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martes, 30 de diciembre de 2014

EL NOMBRE DEL DIABLO por Elizabeth Oliver de Abalos, de Montevideo, Uruguay


―¿Cómo te llamás, gurí?  ―dijo doña Inés―.

―Damián  ―contestó el chico―.

―¡Aaaaaj!  ―doña Inés se persignó―  ¡el nombre del diablo!

―¿Quién es el diablo?  ―preguntó Damián un poco asustado ante el gesto de la mujer―.

―¡Callate, mocoso!, y andá pa’l fondo  ―le ordenó―  ¡no me andés alrededor!


Damián obedeció.  En el fondo había dos niños de la edad de él, un varón y una nena.  Estaban sentados en el piso de tierra, desgranando arvejas en un tacho enlozado.


―Hola... ―les dijo―  ¿me tengo que quedar acá?

―Si la vieja te mandó, sí.  ―la nena le sonrió―  ¿Cómo te llamás?

―Yo... Damián, pero no te asustes...

―¿Quién se asusta?, ¿sos bobo?... vení, hay que desgranar esto pa la comida.  Me llamo Dalia, y éste es Luis.

Se sentó con ellos y se puso a trabajar.  Luis lo miraba de vez en cuando esbozando una sonrisa tímida, pero no había dicho ni una palabra. Terminaron justo cuando la mujer salió a buscar el tacho.

―Ahora junten esas vainas y se las llevan a don Simón, pa los chanchos... ¡rápido, eh!, no se queden por ahí que hay cosas p’hacer adentro.  ¡Dalia!  ―gritó―  mejor vos quedate, que vaya el Luis con el nuevo...

Después de cruzar el alambrado del fondo, Luis miró hacia atrás y luego habló.

―Si hacés lo que ella dice, no se enoja, ¿sabés?  ―le explicó―  Nos da de comer todos los días y si tenemos frío nos da más ropa... grita mucho pero no nos pega... es mejor que donde estábamos.

―¿Vos también sos del asilo?  ―preguntó Damián―.

―Sí, la vieja sacó a mi hermana primero y hace poco me trajo a mí.

―¿Vos sabés quién es el diablo?

―No...

―Se llama igual que yo, debe ser alguien que a ella no le gusta... ¡puso una cara cuando le dije mi nombre...!

―A lo mejor la Dalia sabe,  ella es más grande.

Dalia tampoco sabía, en sus cortos siete años había aprendido algunas cosas, pero todas eran de ayudar a los grandes en el trabajo de la casa, así que al poco tiempo se olvidaron del asunto.

Damián era el único que seguía con aquello en la cabeza  ―por la forma en que doña Inés lo trataba―  y ya se había formado una imagen de su tocayo: debía ser un hombre muy grande, feo, de voz gruesa y fuerte, y con muy mal carácter.

Pasaban los meses y Damián seguía "pagando las cuentas" del famoso diablo, justificando la discriminación a que lo sometía doña Inés con su imaginación de niño, adivinando las cosas horribles que aquél hombre le habría hecho a la mujer.  La escuchaba quejarse cuando venía Jacinto, el que trabajaba en el asilo.

―Mirá que sos idiota, vos  ―le imprecaba―  una cosa es traerme gurises pa'l trabajo ¡y otra es meterme al diablo en las casas!

―Es un gurí, vieja  ―decía Jacinto―,  no es mandinga... por los tres ya tiene asegurada una buena mensualidá, ¡no sé de qué se queja!

―Ese mocoso es de mal agüero, ¡d’eso me quejo!  ―se persignaba nerviosa―  Algo va a pasar...

Un día, doña Inés mandó a los niños a la huerta.  Dalia y Luis tenían que arrancar yuyos y carpir, pero a Damián lo había mandado a limpiar de cardos y ortiga el borde del alambrado.  No le había dado herramientas, tenía que hacerlo con las manos.

Esa noche, cuando todos dormían, Damián lloraba en silencio, desprendiendo las espinas de sus manitos hinchadas por la hierba urticante. Escuchó unos pasos afuera, y el sordo rechinar de la puerta.  Tuvo miedo, pero su curiosidad inconsciente pudo más.  Se apretó la nariz para ahogar sus sollozos y se deslizó fuera del cuarto en la oscuridad.

Frente a la pieza de doña Inés vio al hombre.  Era muy grande y feo.  Con voz gruesa y fuerte decía palabras horribles.  Lo vio entrar a la pieza pero no lo siguió, los gritos de doña Inés y el ruido a golpes lo asustaron.  Volvió corriendo al cuarto.  Los hermanitos se habían despertado y se abrazaron los tres, temblando de miedo.  Se quedaron sin moverse.  Afuera, los pasos se oían rápidos, alejándose.

Cuando hubo silencio, los niños se acercaron al dormitorio de doña Inés, al momento en que entraba don Simón, a medio vestir, con una linterna encendida.

―¡Salgan de ahí, gurises!  ―gritó el vecino―,  ¡no entren!

Damián ya estaba adentro.  Vio la pieza en desorden, los cajones de la cómoda en el suelo, el cuerpo inerte de doña Inés inclinado hacia un costado de la cama revuelta, y un charco de sangre brillando en el piso.
  
―¡Fue el diablo!, ¡fue el diablo!  ―gritó Damián desesperado―  Yo lo vi, ¡fue el diablo!

―Vamos, gurí  ―dijo don Simón abrazándolo―  salí de acá...

―¡Fue el diablo!  ―repetía en medio de un llanto compulsivo―  Yo lo vi, era ese que se llama como yo...

―Maldita vieja  ―pensó don Simón―  no le alcanzaba con lucrar con los chiquilines del asilo, ¡también tenía que enfermarles la cabeza! Vamos  ―dijo―  no hay ningún diablo, vengan a mi casa... estaban soñando y fue una pesadilla, ahora a dormir, ¡vamos!

―Me vas a tener que llevar al gurí pa que lo interrogue, Simón  ―dijo el Comisario―,  él vio al asesino.

―Dejate de joder, ¿querés?, el Damián dice que vio al diablo, y no lo sacás de ahí... Y a lo mejor es cierto, che, y el mismo mandinga vino a darle una mano al tocayito. El gurí le estuvo "pagando las cuentas" sólo por llamarse como él, ¿no fue?

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