―¿Cómo te llamás, gurí? ―dijo doña Inés―.
―Damián ―contestó el chico―.
―¡Aaaaaj! ―doña Inés se persignó― ¡el nombre del diablo!
―¿Quién es el diablo? ―preguntó Damián un poco asustado ante el
gesto de la mujer―.
―¡Callate, mocoso!, y andá pa’l
fondo ―le ordenó― ¡no me andés alrededor!
Damián obedeció. En el fondo había dos niños de la edad de él,
un varón y una nena. Estaban sentados en
el piso de tierra, desgranando arvejas en un tacho enlozado.
―Hola... ―les dijo― ¿me tengo que quedar acá?
―Si la vieja te mandó, sí. ―la nena le sonrió― ¿Cómo te llamás?
―Yo... Damián, pero no te
asustes...
―¿Quién se asusta?, ¿sos
bobo?... vení, hay que desgranar esto pa la comida. Me llamo Dalia, y éste es Luis.
Se sentó con ellos y se puso a
trabajar. Luis lo miraba de vez en
cuando esbozando una sonrisa tímida, pero no había dicho ni una palabra.
Terminaron justo cuando la mujer salió a buscar el tacho.
―Ahora junten esas vainas y se
las llevan a don Simón, pa los chanchos... ¡rápido, eh!, no se queden por ahí
que hay cosas p’hacer adentro.
¡Dalia! ―gritó― mejor vos quedate, que vaya el Luis con el
nuevo...
Después de cruzar el alambrado
del fondo, Luis miró hacia atrás y luego habló.
―Si hacés lo que ella dice, no
se enoja, ¿sabés? ―le explicó― Nos da de comer todos los días y si tenemos
frío nos da más ropa... grita mucho pero no nos pega... es mejor que donde
estábamos.
―¿Vos también sos del
asilo? ―preguntó Damián―.
―Sí, la vieja sacó a mi hermana
primero y hace poco me trajo a mí.
―¿Vos sabés quién es el diablo?
―No...
―Se llama igual que yo, debe
ser alguien que a ella no le gusta... ¡puso una cara cuando le dije mi
nombre...!
―A lo mejor la Dalia sabe, ella es más grande.
Dalia tampoco sabía, en sus cortos
siete años había aprendido algunas cosas, pero todas eran de ayudar a los
grandes en el trabajo de la casa, así que al poco tiempo se olvidaron del
asunto.
Damián era el único que seguía
con aquello en la cabeza ―por la forma
en que doña Inés lo trataba― y ya se
había formado una imagen de su tocayo: debía ser un hombre muy grande, feo, de
voz gruesa y fuerte, y con muy mal carácter.
Pasaban los meses y Damián
seguía "pagando las cuentas" del famoso diablo, justificando la
discriminación a que lo sometía doña Inés con su imaginación de niño,
adivinando las cosas horribles que aquél hombre le habría hecho a la
mujer. La escuchaba quejarse cuando
venía Jacinto, el que trabajaba en el asilo.
―Mirá que sos idiota, vos ―le imprecaba― una cosa es traerme gurises pa'l trabajo ¡y
otra es meterme al diablo en las casas!
―Es un gurí, vieja ―decía Jacinto―, no es mandinga... por los tres ya tiene
asegurada una buena mensualidá, ¡no sé de qué se queja!
―Ese mocoso es de mal agüero,
¡d’eso me quejo! ―se persignaba
nerviosa― Algo va a pasar...
Un día, doña Inés mandó a los
niños a la huerta. Dalia y Luis tenían
que arrancar yuyos y carpir, pero a Damián lo había mandado a limpiar de cardos
y ortiga el borde del alambrado. No le
había dado herramientas, tenía que hacerlo con las manos.
Esa noche, cuando todos
dormían, Damián lloraba en silencio, desprendiendo las espinas de sus manitos
hinchadas por la hierba urticante. Escuchó unos pasos afuera, y el sordo
rechinar de la puerta. Tuvo miedo, pero su
curiosidad inconsciente pudo más. Se
apretó la nariz para ahogar sus sollozos y se deslizó fuera del cuarto en la
oscuridad.
Frente a la pieza de doña Inés
vio al hombre. Era muy grande y
feo. Con voz gruesa y fuerte decía
palabras horribles. Lo vio entrar a la
pieza pero no lo siguió, los gritos de doña Inés y el ruido a golpes lo
asustaron. Volvió corriendo al
cuarto. Los hermanitos se habían
despertado y se abrazaron los tres, temblando de miedo. Se quedaron sin moverse. Afuera, los pasos se oían rápidos,
alejándose.
Cuando hubo silencio, los niños
se acercaron al dormitorio de doña Inés, al momento en que entraba don Simón, a
medio vestir, con una linterna encendida.
―¡Salgan de ahí, gurises! ―gritó el vecino―, ¡no entren!
Damián ya estaba adentro. Vio la pieza en desorden, los cajones de la
cómoda en el suelo, el cuerpo inerte de doña Inés inclinado hacia un costado de
la cama revuelta, y un charco de sangre brillando en el piso.
―¡Fue el diablo!, ¡fue el
diablo! ―gritó Damián desesperado― Yo lo vi, ¡fue el diablo!
―Vamos, gurí ―dijo don Simón abrazándolo― salí de acá...
―¡Fue el diablo! ―repetía en medio de un llanto
compulsivo― Yo lo vi, era ese que se llama
como yo...
―Maldita vieja ―pensó don Simón― no le alcanzaba con lucrar con los
chiquilines del asilo, ¡también tenía que enfermarles la cabeza! Vamos ―dijo―
no hay ningún diablo, vengan a mi casa... estaban soñando y fue una
pesadilla, ahora a dormir, ¡vamos!
―Me vas a tener que llevar al
gurí pa que lo interrogue, Simón ―dijo
el Comisario―, él vio al asesino.
―Dejate de joder, ¿querés?, el
Damián dice que vio al diablo, y no lo sacás de ahí... Y a lo mejor es cierto,
che, y el mismo mandinga vino a darle una mano al tocayito. El gurí le estuvo
"pagando las cuentas" sólo por llamarse como él, ¿no fue?
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