“Te
diré los dolores que te están reservados en tu bien construida morada.”
Homero.
Odisea
Eran sólo un par de horas de viaje, lo
más molesto fue detenerse en otras “paradas” para que el micro cargara más
gente, ese tiempo me demoró más aún que el viaje en sí.
Me bajé en un parador sobre la ruta
nueve una vez que estuve seguro de mi proximidad. Como de costumbre me pedí un
whisky; al principio me extrañó la cara de la camarera y la reacción ante mi
pedido, luego comprendí que no estarían precisamente acostumbrados, a
diferencia del bar que visito frecuentemente en Caballito, a servir esas
bebidas a las cinco de la tarde.
Algunos minutos después ya sentía el
gusto del alcohol abriéndose paso a través de mi garganta y llegando hasta mi
estómago, lo sentí demasiado claramente, lo cual me recordó que no había
almorzado.
El primer camionero se detuvo a la
media hora. Sé que perfectamente me podría haber pedido un coche en cualquier
agencia de remises con sólo interrogar a la camarera, pero nunca me fastidió
hacer tiempo. Mi oficio solitario me ha acostumbrado a vivir sin ningún tipo de
apuro; si no escribo las tres horas completas que me debo por día, puedo perfectamente
recuperar el tiempo al día siguiente. No tengo que cumplir ningún horario ni le
debo cuentas a nadie (más que al intransigente de mi editor, que cada tanto me
llama para ver qué estoy haciendo, o si ya tengo algo terminado).
Debo agregar que a medida que me
acercaba experimenté una extraña sensación, como si un vago y aletargado
instinto me previniera sobre peligros insospechados. Atribuí esa sensación a la
incomodidad propia que sufría cada vez que era necesario ponerme al día sobre
las novedades de mi vida con cualquier persona que no veía desde hacía tiempo.
Era un hombre alto, con una barba casi
tan desprolija como la mía. Imaginé que se detenía a almorzar o a desayunar,
las cinco de la tarde no es una hora extraña para hacerlo en ciertas profesiones.
Le pregunté amablemente si se dirigía hacia Córber, pues necesitaba que me
llevaran. Apenas se tomó la molestia de mirarme unos segundos y me dijo que me
acercaría al pueblo con gusto. No me extrañó esa amabilidad; nadie va a Córber
a menos que viva allí y haya tenido que salir del pueblo por algún trámite, por
ejemplo. Seguramente me tomó por un residente, imaginé yo, y en cierto modo lo
era, un residente que había salido por un trámite que ya le llevaba más de diez
años.
Me tocó en suerte que fuera un hombre
bastante callado, hace tiempo me consideraba bueno conversando. Últimamente la
gente me gusta cada vez menos y me he vuelto más hábil para escuchar que para
hablar. De las dos cosas hicimos bastante poco y a los cuarenta minutos de
subir al camión estábamos en el pueblo, ese del que casi me había olvidado.
Uno de mis primero libros es una
semibiografía disfrazada. Es decir, he cambiado nombres y lugares, pero
básicamente es una historia de mi infancia en Córber, con algunos añadidos
dramáticos para darle sustancia. Supongo que todos los escritores primerizos
hemos hecho lo mismo. Incluso algunos lo han hecho de una manera maravillosa, y
no falta quien, en efecto, haya hecho solamente eso para luego dejar la
literatura, como es el caso de Harper Lee.
Mi segundo libro fue una novela
llamada “El corazón y el fuego”, que a pesar de su nombre un poco ridículo y
que suena a novelita para mujeres tontas, de esas que venden en los
supermercados, es un libro sobre la guerra. No puedo decir que trate sobre una
guerra en particular, porque en verdad atraviesa varias, comenzando por la Guerra del Paraguay hasta
la de Malvinas, en la que los protagonistas, todos miembros de una misma
familia, se ven de un modo u otro envueltos, a través de incontables años. Lo
mucho que tuve que estudiar para escribir ese libro fue liberador. Me di cuenta
de que en cierto punto son incomprensibles cosas tales como el bloqueo de
escritor. El mundo está lleno de historias, sólo hay que contarlas. Además de
eso, el hecho de una extensa trama familiar a través de las épocas me permitió
distanciarme lo suficiente de los sucesos narrados como para que sea algo
bastante original y para aprender que no siempre es necesario escribir “sobre
uno”, colando aquí o allá pensamientos e ideas que de una forma u otra nos
pertenecen, a pesar de salir de los labios de otros personajes.
Aún hoy, mis críticos juzgan que ese
es mi mejor trabajo, algo con lo que no estoy del todo en desacuerdo.
Me despedí del camionero a la entrada
al pueblo, sin haberle preguntado siquiera su nombre. El perfume de Córber
había permanecido flotando en alguna parte del subconsciente todos esos años en
que estuve lejos (pasto fresco, tierra fértil y lejanas notas de bosta de
vaca), pero apenas di la primera y profunda inspiración, estudiándola, caí en
la cuenta de que estaba en casa, y fue casi un alivio.
A las siete de la tarde la calle
principal, que es la única asfaltada, permanecía suspendida en el tiempo desde
mis días de juventud, fue como haber despertado de un largo sueño para
comprobar que todo estaba en su lugar. La limpia calle se llamaba Estanislao
Lobos, bautizada así por algún olvidado gaucho, perdido en la embrujada y
febril Pampa, y en la oscuridad de los años.
Todo me parecía un poco irreal y
sentía que el mundo se me revelaba a través del vidrio empañado de una ventana.
El olor del campo al que me había desacostumbrado me llenó de una especie de
optimismo, lo cual es raro en mí, que no soy precisamente optimista.
Pensé que lo mejor sería dirigirme directamente
hacia la casa de mis abuelos, la cual, después de su muerte, me había negado a
vender una vez que la escritura pasó a mi nombre. No es que fuera a haber
muchas ofertas por esa vieja casa de mierda, pero quizás lo que me impidió
hacerlo, a fin de cuentas, era el hecho de que muertos ellos, la casa era el
único lazo que me quedaba con mi niñez. He dejado en claro que todo lo
referente a mi padre no contaba.
Siempre fatalista, pensé que la
encontraría casi en ruinas, pero nada estaba más lejos de ser cierto. Pagaba
los impuestos a comienzo del año y así no tenía que preocuparme por doce meses.
Me alegró comprobar que habían hecho con ellos más de lo que correspondía. Los
trabajadores municipales mantenían el pasto corto del patio aun cuando no tenían
la mínima obligación de hacerlo. No pasan muchas cosas en los pueblos como ese,
imaginé que la casa que pertenecía a una familia de escritores de mediocre
éxito no podía dejarse maltratar.
El sol aún brillaba lo suficiente como
para que entrara algo de luz a través de las ventanas; las viejas persianas de
madera se habían roto los últimos años en que vivía mi abuelo y nunca nos
habíamos tomado la molestia, ni él ni yo, de arreglarlas, de modo que era
necesario abrirlas desde afuera. Poco podía ver del interior por el reflejo del
sol y por la tierra que se había acumulado en los vidrios.
Si bien pasé la infancia en esa casa,
no es el mismo lugar al que se habían mudado mis padres luego de casarse. La
otra casa, que yo imaginaba estaría en la herencia, quedaba a unas tres cuadras
de esta, hacia el fondo de una de las míseras calles laterales.
Mi madre enfermó apenas unos meses
después de que yo naciera. Debido a los constantes cuidados que requería su
condición, nos habíamos mudado a la casa de mis abuelos al poco tiempo de mi
nacimiento, así que esa otra casa apenas si participaba de algún recuerdo mío.
Cuando mi madre murió y mi padre se vio libre de toda atadura, dejándome atrás,
él habitó en esa casa, en las pocas ocasiones en que estaba cerca.
Saqué el juego de llaves luego de
abrir las persianas. Había tenido que revolver varios cajones hasta dar con
ellas, e incluso había llegado a pensar que las había perdido.
El óxido en la cerradura me hizo dudar
sobre la eficacia de la tarea que estaba por emprender, pero como las cosas
viejas están hechas para durar toda la vida, pude comprobar agradecido la
suavidad con que se deslizaron dentro y luego giraron. Quizás por obra del
aislamiento, el polvo dentro de la casa fue menos del que esperaba, eso sí, el olor
a humedad era espantoso, tanto, que tuve que dejar la puerta abierta para que
se ventilara un poco. Parecía que estaba en una de esas misteriosas tumbas
egipcias que han permanecido selladas durante siglos, pero que, precisamente
gracias a eso, mantienen los secretos de su interior mucho mejor de lo que se
puede prever desde afuera.
Sabía que la puerta abierta atraería
en seguida a los curiosos que vendrían a saludarme, pero como el aire me había
sentado bien y estaba de buen humor me resigné a aceptar las visitas.
En el campo se conserva la costumbre
de saludar a todo el que pasa cerca de uno, aun si es un desconocido. Al
principio se limitaban a pasar por la calle como si estuvieran paseando. Cada
vez que uno “pasaba” me saludaba sin detenerse, como si fuera el vecino de
todos los días, y yo devolvía el saludo. No faltaron aquellos que pasaron hasta
tres veces para ver si podían sacar algún dato más que contar a los otros,
parecía que mi regreso iba a ser la noticia de la semana.
Decidí continuar la inspección en el
primer piso para no verme en una situación tan ridícula. Primero me dirigí a mi
vieja habitación, que hacía ya muchos años permanecía casi por completo vacía,
salvo por la cama. Me interné en el aire pegajoso de la casa y los recuerdos, y
en mí fueron despertando, como pequeñas bestias, sensaciones familiares. Luego
me dirigí a la habitación de mis abuelos, aunque en esta ocasión me limité a
verla desde el pasillo; la cama vacía y ruinosa, el colchón asqueroso de
humedad y moho gris, flora y fauna impronunciables creando vida donde antes
hubo vida. Pensaba continuar con mi silenciosa inspección, revisando a ver qué
sorpresa podía llegarme a encontrar, cuando escuché una voz femenina que
provenía desde la entrada. Era la voz de una mujer joven y me resultaba
familiar. Antes de bajar ya me prefiguraba que se trataría de la misma mujer
que me había llamado por teléfono para anunciarme la muerte de mi padre. Sabía
por la breve charla que habíamos tenido antes que era abogada. Supongo que por
la idea que uno se hace de los abogados espera siempre verlos de traje; olvidé
que eran las siete de la tarde y que semejantes formalidades de seguro no eran
necesarias en un lugar como Córber.
Me sorprendí cuando encontré en la
puerta a una joven en jeans, remera amarilla y zapatillas, en lugar de la árida
profesional que yo esperaba.
Era tal vez unos centímetros más alta
que yo (lo cual no es precisamente difícil de lograr) y su pelo castaño claro
estaba recogido por un elástico. Se presentó nuevamente como Andrea Soler y si
bien el nombre me seguía sonando familiar no me pareció oportuno preguntarle de
dónde nos conocíamos.
La saludé, creo, con demasiada
deferencia.
Aclaró que no estaba en calidad de
abogada y que solamente se había acercado para darme la bienvenida, además de
eso, me alertó sobre ciertos preparativos de una cena que se estaba organizando
en mi honor.
Tanto mis abuelos como mi madre, e
incluso mi padre (a pesar de la nula relación que tenía conmigo), habían sido
muy respetados en el pueblo y tal vez veían de modo especial que el mejor
escritor que había dado Córber, después de tantos viajes, hubiese elegido su
pueblo natal para morir en él. Ya no podían celebrarlo, pero pensaban celebrar
al segundo mejor escritor, después de todo, también él, es decir, yo, había
regresado. Quizás creyeran que la relación que tenía con mi padre no estaba del
todo deteriorada, o que de hecho no existía el menor conflicto entre nosotros.
Estos pensamientos me dejaron un poco apesadumbrado. No tenía ganas de ir a
cenas en mi honor, ni en el de nadie, pero menos ganas tenía aún de explicar
que tipo de relación tuve yo con mi padre. Después de todo, incluso Mariel
entendía que preguntarme sobre esas cosas me ponía del peor humor, y no sentía
la menor necesidad de justificarme o explicarme con aquellas personas.
Creo que Andrea se dio cuenta de que
me sentía un poco incómodo, seguramente creyó que lo que me producía ese
sentimiento de pesar no era el tener que dar explicaciones, sino lo cercano de
mi pérdida. Tomó mi brazo izquierdo con el gesto sincero de quien quiere
compartir el dolor de uno, lo cual confirmó mi teoría anterior. Me sentí
bastante estúpido, no sabía si fingir una aflicción que no sentía o simplemente
recalcar que me era en verdad indiferente. Por suerte la decisión de marcharse
para dejarme descansar impidió que tomara alguna resolución. Me dijo que
si estaba yo de acuerdo esperaría por mí al día siguiente, en horas
de la tarde, para comenzar con los trámites; los cuales, me aclaró, se
limitaban a algunas firmas y nada más. Simples convenciones legales.
Se despidió de mí y juzgué prudente
cerrar la puerta detrás de ella. No estaba de ánimo para más visitas por el
momento. A medida que Andrea se alejaba me sorprendí a mí mismo observando a
través de las sucias ventanas, cuyo polvo me protegía de ser descubierto, el
contoneo maravilloso de su hermoso culo. Un sentimiento de culpa se me asentó
como una piedra el pecho. Saqué mi celular y a pesar de la mala señal que mi
compañía telefónica tenía en ese lugar de Buenos Aires me decidí a llamar a
Mariel para avisarle de que ya me
encontraba en mi destino, tal como se lo había prometido en Retiro.
Lo que quedaba de la tarde se fue
rápidamente. En el patio posterior de la casa, mientras tomaba uno de esos
horribles mates que ya vienen preparados, me sorprendí de la enorme cantidad de
estrellas que hay en el cielo y que ya casi había olvidado. El centro de la vía
láctea era un surco brillante atravesando el espacio de lado a lado, y más que
un conjunto de cientos de miles de estrellas, parecía una niebla luminosa
flotando sobre mi cabeza. Poco tiempo pasó hasta que comencé a sentir el
habitual vértigo que me provoca observar el cielo.
Inevitablemente la noche me trajo la
necesidad de pensar dónde iba a dormir. Había sábanas y mantas de sobra en la
casa, el problema era que, lo mismo que el colchón de mi vieja cama, nadie las
había utilizado en los últimos diez años, y arriesgarme me habría costado, como
mínimo, una vacuna contra el tétanos a la mañana siguiente. En Córber apenas
hay una pensión que hace las veces de hotel, pensé que lo mejor sería
establecerme en ella. Tomé mi bolso y salí a la calle.
Sin haberlo pensado, decidí dar una
vuelta en lugar de ir por el camino más directo, como para comprobar un poco en
qué andaba el resto del pueblo, esa parte que no había podido ver desde mi
llegada.
Ciertos detalles me resultaban, a
pesar de que me eran familiares, bastante llamativos; entre ellos estaba la
extrañeza de que a las diez y media de la noche, las puertas de las casas
siguieran abiertas. El verano era propicio para eso, pero me había acostumbrado
demasiado al aire acondicionado y a las puertas cerradas de la ciudad. El resto
del paisaje era un viejo conocido, calles de tierra polvorientas, zanjas
apestosas en las que años antes me divertía con mis amigos sacando pequeñas
ranitas, árboles que había trepado hasta el cansancio y de los cuales nos
habíamos caído tantas veces que podía considerarse un milagro que mi grupo de
amigos llegara sano y salvo hasta la edad adulta.
Sin querer, mis pies me llevaron hacía
la casa de mi padre, en la que apenas cinco días antes él había muerto. Me
detuve en la entrada, no tenía las llaves, pero imaginé que al día siguiente
serían una de tantas cosas que Andrea tenía para darme.
A pesar de que había sido habitada los
últimos tiempos, su estado de conservación era pésimo, incomparable con la casa
de mis abuelos, a la que de pronto juzgué un lujo.
Las plantas del jardín estaban casi
totalmente secas a pesar del verano, pensé que podía deberse al efecto de una
sequía, pero las demás casas no estaban afectadas del mismo modo.
Creo que era la única casa en todo
Córber que tenía un pesado portón y unas rejas de hierro que, si supiera algo
de arquitectura, me atrevería a juzgar de modernistas. Calculé que sólo esas
rejas y ese portón, de grueso hierro fundido, modelado de tal forma que sus
barrotes se asemejaban a una planta trepadora, habían costado, en su momento,
más que el resto de los materiales empleados para construir esa casa, todos
combinados. Me acerqué un poco para confirmar lo que la vista ya me había
sugerido, estaba cerrado con una cadena y un candado, desde afuera.
Puse mi mano sobre uno de los
barrotes, el cual me pareció exageradamente helado con respecto al ambiente.
Observando hacia adentro, a través de la dura oscuridad, me sentí incómodo por
segunda vez desde mi llegada, pero ahora nada tenía que ver esta sensación con
las explicaciones que ya imaginaba iba a tener que dar con respecto a mi padre,
esta incomodidad era mucho más primitiva. Era una sensación que nunca antes
había experimentado, a pesar de que la había narrado e imaginado en varias
novelas. Si pretendiera aventurar una imprecisa definición esa sería “me sentí
observado”.
Sentirse observado en la ciudad puede
deberse a la natural sugestión provocada por la inseguridad, como cuando
desconfiamos de la persona que camina detrás nuestro; pero sentirse observado o
vigilado en la noche del campo es aterrador. Di media vuelta y me alejé
tratando de justificar torpemente esa sensación. Olvidándola casi de inmediato.
La pensión resultó más cómoda de lo
esperado; me quedé en dos habitaciones que se comunicaban a través de una
puerta. Originalmente esta puerta permanecía cerrada para que, justamente, pudieran
ser alquiladas como habitaciones separadas; pero como nunca he sido bueno para
escribir en el mismo lugar en el que duermo le pedí a la recepcionista si podía
hacer la excepción de abrir la puerta y alquilarme las dos. Incluso ofrecí
pagar como si estuviera alquilando ambas. La mujer, que rondaría los cincuenta
años, se negó a aceptar el dinero extra y sólo tuve que pagar una.
- De todos modos- dijo ella - no hay nadie en las demás habitaciones, ni
se esperan visitas.
Le agradecí cortésmente y le dediqué
especial atención a la firma de un ejemplar de “El corazón y el fuego” que ella
poseía. Con una dedicatoria agradeciendo su amabilidad y su atención.
La cama era grande, demasiado para mí.
Las camas grandes me resultan un poco incómodas cuando duermo solo. Pensé en
que tal vez no habría estado mal pedirle a Mariel que viniera.
Pensé en Andrea Soler y me pareció más
bonita en mi recuerdo.
Di algunas vueltas hasta que me
convencí de que no lograría dormir por el momento. Busqué mi notebook y pasé a
la otra habitación para trabajar un poco.
Una molesta intranquilidad me impidió
sumergirme del todo en ese trance por el que me dejo llevar cada vez que
escribo; supuse que la sensación que había experimentado frente a la reja, en
la casa de mi padre, tendría algo que ver con ello. Sabía que eso era cierto,
pero no era menos cierto que Andrea ocupaba también parte de mis pensamientos.
La brisa cálida del verano trepaba
hasta la ventana del primer piso en que me encontraba. Ansié un whisky con
hielo que no conseguiría y me insulté a mí mismo por no haberme traído siquiera
la petaca de acero inoxidable que compré en una tabaquería de Ramos. Al
intentar escribir tropecé diez veces con la misma frase insulsa. Me sentí
frente a la hoja en blanco como un hombre en silla de ruedas frente a una
escalera. El tiempo era una cosa detenida ahí dentro, en esa habitación, en esa
computadora, y en mí. El vientito pasó de ser un consuelo a un castigo, una
tenue fuerza repugnante trayendo olores viejos, años vencidos y gastados
combinándose con el calor de las paredes que todo el día habían absorbido la
luz del sol, una esponja de concreto y ladrillos que ahora me devolvía, en
plena noche, todo el cansancio de la luz quemante. La habitación pareció de
pronto convertirse en un incipiente horno, envalentonado por las putas lámparas
amarillas de alto consumo en lugar de esa luz blanca y fresca. Sabía yo que en
un par de horas las paredes se enfriarían, pero mientras tanto estaba atrapado
y condenado al hastío insalubre y sudoroso.
Cerré la computadora sintiéndome
frustrado. El día iba lentamente cuesta abajo.
Entiendo lo que siente el protagonista a quedar atrapado en la misma frase. Me suele pasar. Y muchas veces ni siquiera llegó a la frase. Me parece interesante el personaje de la abogada. Creo no le fue indiferente al protagonista.
ResponderEliminarGracias por pasarte por aquí de dedicar tu tiempo a leerme. Espero que te guste el resto de la obra.
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