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martes, 2 de diciembre de 2014

EL DESTINO DE UN GARCÍA por Miguel Abalos, de Montevideo, Uruguay

 

Alfredo García, nieto de españoles llegados de Galicia, era Contador. Había heredado una fortuna, y con cuarenta y cinco años ya era un poderoso empresario, dueño de varios supermercados y accionista en negocios inmobiliarios.

Sin ser un mal tipo, tenía fama de ser un hombre al que lo único le importaba en esta vida era el dinero; influenciado, tal vez, por el propósito de superación económica de sus antepasados.

Ocho años atrás había conocido a Marta, una mujer diez años menor que él, y llevaban cinco viviendo juntos. Alfredo no tenía ninguna intención de casarse, estaba convencido que ese cambio, lo único que podría acarrearle serían complicaciones; en caso de un eventual divorcio sufriría la pérdida de muchos bienes. Marta lo conocía bien, lo quería mucho, y trataba de disfrutar las buenas condiciones de Alfredo, en la medida en que él se lo hiciera posible.
Como todo hipocondríaco, todos los años, rigurosamente, se hacía un chequeo. En esta oportunidad, luego de los primeros exámenes le indicaron otros complementarios, para disipar algunas dudas. Había leído los análisis, pero había muchos términos que no le quedaban claros. Sentado frente al profesional, esperaba el resultado final. Luego de revisar los papeles, el médico lo miró, quedándose en silencio unos segundos, que acrecentaron la ansiedad de Alfredo.
-¿Y… Doctor…?, ¿qué pasa?, ¿hay algo importante ahí…? Por favor, quiero la verdad por dura que sea. Así sabré qué hacer con mi vida… creo que es mi derecho.
-Claro, sí, tiene razón; yo acostumbro a decir la verdad a mis pacientes. Por lo que se desprende de acá, su caso es irreversible  -explicándole de qué se trataba le entregó los exámenes-  y a partir de este momento usted tiene tres, a lo sumo cuatro meses de vida… 
Automáticamente, Alfredo guardó el sobre, le dio la mano y salió a la calle. Eran las once de una hermosa y soleada mañana de otoño; un cielo despejado, azul, con apenas unas nubes sueltas movidas por una brisa suave, como hebras de algodón. El sol tibio le bañó el rostro y ni siquiera lo notó. No subió al coche, prefirió cruzar hacia el Parque Batlle.
Deambuló un rato abrumado por la pesada carga que pesaba sobre sus hombros, guiado solamente por su mente colmada pesadas angustias, sintiendo cómo las ganas de vivir se le estaban escapando. Se quitó el saco y se sentó en un banco de cemento. Observó las copas de los árboles dejando caer en su balanceo las hojas secas que ya habían cumplido su ciclo, y una vez en el suelo, entregadas,  sólo eran juguete del viento.
Pasaban muchos autos. Un enjambre de gurises gritaba, jugando al fútbol. Más allá, un hombre maduro alimentaba las palomas que lo rodeaban y comían con avidez. Un hurgador empujaba su destartalado carrito, ya cargado; mientras su fiel perro, oscuro y flaco, lo acompañaba caminando muy junto a él. Tres jóvenes mujeres, bonitas y atractivas, pasaron por su lado y le sonrieron… intentó devolver tan amable regalo, y todo lo que pudo expresar su rostro fue una mueca extraña.
Ahí estaba la vida, en esas simples cosas cotidianas que no formaban parte de sus negocios, cosas que Alfredo nunca se había detenido a ver. Estaba tomando conciencia de que existía un mundo más allá del dinero.
Se levantó lentamente, sus cuarenta y cinco años le pesaban como si fueran cien. Subió al coche y fue a la oficina, donde lo esperaba un montón de conocidos papeles para firmar… los miró con desprecio. ¿Qué importaba todo eso si la vida se le estaba escapando? ¿Qué tenía que esperar? Un final terriblemente doloroso. Sufrir… ¿para qué? Ya nada tenía sentido.
Su mano, en un movimiento mecánico, abrió el cajón del escritorio y tomó el revóver reluciente, calibre 38. Una extraña serenidad lo había invadido… poner fin a su existencia le pareció lo más sensato. Iría en busca de la muerte, sin esperar que viniera ella a cobrarle por su vida un precio que no estaba dispuesto a pagar.
Revisó la carga del tambor, y se puso el caño en la boca. Decidido, apretó el gatillo… Pero la bala, caprichosamente, no salió… No comprendió la inoportuna arbitrariedad del destino, pero ya no tuvo el coraje de insistir. Todavía confuso, miró el revólver, y lo devolvió a su sitio. Apenas pudo razonar que por ese día, ya había sido suficiente.
Se quedó en silencio, pensando qué inútil, tonta y rutinaria había sido su forma de vida hasta entonces. Sus negocios lo habían absorbido. Imaginó cómo cambiaría su actitud si tuviera otra oportunidad, cómo equilibraría las cosas en su justa medida, dejando de lado la loca ambición de acumular dinero y disfrutando los simples placeres de la vida. Pero ya no había tiempo para cambios, los dados estaban echados sin retorno… Demasiado tarde para él…
Sus reflexiones fueron interrumpidas abruptamente por el timbre del teléfono, que atendió por costumbre. Era Marta... Sintió deseos de abrazarla, intentó decirle cuánto la quería pero no pudo articular palabra. Ella le hablaba muy nerviosa…
-Llamaron de la Clínica… ¿Por qué no me dijiste que estaban haciéndote un chequeo especial…? El resultado de la biopsia que te entregaron no es tuyo, Alfredo, es de otro García  -casi lloraba-  tú estás con muy buena salud, mi amor…
Nuevamente, otra noticia que lo conmovió… pero esta vez de una manera distinta. Pensó que el destino le estaba concediendo otra oportunidad. Era un regalo, a cambio tenía que cumplir el compromiso imaginado momentos antes… y así lo hizo.
A partir de ese momento, varió radicalmente su forma de vivir. Las primeras semanas, fue el asombro de todos los que lo trataban. Se convirtió en un hombre cordial, amable y generoso con sus colaboradores, disfrutando la amistad de muchos de ellos. Se casó con Marta, tomó unas largas vacaciones y aprovechó la vida con ella.
Hoy, veinte años después de este suceso, le está agradecido al error de la persona en la Clínica que confundió los pacientes, porque eso le permitió descubrir lo hermoso de la vida y apreciar lo más valioso que nos brinda: el amor y la amistad.

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