Hay
costumbres que tardan en desaparecer o que no lo hacen nunca. De joven me
encantaba pasear por los parques, y sentarme en algún que otro banco. Los
bancos de los parques suelen ser muy incómodos, así que mis descansos eran
breves, máxime cuando algún ocioso buscaba mi compañía. Es lo que me sucedió el
otro día. No hice más que sentarme, tras un largo paseo, cuando se me acercó un
hombre, un poco mayor que yo; y, cosa rara, vestido con chaqueta, camisa y
corbata.
-Se le nota a
usted -me dijo alargándome una mano que estreché- que está recién jubilado. Su
cara transpira felicidad y relajación.
-No sabía que
se me notara tanto -dije por decir algo.
-Pues sí, se
le nota -insistió él sentándose a mi lado- a pesar de que hay pocos motivos
para estar contentos o alegres -añadió.
-Doy gracias
a los dioses -repliqué intuyendo por dónde iba- por no tener que ocuparme todos
los días del Imperio Romano.
-Eso creo que
lo dijo Nietzsche. Pero aquellos eran otros tiempos. Lo malo de este imperio no
es que uno tenga que ocuparse de él, sino que él, con cuanto destila, nos
oprime hasta la saciedad. O quizás debería decir que nos ahoga, sin que nadie
haga nada.
-Eso es -dije
animándome- lo que más miedo me da de este país: la infinita paciencia de su
gente, rayana en la indiferencia, su consentir con todo, y votar a los mismos
que le están robando una y otra vez...
-Hasta que
llega un momento -me interrumpió- en que no puede más y se tira al monte, como
vulgarmente se dice.
-Usted mismo
lo ha dicho.
-No hay nadie
más temerario que un tímido cuando, cansado de su insignificancia o de las
risas de los otros, se arranca. Aunque hay que reconocer -añadió- que se ha
producido un cambio importante en los políticos: han comenzado a pedir perdón
por los errores cometidos, es decir por tener corruptos entre sus filas, y por
robar unos y consentirlo los otros.
Lo miré a los
ojos dudando entre si me estaba tomando el pelo, o era un cínico. Me
tranquilizó enseguida:
-Cuando era
joven, de estudiante, viví en un piso con un compañero. Era un personaje, mi
compañero, sumamente egoísta: siempre iba a la suya, y siempre hacía lo que le
apetecía sin pensar nunca en los demás. Eso sí, era muy educado: cada dos
palabras, una era para pedir perdón.
-No está mal.
Algo es algo.
-Sí; pero me
cansé de dar absoluciones, a quien no tenía propósito de enmienda, y me fui a
otro piso. Le ahorré que fuera disculpándose una y otra vez.
-No exagere:
los políticos piden perdón, como mucho, una vez en la vida, o dos; pero es,
como hacía su compañero, para seguir haciendo lo que hacían antes, aunque con
rostro compungido. Como si les dolieran las muelas o fueran estreñidos.
-Igual que mi
antiguo compañero, desde luego. Al final todo huele a pura hipocresía, a
corrupción sobre corrupción, ¿no le parece a usted?
-Mire -le
dije sin tapujos- si se refiere usted a la comparecencia, el otro día, de esa
señora a la que se ha tildado, neciamente, de verso suelto, de
lideresa, y de no sé cuántas estupideces más, tiene usted toda la razón del
mundo. Sí, vi la comparecencia en la televisión de dicha señora; y todo me sonó
a puesta en escena. Muy mal hecha, por cierto. Ha pedido perdón, de acuerdo;
pero nadie ha presentado su dimisión, ni la va a presentar. Era todo de una
falsedad que asustaba. Nadie asume ninguna responsabilidad.
-Por ahí
tenían que comenzar. Y estoy de acuerdo con usted: creo que lo que ha tratado
de hacer esta señora, y con esto la corrupción todavía huele más y más, ha sido
distanciarse del presidente del gobierno, del jefe de su partido, y relanzar su
carrera política. Es decir, y perdón por la expresión, mierda sobre mierda...
Al día siguiente llevaron a esa señora a recoger un premio, y según los
periodistas, se la veía contenta y feliz. ¿Por qué? ¿Acaso sus palabras habían
terminado con la corrupción? ¿O ha tomado medidas para que nada de cuanto ha
sucedido se produzca de nuevo? No, nada de eso. Se trata, nada más, de una
lucha por el poder. Compareciendo y pidiendo perdón, cree ella que le ha ganado
la partida al presidente del gobierno y de su partido, que, por cierto, es
patético.
-Tampoco hace
falta mucho para ir por delante del presidente. En mi vida he visto personaje
más apático y desmayado: creo que se le curan las enfermedades por
aburrimiento. Si fuera torero, en vez de entrar a matar dejaría morir al toro
de hambre o desesperación en el ruedo.
-Y eso sin
ocultar su negación de la realidad una y otra vez. Al principio, ¿recuerda
usted?, cuando aparecía algún caso de corrupción en algún partido siempre era
mentira; siempre los miembros de ese partido eran personas honorables que
trabajaban mucho por el bien de España. Lo que sucedía, según ellos, es que el
otro partido, que había perdido las elecciones, trataba de hacerse con el poder
creando bulos y mentiras, manchándolos, arrastrando su nombre por el barro y
por los lugares comunes. Eso sí, por si acaso, ponían todas las trabas que
podían a la investigación y a la justicia, llegando, incluso, a hacer
desaparecer pruebas. Da asco.
-Sí, lo
recuerdo; era triste hasta la muerte. Y ridículo. Aquellos mítines donde
saltan, gritan cantan... ¿Hay algo más ridículo que un político español
cantando o saltando? Se les nota la impostura a la legua. Es el vivo reflejo de
muchas de sus afirmaciones.
-A eso iba.
¿Y qué decir de sus palabras, de sus apoyos a los corruptos? ¿De aquel “estaré
contigo, delante, detrás, no sé dónde pero estaré contigo”? Todo para arropar a
un corrupto más, pero que le estaba poniendo en bandeja millones de votos. Todo
por el poder, podía haber sido el lema de unos y otros.
-Me va a
perdonar usted una pequeña pedantería. ¿Ha leído usted a Tito Livio, Ab urbe
condita?
-No, lo
siento; no lo he leído.
-¿Sabe?
Siempre he sospechado que el no estudiar historia, y la historia de Roma es la
nuestra, al igual que el latín es nuestro idioma, tiene como fundamento el
desconocimiento total de la persona. Me explico. La corrupción es un cáncer que
hay que atajar... Cuenta Tito Livio, en el libro XXV de Ab urbe condita, que
hubo dos personajes que se enriquecieron hundiendo barcos en alta mar. Estamos
en la época en la que Aníbal ha puesto en jaque a la República. Y estos
personajes, encargados de llevar las vituallas al ejército, cargan en los
barcos cosas sin importancia, los hunden, y le sacan el dinero al estado, que
corre con los gastos y los imprevistos, venden las vituallas a terceros, y los
soldados, ante los ejércitos enemigos, se mueren de hambre.
-Hace falta
ser... en fin, sin palabras.
-Pues
aplíquelo al caso actual: aplíquelo a las personas dependientes. No hay dinero
para atenderlos a ellos, ni a la sanidad pública, hay niños que pasan hambre,
gente en el paro...; pero sí que hay dinero para cacerías, juergas, putas,
vinos y cuanto se les ocurra. ¿Y para qué quieren tantos millones? Con lo que
han robado todos podíamos tener un país casi nuevo... Y hospitales y escuelas.
-Se dice que
la ambición es como un pozo sin fondo: nunca tiene suficiente. Y los
gobernantes se ocupan de todo menos de gobernar. ¿Para qué quieren el poder?
¿Para enriquecerse? ¿Qué noción tienen de un país? ¿Favorecer a los suyos?
-Estamos
gobernados, y es un decir, por un hatajo de bestias. Y a estos les dan apoyo
unos medios de comunicación tan bestias como ellos. Ya sabe lo que sucedió con
la auxiliar de enfermería que se contagió de ébola cuidando a un par de
misioneros repatriados desde África.
-Sí, lo sé. Y
tiene razón. Hace falta ser imbécil, utilizando un calificativo suave, para
hacer lo que hizo el consejero de sanidad. Para ocultar la chapuza, el
desmantelamiento del hospital, su privatización, recorrió los medios de
comunicación culpando a la enfermera de su contagio; tildándola poco menos que
de burra por no saber ponerse el traje de aislamiento, de mentir, y de no sé
cuántas barbaridades más.
-Y ese fulano
se dice médico. Me lo imagino golpeando a un enfermo por haber contraído un
cáncer en época de elecciones, cuando él tiene que estar por ahí dando mítines.
Lamentable.
-Y menos mal
que la enfermera se contagió cuidando a dos misioneros. No quiero ni pensar lo
que hubiera sucedidos si se hubiese contagiado cuidando a un sindicalista
venido de Siberia, pongo por caso. Los medios que la atacaron eran,
pretendidamente, bien pensantes, y alguno hasta de la Iglesia.
-Y no ha
dimitido, ni lo han cesado.
-No. Pero ha
pedido perdón. Su desgracia ha sido que la enfermera no ha muerto, porque aquí
siempre tiene la culpa de todo quien muere. Los políticos sólo están para
recibir medallas. Si hubiese muerto no se hubiera tenido que disculpar.
-Nos hubiera
ahorrado el sonrojarnos a unos cuantos.
-Es un país
de pandereta.
-No; es un
país al revés: el ministro de justicia se enroca en la ley del aborto en vez de
modificar un código penal que, como dijo alguien, pena al roba gallinas pero no
al corrupto; la ministra de sanidad está desaparecida buscando no sé qué jaguar que no halla; el
hospital se desmantela y se vuelve a montar como si fuera una falla para
recibir a un contagiado, y no por una enfermedad cualquiera. Y mientras unos
cumplen con su obligación, y trabajaban, hasta de forma voluntaria, y son
estigmatizados, los otros, los buenos, roban a todo placer, insultan a los
trabajadores, les faltan al respeto, y no pasa nada.
-Pero piden
perdón.
-Mire. Ya no
me vale eso. Ni me vale la dimisión de nadie. Estoy más que cansado... Lo único
que tiene sentido ya, que lo tendría, sería un suicidio colectivo de toda la
gentuza que ha consentido esto durante tantos y tantos años...
-¡Hombre, no
sea usted tan drástico!
-No soy
drástico. Soy pragmático. Deberían suicidarse todos, si es que todavía les
queda algo de vergüenza, que no. Como hacían los romanos. Además, los políticos
de este fatigado país se deberían distribuir por autonomías y suicidarse cada
uno de ellos en una autonomía distinta. Así, con el paso del tiempo, saldrían
en todos los libros de texto. ¿Se imagina? Una gran hoguera, una magna quema de
rastrojos. Y luego modificar unas cuantas leyes, y no transigir lo más mínimo
con nadie.
-No olvide
que el hombre sigue siendo hombre.
-Y no olvide
que en los puestos de relevancia siempre están aquellos a quienes se les ha
roto el esternón haciendo reverencias y callando a todo. A la mejor cambiando
eso, poniendo a la gente en los puestos según sus aptitudes, cambiaban muchas
cosas. No hace falta una revolución. A menos que esto lo sea.
-Para mucha
gente lo será.
-No me cabe
duda. Pero de verdad, y ya que no van a dimitir, espero que se suiciden. Todo
lo demás son parches y remiendos.
No debió de
hacerle mucha gracia a mi compañero de banco eso del suicidio, pues se levantó,
me tendió la mano, desmayada, y se fue.
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