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viernes, 18 de octubre de 2013

TARDE, por Ana Carrasco, de Buenos Aires, Argentina (*)


Cuando salió del banco, Santiago casi pudo imaginar los gritos de su jefa alterada por la demora. "¡Estuviste perdiendo el tiempo en la calle, ¿no?!". "Vos querés que te eche ya?". Pero razonó que ni siquiera tenía tiempo de pensar en eso y corrió a buscar la moto mientras metía en un sobre los comprobantes de pago con el sello de la caja.

            Le costó sortear el tránsito en las siguientes cuadras pero aprovechó que la moto le permitía ciertas licencias como subirse a la vereda o deslizarse casi de perfil entre un colectivo y un taxi detenidos en el semáforo. Le importó muy poco que un policía lo mirase con furia contenida, ni que amagase con buscar su libreta para anotar la patente de la moto. Sabía que en esa zona bancaria había una tolerancia especial para los que como él trabajaban en dos ruedas.

            Por supuesto, su jefa no tenía esa tolerancia. Desde que le dio el trabajo se empeñó en mostrarle cada una de sus faltas. Cada día tenía la intuición de que iba a echarlo pero ella se contentaba con reprocharle sus faltas y pedirle más aplicación al trabajo. Y él se promería cada vez que no iba a suceder de nuevo, pero nunca lograba hacer las cosas como ella quería.
            Cierto que sus tareas no requerían gran habilidad ya que la empresa lo había contratado como cadete para entrega de documentación y trámites bancarios pero, al parecer, había un modo de hacer las cosas mucho mejor al que él uitilizaba. O, al menos, eso era lo que pensaba Dolores, la gerenta de finanzas.
            Mientras desandaba unas cuantas cuadras más rumbo a la oficina, a toda velocidad aprovechando la fluidez del tránsito por la avenida, se preguntaba porqué esa mujer había insistido en entrevistarlo. A simple vista cualquiera de los otros postulantes parecía más solvente. Dos de ellos le llevaban unos cuantos años, y los otros dos tenína un título secundario conmo peritos contables, con lo cual hubiesen cumplido con los trámites bancarios con mayor pericia.
            Pero ella insistió en entrevistarlo aún después de ver su magro currículum. Mientras indagaba sobre la orientación de su escuela secundaria y sus conocimientos de inglés, dedicó un buen rato a contemplar sus brazos y su cuello. A él le extrañó que le preguntase si iba al gimnasio muy seguido pero supuso que quería asegurarse de que estuviese entrenado físicamente para pasarse el día arriba de la moto. De todos modos tuvo la certeza de que había hecho un triste papel.
            Sin embargo, ella misma lo llamó al día siguiente para decirle que estaba contratado. Le sugirió que fuese con ropa casual ya que su trabajo consistía ne manejar la moto por toda la ciudad llevando correspondencia, informes comerciales y documentación bancaria.
            Lo estaba esperando por la mañana para indicarle cada uno de los trámites. Se empeñó en mostrarle en un mapa cada destino, deslizando el brazo por detrás de su hombro. Volvió a hacerlo muchas veces. Y también supo propiciar algunos roces incidentales de sus cuerpos frente a la máquina de café o en el pasillo del ascensor. En otras ocasiones fabricó excusas para inclinarse delante de él y mostrarle, a veces su generoso escote, a veces sus muslos por los cuales trepaba con cada movimiento la minúscula falda que solía usar.
            Si ella no hubiese buscado desesperadamente su atención, Santiago igual se habría fijado en ella. Dolores tenía más de 40, pero a fuerza de Pilates y tratamientos estéticos, había sabido mantenerse hermosa. Tenía una figura perfecta que le envidiaban sus compañeras e incluso las asistentes más jóvenes.
            Pero el atractivo para él no era el físico sino su soltura. La madurez con la que se enfrentaba al mundo y podía ordenar, reprochar y premiar sin inmutarse, como si el derecho le correspondiese solo a ella.
            Claro que a él solía reprocharle solamente. Algunas noches Santiago llegó a soñar con los gritos de su jefa. Otras, los gritos la transformaban en una fiera dominante que se aparecía en su cama dispuesta a destrozarlo. Más de una vez el afán destructivo de ella se transformaba en el sueño en una pasión desenfrenada que lo llevaba al cadete a territorios que jamás había explorado. Por eso cada tarde salía del trabajo con un sentimiento ambiguo: incertidumbre por las contínuas correcciones y las actitudes despóticas que lo convencían de que pronto ella iba a echarlo; y, a la vez, una atracción irrefrenable por esa mujer que podía mostrarse tan despótica.
            Alguna vez llegó a fantasear con acusarla de acoso sexual o de violencia laboral, pero podía más su admiración por su jefa. Además, razonó que los errores que le marcaba no eran más que fallas de principiante. ¿Cuántas veces había tenido que volver al banco porque la factura no tenía el sello correspondiente? ¿Cuántas había equivocado la dirección de un envío?
            Ahora mismo estaba llegando escandalosamente tarde. Había olvidado una carpeta con facturas a pagar en alguna parte de su recorrido y debió desandar el camino hasta que la encontró en el área de proveedores de una empresa de Caballito. Desde allí le llevó un buen rato volver al microcentro para depositar los fondos para cubrirlas. Durante todo el trayecto iba pensando argumentos para justificar su demora.
            Trató de inventar una buena excusa pero sabía que Dolores era demasiado inteligente para envolverla con historias inconsistentes. Recordaba aquella vez en la que le pidió que se quedase después de hora para chequear los montos de los últimos cheques depositados. El había pretextado el cumpleaños de su madre y su jefa no tuvo mejor idea que llamar a última hora de la noche para saludar a la buena señora quien se asombró muchísimo ya que el festejo había pasado hacía tres meses. Al lunes sigueinte hubo gritos y rezongos de todo calibre y él sintió que no tenía margen para quedar en falta de nuevo.
            Decidió ir con la verdad, peor casi se arrepintió cuando vio la cara del portero del edificio. "Tarde de nuevo, ¿no?. ¿Se viene otro reto?", le preguntó el hombre enterado como todos de la particular animadversión que Dolores tenía por el nuevo cadete. "¡Que te sea leve!", fue el saludó que le sonó casi como un certificado de defunción.
            Cuando llegó al cuarto piso las secretarias se habían ido. Pero él sabía que su jefa lo esperaba ya que necesitaba urgente los recibos. Al menos, eso le había dicho esa mañana. La encontró en su despacho, al fondo de un corredor completamente vacío. Le extrañó ver que llevaba el primer botón de su blusa desprendido. Lo invitó a sentarse en el sillón frente al escritorio.
            Mientras repasaba los papeles, sus dedos jugaban con el resto de los botones. Al sentarse con descuido, su pollera se había enroscado y dejaba ver una minúscula prenda de encaje negro. El se sintió incómodo, y, a la vez, profundamente atraído por ese triángulo que se exhibía obcenamente del otro lado del escritorio. 
            Ella pareció satisfecha. No gritó ni rezongó. Guardó con sumo cuidado los recibos en un bibliorato que colocó en un estante frente a él. Después se le acercó y le acarició los hombros, la cabeza y el pecho, debajo de su camisa. Luego desabrochó su pantalón y lo deslizó rápidamente sobre la alfombra, al tiempo que su falda caía a unos pocos pasos.
            Santiago creyó que estaba soñando o que Dolores quería jugarle una broma. Seguramente llegarían los gritos y los retos delante de sus compañeros. Pero la situación lo había fascinado. Ahí estaba ella madura y bella, segura y decidida. Y la dejó hacer.

(*) Seudónimo

2 comentarios:

  1. Que afortunado. Que suceda esa muta atracción es algo digno de celebrarse. Y con una mujer tan bella.

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  2. Suele suceder. El placer está a la vuelta de la esquina, Demiurgo. (Ana C)

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