“No nos quejemos de los padres, sino del lazo
de paternidad, que está podrido.”
Jean-Paul Sartre. Las
palabras
Una fría e impersonal llamada telefónica
fue todo lo que recibí a modo de aviso cuando murió mi padre. Si dijera que mi
reacción fue de inconsolable tristeza estaría mintiendo; hacía diez años que no
cruzábamos palabra y de no haber sido porque yo era su único heredero, creo que
ni siquiera se hubiesen tomado la molestia de avisarme.
Mariel derramó algunas lágrimas que me
parecieron del todo injustificadas; pensé que era una tonta, aunque el amor me
impidió decírselo. Ella había aprendido a no indagar sobre ese hombre y a no
preguntar por las circunstancias en que se había producido el fin de esa
relación. Siempre fui una persona más bien solitaria y Mariel había sido toda
la familia que necesitaba. Los domingos por la tarde visitábamos a sus padres
en la quinta que tenían en Pilar y podía presenciar muestras de afecto filial
que, por desconocidas, me resultaban ajenas, y no extrañaba.
Mi madre murió apenas unos meses
después de que yo naciera. Algunas noches, tengo la sensación de un incierto
perfume que no es el mío, ni el de Mariel, supongo que es el recuerdo del
perfume de mi madre, auténtico fósil viviente de mi prehistoria personal, que
se niega a morir a pesar de que, por mi temprana edad, me es imposible recordar
alguna ocasión que haya compartido con ella.
Tengo su rostro en la memoria gracias
a las fotografías: siempre sonriente, maravilloso y estático. Sin vida.
No sé si mi padre no supo qué hacer
conmigo o si no le importó (para el caso vendría a ser lo mismo); a partir de
los cuatro meses viví con mis abuelos, los padres de mi madre. Viejos y
cansados como estaban se hicieron cargo de mí hasta que cumplí los dieciocho,
para después morirse sin remordimientos, con la burocrática exactitud de mi
mayoría de edad.
De cuando en cuando, mi padre venía de
visita para asegurarse de que no había ningún reclamo. Enviaba dinero
suficiente para que me mantuvieran en el mejor de los mundos y dejó de
preocuparse. Ni siquiera estoy seguro de si lamentó la muerte de su esposa. No
tuve ocasión de saber si lloró en su entierro, porque jamás me atreví a
preguntárselo a mis abuelos.
Yo me despedí de mi madre sin saberlo,
o mejor dicho, ella se despidió de mí en la última visita que le hice en el
hospital, una semana antes de su fallecimiento, en una de las pocas horas en
que se encontraba lúcida.
Hay cosas en las que es mejor no
escarbar. La muerte puede llegar a ser algo vulgar; si uno tiene buena
imaginación, es mejor quedarse con una romántica despedida imaginaria.
La abogada que me llamó esa mañana se
llamaba Andrea Soler, el nombre me sonó levemente familiar; imaginaba el
porqué, pero el nítido detalle me resultaba inaccesible.
Mi padre había pasado los últimos
veinte años de su vida viajando entre Europa y Argentina. Como yo, o mejor
dicho, yo como él, era escritor.
Siempre es llamativo ver que, en
muchas cuestiones, se terminan tomando los hábitos y las tendencias de nuestros
progenitores, incluso el carácter, por más que uno haya decidido romper con
ellos hace años. En mi caso, la razón era sencillísima: escribir es lo único
que sé hacer. Ya en la escuela primaria le señalaron a mis abuelos la aparente
facilidad y gracia con que había llenado de historias mi cuaderno de
comunicados. “Va a ser escritor, como el padre”, les había dicho la maestra,
regocijándose en una satisfacción tal vez fingida, tal vez verdadera. Los
viejos se miraron. Cuando llegamos a casa, mi abuelo, quien siempre se cuidó de
hacer planes y comentarios sobre mi futuro, hizo un pequeño fuego en el patio
del fondo y echó el cuaderno a las llamas, cuarenta y ocho hojas, “forro
araña”, color azul.
No me importó. En cuanto tuve la
oportunidad tomé la salida fácil y publiqué mi primer libro con el mismo editor
que mi padre. Creo que fue lo único que él hizo por mí, obligar a su editor a
publicar el libro de su hijo. Eso fue hace doce años.
Habiendo tomado su carrera decidí
alejarme de su personalidad en otros aspectos. Traté de ser lo más cariñoso
posible con mis eventuales parejas, seguro de que él no lo había sido con mi
madre. Aún ahora, a pesar de que mi relación con Mariel se ha vuelto
inconfesablemente más fría y aburrida en el transcurso de los años (en especial
desde la convivencia), trato de ser la persona más atenta. A veces es fácil
perseverar en los errores tomándolos por virtudes.
Entre viaje y viaje, sabiendo que le
quedaba poco tiempo, mi padre decidió morirse en Córber, el mismo pueblo en el
que yo nací y donde me críe y del que él, al igual que mi madre, eran oriundos.
A pesar de no ser un escritor afamado
podría decirse que tenía una obra bastante concisa y decente. Lo mismo que a
mí, la escritura le había permitido vivir de lo que le gustaba. Si debo ser
sincero, en mi caso, escribir no es algo que me quite el sueño, simplemente soy
bueno para contar historias no demasiado profundas ni intelectuales. Sé que
jamás voy a ganar un premio Nobel y cada que vez que alguien me pregunta en
alguna minúscula entrevista por qué decidí dedicarme a la literatura, contesto
con una perpleja sinceridad que es tomada por broma: “Lo hago porque es
preferible a tener que trabajar”.
Hace cinco años, antes de conocer a
Mariel, decidí probar el mundo lejos de las “letras”; experiencia que terminó
en dos meses de depresión. Conseguí trabajo en una oficina y a pesar de que
disfrutaba de la novedad de la compañía (sobre todo de las compañeras de
pollera corta corta), con los meses se me fue haciendo insoportable el
encierro.
Estoy acostumbrado a no hacer mucho en
cuanto a escritura se refiere, dedico apenas unas tres horas por día en las que
logro redactar entre cinco y diez páginas. Más que suficiente. Ocasionalmente
puedo llegar a escribir para alguna revista. Tengo la suerte de ser uno de esos
escritores que trabajan con bastante facilidad y que se dejan llevar por sus
dedos sobre el teclado como poseídos, sin importar que afuera el mundo se esté
cayendo a pedazos. Puedo darme el lujo de salir con la notebook y desayunar en
algún bar de Caballito mientras “trabajo”. Cualquiera en mi situación haría lo
mismo. Escribo como los pájaros hacen nidos, por instinto, porque lo llevo en la
sangre, sin que me cueste trabajo, pero también, sin más pretensiones que la
utilidad ni más talento que el mínimo necesario.
Mariel es una mujer independiente, así
es que no me exige demasiado en cuanto a responsabilidades. Nos dividimos las
cuentas a pagar y cada uno maneja su plata como mejor le parece, un lujo que
cada vez se ve menos en la clase media a la cual, a pesar de mis reparos,
pertenezco. Somos jóvenes, yo tengo treinta y ella veintisiete, no tenemos
hijos ni planeamos tenerlos en un futuro cercano.
Esperó de brazos cruzados sin saber
muy bien qué debía decirme, inmóvil como un tótem, mientras yo preparaba el
bolso de viaje con algunas mudas de ropa que no dejaban de parecerme
demasiadas. Inquietante su mirada hermosa
montada sobre sus ojos hermosos.
Mi plan era liquidar rápidamente el
tema de la herencia, firmar lo que hubiese que firmar y regresar con prontitud
a Buenos Aires. Ella, los brazos cruzados, hermosa, me esperaría.
A pesar de que no había tenido una
relación con mi padre, sí estaba interesado en lo que podría heredar. Puede
sonar frío, interesado (a veces lo soy), pero hacía tiempo tenía ganas de
tomarme unas buenas y lujosas vacaciones en Brasil, para darle el gusto a
Mariel. Habíamos viajado en años anteriores, pero quería que esta vez fuera
especial. Pensé que ese hombre había guardado durante sus últimos años de vida
bastante dinero y en mi cabeza lo veía como una aceptable compensación por su
deficiente paternidad. Además, mis planes también incluían algún breve
recorrido por los lugares que hacía diez años no veía. La relación con mi padre
podía estar podrida, pero eso no implicaba que no me interesara comprobar cómo
estaba Córber, después de todo, había pasado una infancia moderadamente feliz,
y a pesar de la inevitable soledad en ciertas ocasiones, Córber era un gran
lugar para ser un chico: concurría a la escuela por las mañanas, al llegar a la
casa de mis abuelos almorzaba, hacía la tarea y para las dos de la tarde estaba
libre; entonces podía dedicarme a jugar al fútbol en aquellas canchas que eran
más de tierra que de pasto, hasta que la oscuridad de la noche nos privaba de
la visión necesaria y los mosquitos de los alrededores comenzaban a darse la
gran vida con nosotros.
Ella insistió un par de veces. Me dijo
que se podía tomar algunos días de su trabajo y viajar conmigo. Tal vez creyó
que en cualquier momento la realidad iba a golpearme, duro como la patada de un
caballo, y me daría cuenta de que, para bien o para mal, me había quedado sin
parientes de sangre. Quizás creyó que eso me resultaría doloroso y quería estar
conmigo, pero en verdad hacía tiempo me había acostumbrado a esa idea. Es más,
ya la había aceptado completa y mansamente. Confieso con culpa que a pesar de
lo mucho que quería a Mariel (y aún quiero, porque todo es complicado), la idea
de tomarme un respiro de la relación y de la convivencia me resultaba
agradable. Traté de justificarme convenciéndome de que el descanso también
sería bueno para ella, y por lo tanto, bueno para la pareja.
Dada la relativa cercanía de Córber,
mi plan de viaje era bastante simple: primero tomaría un micro hasta algún
pueblo cercano sobre la ruta nueve (no hay micros que lleguen directamente a
Córber), me bajaría en cualquier parador y le pediría a algún camionero que me llevara
hasta allá. La principal actividad del pueblo es la agrícola; los camiones
llegan y salen con cierta regularidad. Conseguir quien me lleve no sería
problema.
En ese entonces no tenía mucha idea de
lo que me iba a encontrar en cuanto llegara, no me pareció oportuno pedirle a
la abogada que me telefoneó desde el pueblo que me diera detalles sobre aquello
que había heredado. Su nombre, Andrea Soler, hizo eco dentro de mi cabeza,
buscando el recuerdo correspondiente. Intuí que se trataría de alguna ex compañera
de estudios que había decidido quedarse en ese pueblo. No la envidié por eso.
Soy de esos escritores que viven mayormente de noche, Buenos Aires es la ciudad
ideal. No voy a negar que es sucia como una letrina (sobre todo comparándola
con otros países cercanos, como Uruguay), pero uno pone su cariño en cosas
incomprensibles.
A último momento Mariel tuvo el gesto
de pedirse un par de horas en el trabajo y llevarme hasta Retiro, para que
abordara el micro; yo no conduzco y jamás me ha interesado aprender.
Nuestra relación no era mala y no nos
faltaba amor, es sólo que con el tiempo las cosas se pueden volver demasiado
aburridas. Conocer profundamente a alguien es, tarde o temprano, fatal para una
relación, al menos en mi experiencia. Después de dos años de noviazgo y dos de
convivencia comenzaba a sentir el peso de los días. En más de una ocasión ese
sentimiento me hizo sentir culpable, es como un tira y afloja entre lo que uno
cree que debe mantener y lo que la cabeza le está diciendo que no va por el
mejor de los caminos. Quizás sea simple tenacidad, o simple estupidez.
Nos despedimos con un profundo beso y
abordé. Ella me saludó a través de la ventanilla una vez más mientras yo partía
hacia Córber, con la idea de permanecer apenas dos días. Previsión que no se
vería cumplida según mis planes.
Un escritor con desencanto, por ser escritor, no demasiado entusiasmado por su mujer. Podría ser un narrador cínico.
ResponderEliminarEs un buen comienzo.
Recomiendo
http://letradigitaluruguay.blogspot.com.ar/
Gracias por tu interes y tus apreciaciones. Saludos!
EliminarExcelente comienzo!!
ResponderEliminarNos parece que esta va ser una de las mejores novelas que publicamos
Con afecto al autor
Eva y Carlos
Gracias a ambos, por el interés y los comentarios elogiosos y el espacio. Saludos!!
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