No sé porqué hay noches en las que no
puedo dormir. Para tratar de evitarlo siempre procuro acostarme cansado y a la
misma hora; pero aun así hay noches en las que no consigo conciliar el sueño. Y
es terrible: se me pasan las horas dando vueltas y más vueltas en la cama, y
pensando en infinidad de tonterías. Ya me percaté, la primera o la segunda vez
que me sucedió esto, de la gran cantidad de incoherencias y despropósitos que
me cruzan por la cabeza en semejantes situaciones. La mente, en esos momentos,
se transforma en algo así como en una diosa caprichosa capaz de recorrer todos
los continentes, pueblos, montañas y países en un par de zancadas. Igual está
en un lugar que los antípodas; y con la misma intensidad recuerda un fragmento
de la lejana infancia que un documental sobre ballenas visto la tarde anterior.
La noche se transforma en un fluir continuo de imágenes, en un caos. A veces he
intentado poner orden en este desbarajuste, pero me ha sido imposible. La única
forma de hacerlo es levantarme, coger un libro o un papel y una pluma, y
dedicarme a leer o a escribir. Y así veía amanecer.
Era entonces,
al hacerse de día, y más si estaba lloviendo o nevando, cuando me entraban unas
ganas enormes de meterme en la cama. Al hacerlo, siempre, agotado por la noche
en vela, evocaba momentos de mi melancólica infancia, cuando mi madre me tapaba
con las mantas, me embutía bien con ellas para que no me destapara, y apagando
la luz se iba tras haberme dado un par de besos. Antes me había dejado ver caer
la nieve a través de los cristales de su habitación. Recordándolo tenía que
hacer esfuerzos para no llorar. Imagino que son cosas de la edad. También me
recordaba yendo con mi mujer en el coche, camino del hotel rural donde pasamos
nuestras últimas navidades. Nevaba. Detuvo el coche. Salimos y dejamos que los
copos de nieve nos cubrieran de arriba abajo. Fueron unos momentos muy felices.
Si era verano
cuando me sucedía lo de no poder dormir, me quitaba el pijama, me ponía un chándal
ligero, y salía a caminar por la residencia, y aun por el jardín. Me gusta
mucho sentarme en un banquito, al aire libre, y contemplar la luna y las
estrellas. A veces mirando el cielo, pensaba en los griegos y en todos sus
descubrimientos, en el enorme legado que nos han dejado; y me estremecía ante
lo que es capaz de realizar la mente humana. Recordaba entonces mis obsesiones
de juventud por ir a los lugares donde habitaron semejantes hombres: Atenas,
Micenas, Esparta...; y dos lugares que me atraían por su propio nombre:
Tesalónica, el mar de Mármara. ¡Suenan tan bien! Pero por unas razones o por
otras, nunca he ido allí. Hay muchos sitios en los que nunca he estado, y en
los que nunca estaré. Otros, por el contrario, los he visitado varias y repetidas
veces. Pero nada de esto tiene ya importancia. Me importa el presente, lo que
me acaba de suceder.
Hoy tampoco
he podido dormir. Pese a estar en el mes de Diciembre no hace nada de frío.
Dicen que vamos a batir el récord del año más caluroso en mucho tiempo. Sin
pensarlo dos veces, me levanté, me vestí, y comencé a caminar hacia la puerta.
La gente de la residencia dormía. Los pasillos estaban vacíos. En penumbras. Ya
habían puesto el árbol de navidad y un pequeño nacimiento. Con las lucecitas
apagadas uno y otro daban una triste impresión de soledad y abandono. Sólo se
veía luz en la habitación de la enfermera. Creo que no me vio salir. Tras
percatarme de que llevaba las llaves e iba, pese a todo, bien abrigado, salí al
jardín.
La noche
estaba preciosa, clara y despejada. Y los caminos llenos de hojas caídas que
crujían bajo mis pies. Por aquí y por allá todavía quedaba algún charco, efecto
de las recientes lluvias. A los pocos minutos de estar caminando, a escasos
metros de mí, vi una figura, vestida de negro, sentada en el banquito que yo
suelo ocupar. El corazón me dio un vuelco: creo que me acordé, en cuestión de
segundos, de todos los cuentos, novelas y películas de terror que había visto y
leído a lo largo de mi vida. De todas ellas, sin embargo, me quedé con la
imagen del filósofo Atenodoro escribiendo sobre sus tablillas en tanto un
descarnado fantasma, cargado de cadenas, haciéndolas sonar, trata de llamar su
atención. ¿Existen los fantasmas?, preguntó Plinio, el autor de la narración.
Ante el recuerdo y la realidad, no quise hacerme ilusiones, pues intuí que iba
a recibir la explicación lógica y racional que siempre me he dado yo: nunca se
me ha aparecido el fantasma que deseaba y deseo. Fantasma o no, una figura
alta, aunque un tanto encorvada, se puso de pie al acercarme.
-¿Quién es?
-me preguntó en tanto me escudriñaba el rostro.
-Buenas
noches -respondí-. No se asuste. Soy de la residencia. No puedo dormir y he
salido a caminar.
-¡Ah! Bueno.
Siéntese -me dijo retirándose un poco del lugar que ocupaba.
Estuve a
punto de declinar su invitación, pues lo que yo quería era pasear; pero no sé
porqué deseando hacer una cosa hice justo la contraria.
-Siento
haberla asustado -dije por decir algo en tanto repasaba en mi mente si había
visto a esa mujer en la residencia o en algún otro lugar. No la pude localizar.
-No me ha
asustado -dijo con tranquilidad. Imaginé, pues, que estaba esperando a alguien;
pero entonces, ¿por qué me había invitado a sentarme?
-¿Espera
usted a alguien? -pregunté muy poco cortés.
-¿A estas
horas? ¿Y aquí? Como no sea a un fantasma.
-Es verdad.
Tiene razón. Perdone. Yo es que no podía dormir...
-Es lo que
nos sucede a las personas mayores. Tal vez la culpa sea del peso de tantas y
tantas vivencias. Aunque algunos dicen que las personas mayores duermen poco
para aprovechar al máximo el escaso tiempo que les queda.
-Yo siempre
he dormido muy poco, tanto de joven como ahora. Para mí no es ninguna novedad.
-Entonces
usted, con tantas horas de actividad, no necesita recuperar nada. No volverá a
este mundo arrastrando penas o cadenas.
-Si tuvieran
que volver todos cuantos han desaprovechado sus vidas, la tierra estaría llena
de sombras.
-¿Y si sólo
vuelven aquellos que han tenido conciencia de sus errores o de que han dejado
cosas por terminar?
-¿Me está
diciendo que existen los fantasmas? ¿Almas con conciencia?
-No, señor
mío; yo no digo nada.
Sinceramente,
aquella conversación en otro momento me hubiera hecho sonreír; pero solos en el
jardín, y a las tres de la madrugada, me inspiró un cierto temor. Volví a mirar
con atención a mi acompañante, y de nuevo no supe localizarla en ningún lugar
concreto. Lo confieso: me entró un poco de miedo.
-¿Cree usted
en los fantasmas -pregunté un tanto estúpidamente y no estando muy seguro del
temple de mi voz.
-Cuando se
saben las cosas -respondió un tanto pedantescamente- no se creen en ellas.
-Entonces,
usted sabe que hay fantasmas.
-Saber, en
esta vida, nadie sabe nada, ¿no le parece?
-Es posible;
pero algunas personas saben sumar y restar.
-No le falta
razón. Ahora bien, sobre el más allá, y sobre la muerte...
-Sí, eso es
harina de otro costal... No obstante, si los fantasmas existen, ¿Por qué no se
aparece el que uno desea y llama con todas sus fuerzas?
-Las aguas
del Leteo son terribles y poderosas. Lo más constante del hombre es el olvido.
-No me diga
eso, por favor.
-¡Ah, Dios
mío, ha sido usted feliz! Dulces prendas por mi mal halladas.
No supe qué
contestarle. Y no quise continuar el poema de Garcilaso. Miré al cielo. La luna
había sido cubierta por espesas nubes. Me pareció absurdo y fuera de lugar
hablar de la posibilidad de lluvia.
-Sí, creo que
sí -contesté por cortesía-. Decían los griegos que a nadie se le puede
considerar feliz o desgraciado hasta después de su muerte, pues la vida puede
cambiar en un momento. Y es cierto. Ahora, desde luego, es difícil que uno pase
de ser rey a esclavo, como sucedía en aquellos tiempos, en un santiamén. Pero
hay tantas contingencias...
-Las hay. Y a
algunas personas las cosas se le quedan a mitad de hacer. El dolor, a veces, es
más fuerte que el olvido -añadió con una voz que se volvía más grave por
momentos.
Aquella mujer
estaba empezando a asustarme de verdad. Volví a sentirme tan inerme e indefenso
como cuando de niño, tras leer algún cuento de terror, tenía alguna pesadilla.
Me entró frío.
-No, es
imposible -comencé a defenderme.
-¿Qué regalo
le gustaría para estas navidades?
Me quedé
perplejo ante su pregunta un tanto absurda. No obstante, sonreí un poco más
tranquilo. Cerré los ojos pensando en algo que quisiera, y cuando los abrí, la
mujer ya no estaba a mi lado. Tuve un ligero escalofrío. Hasta mí llegó un
suave olor a leña quemada que me recordó unas lejanas navidades en un hotel
rural. En compañía entonces vi nevar tras las ventanas de la habitación. Y, como
un regalo del cielo, comenzó a nevar ahora. Me quedé sentado hasta que los
copos de nieve me cubrieron por completo.
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