
ansias desmedidas, como si sólo viviese a través de su hombre.
Durante años, cada tarde
los llamados para ver a qué hora volvía se sucedían con pocos minutos de
intervalo. Llegaban acompañados por pedidos lastimeros de que llegase lo antes
posible. Sus salidas con amigos y las cenas de negocios eran un calvario de
llamados y reclamos permanentes. Hasta que él le aconsejó que buscase un hobby
y una vecina del edificio le sugirió que coleccionara cactus.
El primero llegó en una
maceta de dimensiones ínfimas, como regalo de la mujer que había sugerido esa
afición. Era apenas una protuberancia verde y espinada. Ella no le hizo caso y
lo dejó olvidado cerca de una ventana. Pero a los pocos meses aquel cactus
tenía más de un brazo verde y los tendía como pidiendo protección. Así que ella
se conmovió y comenzó a prestarle más atención. Controlaba que la tierra no
estuviese ni muy seca ni muy húmeda. se preocupaba porque ningún insecto
perturbase el sueño verde de su pequeña mascota.
Tiempo más tarde la vecina
comedida la alentó a reproducir la planta. Llegó con la idea acompañada de otro
regalo: un cactus de otra especie en una maceta algo más grande. Esta vez ella
no lo abandonó a su suerte sino que lo dejó en el mejor lugar del living, lejos
de las corrientes y cerca de la luz que entraba a raudales por el ventanal.
Cuando llegó el verano ya
tenía media docena de cactus de las especies más diversas. Dedicaba las tardes
a hacer cursos sobre plantas suculentas y se había integrado a un grupo de
aficionados a ese peculiar arte de criar mascotas espinosas. No protestó en
absoluto cuando él le dijo que estaba demasiado ocupado para salir de
vacaciones. Estuvo de acuerdo en dejarlas para más adelante, quizás sedada por
su terapia verde.
A él tampoco le importó cuando
los cactus se esparcieron por todos los ambientes del departamento. Los había
en el balcón de tamaño inmenso y flores de colores; en el living y la cocina e
incluso en el baño y en el dormitorio que compartían. Ni se quejó cuando ella
decidió despedir a la chica que la ayudaba en las tareas domésticas y dedicó el
cuarto de servicio a instalar más y más ejemplares de su pasión verde.
Hasta que un día descubrió
que se le hacía difícil transitar por la casa sin tener que esquivar alguna de
las especies verdes. En los pasillos, en la minúscula cocina, en el palier del
ascensor había especies grandes y chicas. Se alzaban desde el piso, sus brazos
colgaban del techo o se erguían en estantes altos o bajos. Levantarse a tomar
agua a medianoche, salir del baño desnudo o correr a trabajar eran travesías
que no podía hacer sin llevarse puestas unas cuantas espinas.
Intentó hablarlo con su
mujer. Pero ella siempre estaba ocupada. Ya no tenía tiempo libre. Ya no lo
llamaba durante la tarde y algunas noches, que llegaba de madrugada la
encontraba sumida en sus actividades verdes. Le pidió que mudase los ejemplares
más robustos al balcón para tener más espacio para transitar en los pasillos y
el dormitorio, pero ella argumentó que el sol directo podría perjudicar a sus plantas
consentidas.
La dejó hacer y comenzó a
sentirla cada vez más lejana, más distante. Como si aquella especie hubiese
logrado reemplazarlo en sus atenciones. Igual no se angustió. Atribuyó el
súbito cambio en los intereses de su mujer a las veleidades propias de su
género y se dedicó a disfrutar de su inesperada libertad.
Cierto que cada vez le
costaba más desplazarse por la casa. Cierto que no podía salir al balcón porque
estaba repleto de cactus de grandes dimensiones. Cierto que algunas especies se
obstinaban en crecer a tamaños desmesurados y tenían brazos que se elevaban con
las espinas listas para hincarse en la carne, desgarrar las telas o enredarse
en los cabellos.
Cuando llegó el invierno su
vida en la casa se había vuelto insoportable. Llegó a ver aquellas suculentas
como enemigos que querían quitarle su espacio vital. Comprendía perfectamente
lo absurdo de la situación pero no estaba en sus manos modificarla. Se
contentaba con arrancar cada mañana los brotes de nuevos brazos que tenían las
“mascotas” de su mujer. Pero ella se las ingeniaba para encontrar los apéndices
cercenados y los plantaba para que diesen origen a nuevas plantas.
Una tarde llegó más
temprano que de costumbre y se extrañó del silencio que había en la casa. no
recordaba la última vez que su mujer había salido. Parecía tener todo lo que
necesitaba entre esas cuatro paredes. Por eso la buscó sorprendido, pero ella
no estaba en el balcón, ni en el cuarto de servicio. Tampoco en el baño o la
cocina.
Cuando entró en la
habitación que compartían la encontró en la cama, perfectamente desnuda. A su
lado, había acomodado uno de sus cactus, con dos brazos enormes que la rodeaban
a la altura de los hombros. Ella tenía los ojos cerrados. Las espinas verdes se
le metían en la piel y ella se acercaba a la planta para que la penetrasen aún
más. En su rostro había una expresión que iba entre el dolor y el placer. El
entendió que ya no tenía lugar en la casa.
Uy, desplazado por Swamp Thing, La Cosa del Pantano o alguno similar.
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