Alfredo García, nieto de
españoles llegados de Galicia, era Contador. Había heredado una fortuna, y con
cuarenta y cinco años ya era un poderoso empresario, dueño de varios
supermercados y accionista en negocios inmobiliarios.
Sin ser un
mal tipo, tenía fama de ser un hombre al que lo único le importaba en esta vida
era el dinero; influenciado, tal vez, por el propósito de superación económica
de sus antepasados.
Ocho años
atrás había conocido a Marta, una mujer diez años menor que él, y llevaban
cinco viviendo juntos. Alfredo no tenía ninguna intención de casarse, estaba
convencido que ese cambio, lo único que podría acarrearle serían
complicaciones; en caso de un eventual divorcio sufriría la pérdida de muchos
bienes. Marta lo conocía bien, lo quería mucho, y trataba de disfrutar las
buenas condiciones de Alfredo, en la medida en que él se lo hiciera posible.
Como todo
hipocondríaco, todos los años, rigurosamente, se hacía un chequeo. En esta
oportunidad, luego de los primeros exámenes le indicaron otros complementarios,
para disipar algunas dudas. Había leído los análisis, pero había muchos
términos que no le quedaban claros. Sentado frente al profesional, esperaba el
resultado final. Luego de revisar los papeles, el médico lo miró, quedándose en
silencio unos segundos, que acrecentaron la ansiedad de Alfredo.
-¿Y… Doctor…?, ¿qué pasa?,
¿hay algo importante ahí…? Por favor, quiero la verdad por dura que sea. Así
sabré qué hacer con mi vida… creo que es mi derecho.
-Claro, sí, tiene razón; yo
acostumbro a decir la verdad a mis pacientes. Por lo que se desprende de acá,
su caso es irreversible -explicándole de
qué se trataba le entregó los exámenes-
y a partir de este momento usted tiene tres, a lo sumo cuatro meses de
vida…
Automáticamente,
Alfredo guardó el sobre, le dio la mano y salió a la calle. Eran las once de
una hermosa y soleada mañana de otoño; un cielo despejado, azul, con apenas
unas nubes sueltas movidas por una brisa suave, como hebras de algodón. El sol
tibio le bañó el rostro y ni siquiera lo notó. No subió al coche, prefirió
cruzar hacia el Parque Batlle.
Deambuló un
rato abrumado por la pesada carga que pesaba sobre sus hombros, guiado
solamente por su mente colmada pesadas angustias, sintiendo cómo las ganas de
vivir se le estaban escapando. Se quitó el saco y se sentó en un banco de
cemento. Observó las copas de los árboles dejando caer en su balanceo las hojas
secas que ya habían cumplido su ciclo, y una vez en el suelo, entregadas, sólo eran juguete del viento.
Pasaban
muchos autos. Un enjambre de gurises gritaba, jugando al fútbol. Más allá, un
hombre maduro alimentaba las palomas que lo rodeaban y comían con avidez. Un
hurgador empujaba su destartalado carrito, ya cargado; mientras su fiel perro,
oscuro y flaco, lo acompañaba caminando muy junto a él. Tres jóvenes mujeres,
bonitas y atractivas, pasaron por su lado y le sonrieron… intentó devolver tan
amable regalo, y todo lo que pudo expresar su rostro fue una mueca extraña.
Ahí estaba
la vida, en esas simples cosas cotidianas que no formaban parte de sus
negocios, cosas que Alfredo nunca se había detenido a ver. Estaba tomando
conciencia de que existía un mundo más allá del dinero.
Se levantó
lentamente, sus cuarenta y cinco años le pesaban como si fueran cien. Subió al
coche y fue a la oficina, donde lo esperaba un montón de conocidos papeles para
firmar… los miró con desprecio. ¿Qué importaba todo eso si la vida se le estaba
escapando? ¿Qué tenía que esperar? Un final terriblemente doloroso. Sufrir…
¿para qué? Ya nada tenía sentido.
Su mano, en
un movimiento mecánico, abrió el cajón del escritorio y tomó el revóver
reluciente, calibre 38. Una extraña serenidad lo había invadido… poner fin a su
existencia le pareció lo más sensato. Iría en busca de la muerte, sin esperar
que viniera ella a cobrarle por su vida un precio que no estaba dispuesto a
pagar.
Revisó la
carga del tambor, y se puso el caño en la boca. Decidido, apretó el gatillo…
Pero la bala, caprichosamente, no salió… No comprendió la inoportuna
arbitrariedad del destino, pero ya no tuvo el coraje de insistir. Todavía
confuso, miró el revólver, y lo devolvió a su sitio. Apenas pudo razonar que
por ese día, ya había sido suficiente.
Se quedó en
silencio, pensando qué inútil, tonta y rutinaria había sido su forma de vida
hasta entonces. Sus negocios lo habían absorbido. Imaginó cómo cambiaría su
actitud si tuviera otra oportunidad, cómo equilibraría las cosas en su justa
medida, dejando de lado la loca ambición de acumular dinero y disfrutando los
simples placeres de la vida. Pero ya no había tiempo para cambios, los dados
estaban echados sin retorno… Demasiado tarde para él…
Sus
reflexiones fueron interrumpidas abruptamente por el timbre del teléfono, que
atendió por costumbre. Era Marta... Sintió deseos de abrazarla, intentó decirle
cuánto la quería pero no pudo articular palabra. Ella le hablaba muy nerviosa…
-Llamaron de la Clínica… ¿Por
qué no me dijiste que estaban haciéndote un chequeo especial…? El resultado de
la biopsia que te entregaron no es tuyo, Alfredo, es de otro García -casi lloraba- tú estás con muy buena salud, mi amor…
Nuevamente,
otra noticia que lo conmovió… pero esta vez de una manera distinta. Pensó que
el destino le estaba concediendo otra oportunidad. Era un regalo, a cambio
tenía que cumplir el compromiso imaginado momentos antes… y así lo hizo.
A partir de
ese momento, varió radicalmente su forma de vivir. Las primeras semanas, fue el
asombro de todos los que lo trataban. Se convirtió en un hombre cordial, amable
y generoso con sus colaboradores, disfrutando la amistad de muchos de ellos. Se
casó con Marta, tomó unas largas vacaciones y aprovechó la vida con ella.
Hoy, veinte
años después de este suceso, le está agradecido al error de la persona en la
Clínica que confundió los pacientes, porque eso le permitió descubrir lo
hermoso de la vida y apreciar lo más valioso que nos brinda: el amor y la
amistad.
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