Me hubiera gustado saber cómo se
ponían las fechas en latín para estampar aquí si hoy son las kalendas, las
nonas, o las tercias, aunque me parece que esta última acepción no tiene nada
que ver con las fechas y sí con las horas. Nunca conseguí aprenderlo, o bien
porque no me lo explicaron con la suficiente claridad, o bien porque hay
ciertas cosas que no logro penetrar: necesito que me lo expliquen mediante
ejemplos: reconozco que no tengo una mente muy preclara para las abstracciones.
Quizás esta
sea una de las razones por las que siempre he defendido que no se puede
estudiar nada, sea música, pintura, historia, filosofía o literatura, sin tener
en cuenta el contexto en el que nació la obra. Pues, de lo contrario, corremos
el riesgo de juzgar épocas pretéritas con las concepciones actuales, lo cual
supone no entender absolutamente nada. También es muy interesante comparar las
propias concepciones con las de otras personas o comunidades. Más que nada para
ir descubriendo que, en esta vida, todo, o casi todo, es bastante relativo.
Es por eso
por lo que siempre he lamentado que en escuelas e institutos no se dieran, ni
se den, a conocer, mediante representaciones, las grandes tragedias griegas,
pues nadie mejor que ellas ponen de manifiesto que nadie está, total y
completamente, en poder de la verdad. Siempre me ha gustado mucho, al respecto,
el diálogo que Hemón sostiene con su padre, el rey Creonte, en Antígona, cuando
el pobre muchacho trata de salvar a esta, su novia, de la pena de muerte
impuesta por su padre, el rey. Parte del razonamiento de Hemón, por cierto, es
una fábula de Esopo, la titulada La caña y el olivo. Hemón viene a decirle a su
padre lo que la caña le dice al olivo: soy aparentemente débil, arguye la caña;
pero cuando vienen las grandes riadas, me agacho, las dejo pasar, y luego me
reincorporo, y sigo con mi vida, mientras que tú prestas tanta resistencia a
las avalanchas que terminas siendo arrastrado por ellas. A veces, desde luego,
es mejor ceder. Creonte no lo hace, y desencadena la tragedia.
Como muchos
de mis compañeros de clase, llegué a las fábulas de Esopo de la mano de las de
Iriarte. Tras un paso intermedio: Calila e Dimna, el gran y maravilloso libro
mandado traducir por el rey Alfonso X el Sabio. El libro, pese a leerlo en una
edad temprana, me encantó. Ahora bien, lo que más me impresionó de él fue el
darme cuenta de que muchos de aquellos ejemplos, cuentos o anécdotas, los
conocía, formaban parte de mí desde mi más tierna infancia. Y así, gracias a
ese libro traído de la India, cuando España ni existía, recuperé yo, cerca de
1.700 años después, parte de mi infancia. Cuando por ejemplo leí el exemplum
Del galápago et del ximio, recordé noches y noches en casa de mi tíos. Era
tradición, entonces, sentarnos a cenar con la radio puesta. Mi primo y yo
debíamos guardar silencio en tanto se retransmitían noticias sobre el fútbol. Y
luego seguíamos callados porque leían cuentos. Durante varias noches seguidas
oí aquel famoso del mono titiritero, el más listo del mundo entero. La historia
es bien sabida: el mono se queda sin plátanos, y el galápago se ofrece o
llevarlo en su concha; cruzan, de esta forma, el río, para llegar a una tierra
donde abundan. A mitad de navegación, el galápago le pide al mono su corazón, o
su hígado, para sanar a su mujer, enferma. El mono se maldice por haberse fiado
del galápago, pues allí, en medio del río, depende enteramente de él; le
contesta, en consecuencia, que sí, que se lo dará; ahora bien, lo tiene que
llevar de regreso a su tierra, ya que se lo ha dejado colgado en el árbol donde
habitaba. El galápago accede; y el mono, a salvo en su platanero, queda como el
más listo y avispado de los dos.
Siempre he
pensado que la maldad, con un buen toque de inteligencia, puede ser algo
terrible. Aunque a veces a la maldad, con el poder, no le hace falta la
inteligencia. El poder implica, como vemos una y otra vez, corrupción y
sobornos. Si el galápago lo hubiera tenido, hubiese hecho serrar el árbol donde
estaba el mono; y tal vez hasta le hubiera puesto una florida demanda por no
dejarse matar en un primer momento. Sobran los comentarios.
Recuerdo
oscuramente cuáles fueron los motivos que me llevaron a leer Calila e Dimna.
Excesivamente preocupado por mis actuaciones, y por mi forma de ser, buscaba
modelos a seguir para que todo en la vida me fuera bien y fuese feliz. Pequeños
ideales, ingenuos, que casi todos hemos tenido en algún momento de debilidad.
Leí el libro mandado traducir por Alfonso X como quien lee un manual de buena
conducta. Y la frustración, el considerar que todo aquello era un trabajo en
vano, no tardó en surgir, pues lo mismo unas veces, en el dichoso libro, se
recomendaba ser astuto que inocente, paciente que raudo... Me dio tanta rabia
aquella ambigüedad, aquel considerar todos los puntos de vista sin decirme
nunca en cuál me encontraba yo, que apunto estuve de acabar con el libro. Aun
así hubo un mensaje que me quedó claro, y en el cual no había ninguna
excepción, ninguna ambigüedad de ninguna clase: siempre que alguien quiere
engañar a alguien lo halaga, lo alaba, y le canta todas sus excelencias: el
incienso adormece más que cualquiera de las más potentes drogas. Interioricé
aquello de tal forma que, en las poquísimas ocasiones que en esta vida se me ha
alabado, ha surgido siempre el recuerdo de Calila e Dimna, he sonreído y no he
hecho caso de nada de cuanto me han dicho. Nunca he cantado, y no hay día que
no me mire los pies.
También en
Esopo hay fábulas que ya están contenidas en Calila. Baste con recordar la de
El león, la zorra y la cierva, que en Calila corresponde a El asno sin coraçón
y sin orejas. La historia es la misma: un rey está enfermo, y necesita que el
resto de los animales vea que todavía es capaz de proporcionarse alimento en
tanto que, ese mismo alimento, le sirve de medicina. La zorra será la encargada
de ponerlo a su alcance. Para ello engaña o bien a una cierva, Esopo, o bien a
un asno, Calila. En ambos casos el rey falla en su primer intento de matar a la
presa; y hay que volver a convencer al animal para que vaya a donde el rey lo
pueda acabar con facilidad. El animal, por dos veces halagado, cae de nuevo en
la trampa. Cuando el rey, tras su baño, busca el corazón del asno para
comérselo y curarse, la astuta zorra, que ya se lo ha comido, le advierte que
no lo busque, pues es imposible que lo tenga un animal que, por dos veces, se
ha dejado engañar con parecidos argumentos.
Tanto las
Fábulas como Calila e Dimna son libros que podríamos denominar prácticos, o,
como nos decían en clase, ad usum delphini, aunque yo siempre sospeché que
Esopo no sabía no lo que era un delfín, en el sentido utilizado más arriba.
Está claro, no obstante, que tanto en la época de Esopo como en la de Calila,
poca gente sabía leer. Ahora bien, no me cabe la menor duda de que todas esas
enseñanzas, como lo hemos visto en los poquísimos ejemplos aducidos, eran
patrimonio común. Seguramente desde la India, ya en época bien temprana, y de
la mano de los griegos, se extendió a todo el mundo. A través de una
transmisión oral, por supuesto, que luego, y poco a poco, se ha ido recogiendo
en la escrita. Es muy probable que Esopo no escribiera todas las fábulas que
forman su corpus, como muchos de los cuentos firmados por autores del XIX son,
en realidad, cuentos folklóricos.
Lo que de
joven me molestó de las Fábulas, o del Calila, me pareció, de mayor, uno de sus
grandes aciertos. Ya he dicho antes que me parece un poco absurdo estudiar
cualquier filosofía, literatura o lengua, sin tener en cuenta la historia. Así
si algunas personas tuvieran un mínimo conocimiento del latín dejarían, tal
vez, de sentirse tan orgullosos de su lengua, que no es creación propia, sino
un dialecto del latín. Y muchas lenguas son más dialectos que otras, es decir
están más en contacto con el latín que las generó. Y esto no supone nada, ni
bueno ni malo. No menos necia es la afirmación de que la lengua es sexista.
Habría que ver cómo calificamos a los romanos con la distinción de tres
géneros, masculino, femenino y neutro, y qué valor tiene cada género dentro del
sistema lingüístico o filosófico. Y eso por no nombrar a los verbos de los que
nunca se habla. Como si la lengua sólo fueran sustantivos y géneros, que no
sexos. Me parecen puras necedades. No creo que nosotros respetemos más esto o
aquello, lo que se quiera, dioses, patrias, prójimos o mujeres y niños, porque
para nosotros la palabra templo sea masculina, y para los romanos, neutra.
Dejémoslo estar. El respeto, la consideración, la dignidad, etc., vienen
generados por otras cosas, no por las categorías gramaticales.
Creo que lo
único novedoso que hay en esta vida es aquello que se olvidó, y que se vuelve a
descubrir. Por eso mismo pensé que, al no tener una norma de conducta fija, al
no hallarla en los libros, esa búsqueda infructuosa me hizo ser un poco
escéptico, pues en cualquier momento podía ser astuto o inocente, bobo o un
tanto inteligente. Quiero decir que las Fábulas o Calila me proporcionaban
enseñanzas muy valiosas, pero tenía que ser yo, en todo momento, quien
escogiera la forma en la que debía actuar, la del león o la del ratón, la de
este o la de aquel. Eso me daba una enorme libertad de acción. Y el error sería
mío, como mía era también la decisión de actuar de una forma o de otra. El
libre albedrío no es una invención bíblica. Algo similar me sucedió con la
filosofía de Platón. Leídos los Diálogos con Sócrates, lo primero que se me
imponía es que este buen señor jamás da la definición de aquello que,
encarecidamente, había estado buscando. Tiene que ser el mismo lector quien de
la solución, si la hay. Mientras, lo importante es la forma de razonar que
Sócrates va desgranando, el no dejar ni una fisura. O intentarlo.
En un momento
de mi vida, largo y farragoso, el que no hubiera soluciones, formas de actuar
claras y serenas, me causó bastante desazón. La verdad es que, por eso mismo,
pasé una larga temporada triste y cabizbajo. Una noche, sin embargo, aunque no
era nada dado a ello, fui a cenar con unos compañeros de clase. Entre estos
había uno que siempre parecía que acababa de descubrir el mundo: todo cuanto
sucedía era maravilloso, novedoso, digno de admiración y de ser proclamado a
los cuatro vientos. En el fondo me daba un poco de envidia. Y digo un poco
porque yo hubiera dado algo por ser capaz de tener su alegría, pero, y aquí
está el problema, sin renunciar a lo que yo conocía, y que él, estaba seguro de
ello, ignoraba. Era mi pobre consuelo. Sea como fuere, este compañero, aquella
noche, cenando al aire libre, hablando para que todo el mundo lo oyera, pues le
parecía magnífico cuanto decía, se puso a disertar sobre unas novelas, ya no
recuerdo de quien, en las que alababa que, el autor, siempre dejaba el final
abierto para que fuera el lector quien las acabara. Habló de su ambigüedad, de
unos personajes reales, que ni son buenos ni son malos... Yo empecé a acordarme
de los animalitos que pueblan la Fábulas o el Calila. Por supuesto ninguno de
los dos libros pueden pasar por novelas; pero que sean novelas o cuentos creo
que, en este caso, es lo de menos: en ambos está planteada no la ambigüedad,
sino la contemplación de una situación desde varios puntos de vista: a veces
conviene ayudar al poderoso, y a veces, ayudarlo, puede costarte la vida. La
solución es tuya. El libro no puede hacer más.
Nunca he
tenido gracia para hablar en público con voz clara y potente. Para hacerlo hay
que ser idiota, estar muy seguro de lo que se dice, o ambas cosas a la vez. No
me atreví, pues, a replicarle a mi compañero, que solo guardaba silencio cuando
se llevaba algo de comida a la boca. Casi todas las chicas lo admiraban. Había
algo en él que era digno de envidia. Él lo sabía, y trataba de potenciar su
simpatía. Pero cometió un grave error: no se supo detener a tiempo. En un
momento determinado comenzó a hablar de Platón, de La república, para ser más
exactos; y dijo las impertinencias del momento: que el sistema de Platón era un
sistema fascista, puro nazismo y no sé cuántas tonterías más. Y ahí no me pude
contener: le dije, sin levantar la voz, que se callara y que dejara de decir
sandeces. Que antes de hablar uno tiene, por lo menos, que documentarse; y que
La república surge en un momento muy determinado de la vida de Platón y de
Atenas, que, desde luego, nada tiene que ver con la Europa de la II Guerra
Mundial. ¿Por qué no tildar, de la misma forma, a la constitución de Solón como
una una constitución comunista? Al fin y al cabo si nos ponemos a hacer
abstracciones, Sócrates y Séneca pueden ser los voceras del cristianismo. Lo
malo es que uno aceptó el suicidio y al otro lo obligaron a suicidarse. Sin
olvidar la encendida defensa que hace este último de esa forma de terminar con
el sufrimiento. Solución que el cristianismo no acepta, por supuesto. Sin
nombrar el bisexualismo propio de estas civilizaciones. Es muy curioso que
hablando de esto, también se le puede dar la vuelta a la tortilla: se dice, al
respecto, que Platón anuncia, de alguna forma, al cristianismo con su idea del
alma, que pervive tras la muerte, etc., etc. ¿No será que los cristianos,
posteriores a Platón, le roban la idea y la elaboran de nuevo? Tal vez de no
haber sido por san Agustín, por la salvación que hizo del mundo clásico, la
filosofía cristiana pasaría por ser una filosofía muy original.
No, querido
Nemo, no me he apartado ni un ápice del tema que he planteado al principio: hay
que conocer la historia, lo que sucede en cada momento, para tener un
conocimiento cabal del mismo. Por supuesto que esto ya no se hace así, ni está
de moda. No hay más que ver que, en escuelas e institutos, se estudia nuestra
lengua sin tener ni el más leve conocimiento del latín. ¿Es importante este
estudio o conocimiento? Yo creo que sí. Te voy a contar, para terminar, una
pequeña anécdota: no hace mucho, leyendo un libro sobre los poblados de la
Península antes de la llegada de los romanos, leí que Viriato, como es sabido,
se opuso a estos y luchó contra ellos. No todas las tribus de la Península,
como puedes imaginar, estaban en contra de los romanos. Algunas, bien por el
contrario, eran partidarias de Roma. Viriato, según el autor del libro, asistió
a una reunión de las diversas tribus en la que trató de unificar criterios para
luchar contra el Imperio. Al parecer discutieron durante horas y horas sin
llegar a ningún acuerdo. Viriato, al finalizar, vino a decir que se parecían a
un hombre de mediana edad que se casó con dos mujeres, una mayor y otra joven.
La mayor, por la noche, le arrancaba los pelos negros que tenía e la cabeza
para que pareciera más viejo; y la joven la arrancaba las canas para darle un
aspecto más juvenil. Entre ambas lo dejaron pelado. No hace falta que te diga
que esto es una fábula de Esopo. Ahora habría que empezar a preguntarse en qué
momento empezó a escribirse la gesta de Viriato. Lo primero que leí yo, al
respecto, siendo un crío, era que fue el libertador de Castilla. Te puedes reír
todo cuanto quieras; pero conservo el libro. Castilla, como sabes, tiene dos
acepciones: no es ni casta, como quería Góngora, es castilla; o proviene del
latín, de castellum, i. neutro, y por lo tanto, en nominativo plural, castella.
De donde se deduce que los castellanos tal vez tengamos algo de neutros; pero
no que seamos tontos, o más que el resto de los humanos. Y, como sabes, casi
todo es relativo en esta vida. Espero que hasta esta despedida lo sea. Vale.
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