Dedicado a Sergio, por los hermosos momentos compartidos,
y todos los por compartir
Ese verano decidimos con mi amigo
Sergio irnos con las pocas monedas que teníamos a Las Toninas, unos miserables
cinco días. Tanto él como yo éramos preceptores de los colegios de donde
habíamos egresado y nuestros magros ingresos no nos permitían vacaciones más
osadas.
Partimos
en un micro destartalado que nos depositó, luego de mil horas de viaje, en
nuestro destino. El hotel / hostal / hostería / tugurio era un deleite para los
sentidos: la mugre se olía, las rajaduras se palpaban, los gritos de placer de
la parejita de al lado se oían, y las duras tostadas quemadas del desayuno, se
gustaban.
Ya
de movida mis calzoncillos agujereados hicieron las delicias del boy scout, sin
contar que mientras él apilaba meticulosamente sus petates yo tiraba del bolso
al armario mis pilchas así como venían. El miraba mi desidia y desorden mientras
desaprobaba con la cabeza.
Sobre
la tarde nos enteramos que los sanitarios no estaban en buen estado. Sergio
sobre la cama con los “walkman” puestos no escuchaba mis gritos hasta que estos
fueron tan fuertes que se apareció en el baño. El inodoro ladeado de costado y
mi mano aferrada al papel higiénico le hicieron ver lo desesperado de mi
situación y mientras me ayudaba, comprender también lo desesperado de nuestra
situación.
De
todos modos, cuando se tiene 18 años y toda una vida por delante, lo que menos
se piensa es en las verdes y uno se sienta a disfrutar de las maduras, como si
por entonces ellas abundaran. Los padres de él paraban en un coqueto balneario
de San Bernardo adonde partimos prestos a garronear la carpa. Tenían un
pequinés blanco al que llevábamos a caminar con la correa por la playa, y
mientras sacábamos pecho veíamos que se nos acercaban las mejores pibas del
parador para acariciar al perro. Evidentemente ese can era ganador con las
mujeres y nosotros le sacábamos el jugo cual dos proxenetas.
La
segunda noche un amigo nos dijo de un boliche en Santa Teresita que estaba
bueno y hacia allí partimos raudos en busca de aventuras. Sobre las cinco de la
mañana y sin haber mojado ni una mísera medialuna, nos retiramos vencidos de night
club. Además el amigo en cuestión tenía un Fiat pequeño que mostraba y lustraba
cual Ferrari Diávolo. Pero a la hora de alcanzarnos míseros cinco kilómetros
hasta nuestro humilde poblado, se hizo el boludo como Hitler en el Once. La
cosa que tuvimos que tomar el colectivo de línea de entonces, que si mal no
recuerdo era el 505.
Al
llegar a San Clemente el chofer nos despierta con voz ronca: “- che, ¿ustedes
no iban a Las Toninas?” a lo que asentimos con nuestras cabezas. “- Bueno,
tómense el otro y se bajan en la primera”.
A
la hora nos despierta otro chofer y nos dice: “- Che, estamos en Mar de Ajó,
¿no iban a Las Toninas ustedes?”. Ya más despiertos puteamos en mil colores y
nos subimos al que pegaba la vuelta.
Sobre
las seis de la mañana, con las pestañas pegadas caminamos las seis cuadras que
nos separaban de la miserable hostería, entre carcajadas y bostezos.
Han
pasado treinta y pico de años de aquella historia. Cada vez que nos juntamos la
contamos una y otra vez, con lujo de detalles y volvemos a reírnos ya con
nuestras panzas y peladas, como si tuviéramos nuevamente 18 años.
Muchas
noches sueño nuevamente con ese viaje. Cada vez que me pasa despierto con una
sonrisa en los labios. Ese día siempre va a ser bueno para mí.
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