Cuando salió del banco, Santiago casi pudo imaginar los
gritos de su jefa alterada por la demora. "¡Estuviste perdiendo el tiempo
en la calle, ¿no?!". "Vos querés que te eche ya?". Pero razonó
que ni siquiera tenía tiempo de pensar en eso y corrió a buscar la moto
mientras metía en un sobre los comprobantes de pago con el sello de la caja.
Le costó
sortear el tránsito en las siguientes cuadras pero aprovechó que la moto le
permitía ciertas licencias como subirse a la vereda o deslizarse casi de perfil
entre un colectivo y un taxi detenidos en el semáforo. Le importó muy poco que
un policía lo mirase con furia contenida, ni que amagase con buscar su libreta
para anotar la patente de la moto. Sabía que en esa zona bancaria había una
tolerancia especial para los que como él trabajaban en dos ruedas.
Por
supuesto, su jefa no tenía esa tolerancia. Desde que le dio el trabajo se
empeñó en mostrarle cada una de sus faltas. Cada día tenía la intuición de que
iba a echarlo pero ella se contentaba con reprocharle sus faltas y pedirle más
aplicación al trabajo. Y él se promería cada vez que no iba a suceder de nuevo,
pero nunca lograba hacer las cosas como ella quería.
Cierto que
sus tareas no requerían gran habilidad ya que la empresa lo había contratado
como cadete para entrega de documentación y trámites bancarios pero, al
parecer, había un modo de hacer las cosas mucho mejor al que él uitilizaba. O,
al menos, eso era lo que pensaba Dolores, la gerenta de finanzas.
Mientras
desandaba unas cuantas cuadras más rumbo a la oficina, a toda velocidad
aprovechando la fluidez del tránsito por la avenida, se preguntaba porqué esa
mujer había insistido en entrevistarlo. A simple vista cualquiera de los otros
postulantes parecía más solvente. Dos de ellos le llevaban unos cuantos años, y
los otros dos tenína un título secundario conmo peritos contables, con lo cual
hubiesen cumplido con los trámites bancarios con mayor pericia.
Pero ella
insistió en entrevistarlo aún después de ver su magro currículum. Mientras
indagaba sobre la orientación de su escuela secundaria y sus conocimientos de
inglés, dedicó un buen rato a contemplar sus brazos y su cuello. A él le
extrañó que le preguntase si iba al gimnasio muy seguido pero supuso que quería
asegurarse de que estuviese entrenado físicamente para pasarse el día arriba de
la moto. De todos modos tuvo la certeza de que había hecho un triste papel.
Sin
embargo, ella misma lo llamó al día siguiente para decirle que estaba contratado.
Le sugirió que fuese con ropa casual ya que su trabajo consistía ne manejar la
moto por toda la ciudad llevando correspondencia, informes comerciales y
documentación bancaria.
Lo estaba
esperando por la mañana para indicarle cada uno de los trámites. Se empeñó en
mostrarle en un mapa cada destino, deslizando el brazo por detrás de su hombro.
Volvió a hacerlo muchas veces. Y también supo propiciar algunos roces
incidentales de sus cuerpos frente a la máquina de café o en el pasillo del
ascensor. En otras ocasiones fabricó excusas para inclinarse delante de él y
mostrarle, a veces su generoso escote, a veces sus muslos por los cuales
trepaba con cada movimiento la minúscula falda que solía usar.
Si ella no
hubiese buscado desesperadamente su atención, Santiago igual se habría fijado
en ella. Dolores tenía más de 40, pero a fuerza de Pilates y tratamientos
estéticos, había sabido mantenerse hermosa. Tenía una figura perfecta que le
envidiaban sus compañeras e incluso las asistentes más jóvenes.
Pero el
atractivo para él no era el físico sino su soltura. La madurez con la que se
enfrentaba al mundo y podía ordenar, reprochar y premiar sin inmutarse, como si
el derecho le correspondiese solo a ella.
Claro que a
él solía reprocharle solamente. Algunas noches Santiago llegó a soñar con los
gritos de su jefa. Otras, los gritos la transformaban en una fiera dominante
que se aparecía en su cama dispuesta a destrozarlo. Más de una vez el afán
destructivo de ella se transformaba en el sueño en una pasión desenfrenada que
lo llevaba al cadete a territorios que jamás había explorado. Por eso cada
tarde salía del trabajo con un sentimiento ambiguo: incertidumbre por las
contínuas correcciones y las actitudes despóticas que lo convencían de que
pronto ella iba a echarlo; y, a la vez, una atracción irrefrenable por esa
mujer que podía mostrarse tan despótica.
Alguna vez
llegó a fantasear con acusarla de acoso sexual o de violencia laboral, pero
podía más su admiración por su jefa. Además, razonó que los errores que le
marcaba no eran más que fallas de principiante. ¿Cuántas veces había tenido que
volver al banco porque la factura no tenía el sello correspondiente? ¿Cuántas
había equivocado la dirección de un envío?
Ahora mismo
estaba llegando escandalosamente tarde. Había olvidado una carpeta con facturas
a pagar en alguna parte de su recorrido y debió desandar el camino hasta que la
encontró en el área de proveedores de una empresa de Caballito. Desde allí le
llevó un buen rato volver al microcentro para depositar los fondos para
cubrirlas. Durante todo el trayecto iba pensando argumentos para justificar su
demora.
Trató de
inventar una buena excusa pero sabía que Dolores era demasiado inteligente para
envolverla con historias inconsistentes. Recordaba aquella vez en la que le
pidió que se quedase después de hora para chequear los montos de los últimos
cheques depositados. El había pretextado el cumpleaños de su madre y su jefa no
tuvo mejor idea que llamar a última hora de la noche para saludar a la buena
señora quien se asombró muchísimo ya que el festejo había pasado hacía tres
meses. Al lunes sigueinte hubo gritos y rezongos de todo calibre y él sintió
que no tenía margen para quedar en falta de nuevo.
Decidió ir
con la verdad, peor casi se arrepintió cuando vio la cara del portero del
edificio. "Tarde de nuevo, ¿no?. ¿Se viene otro reto?", le preguntó
el hombre enterado como todos de la particular animadversión que Dolores tenía
por el nuevo cadete. "¡Que te sea leve!", fue el saludó que le sonó
casi como un certificado de defunción.
Cuando
llegó al cuarto piso las secretarias se habían ido. Pero él sabía que su jefa
lo esperaba ya que necesitaba urgente los recibos. Al menos, eso le había dicho
esa mañana. La encontró en su despacho, al fondo de un corredor completamente
vacío. Le extrañó ver que llevaba el primer botón de su blusa desprendido. Lo
invitó a sentarse en el sillón frente al escritorio.
Mientras
repasaba los papeles, sus dedos jugaban con el resto de los botones. Al
sentarse con descuido, su pollera se había enroscado y dejaba ver una minúscula
prenda de encaje negro. El se sintió incómodo, y, a la vez, profundamente
atraído por ese triángulo que se exhibía obcenamente del otro lado del
escritorio.
Ella
pareció satisfecha. No gritó ni rezongó. Guardó con sumo cuidado los recibos en
un bibliorato que colocó en un estante frente a él. Después se le acercó y le
acarició los hombros, la cabeza y el pecho, debajo de su camisa. Luego desabrochó
su pantalón y lo deslizó rápidamente sobre la alfombra, al tiempo que su falda
caía a unos pocos pasos.
Santiago
creyó que estaba soñando o que Dolores quería jugarle una broma. Seguramente llegarían
los gritos y los retos delante de sus compañeros. Pero la situación lo había
fascinado. Ahí estaba ella madura y bella, segura y decidida. Y la dejó hacer.
(*) Seudónimo
Que afortunado. Que suceda esa muta atracción es algo digno de celebrarse. Y con una mujer tan bella.
ResponderEliminarSuele suceder. El placer está a la vuelta de la esquina, Demiurgo. (Ana C)
ResponderEliminar