Entonces
llegó la lluvia y con ella los hombres desempolvaron sus odios y exhibieron sus
peores mezquindades. No sucedió el primer día, ni el segundo, ni siquiera el
decimoctavo. Pero ocurrió en algún punto indefinido de aquel tiempo de niebla y
llovizna pertinaz que había sumido a la ciudad en una continuidad de relámpagos
y agua que anegaba las calles, se adueñaba de los sótanos y pugnaba por meterse
en casas y comercios.
Así fue como afloró la maldad. Al
principio sutilmente, apenas una zancadilla a otro pasajero para lograr el
único taxi desocupado de la parada. Luego, de modo desembozado, en una marea
humana pugnando por subir al colectivo a los codazos o una violenta esgrima de
paraguas en las veredas más angostas. El caso es que la lluvia constante
exacerbó el malhumor colectivo y las pasiones no tuvieron freno.
Cierto que en cada barrio y cada
café algún entusiasta del mal tiempo aseguraba que se sentía a las mil
maravillas porque adoraba la melancolía del tiempo gris y las vidrieras
cuajadas de gotas. Pero los émulos de Gene Kelly dispuestos a cantar bajo la
lluvia fueron los menos y más de uno recibió un golpe o un paraguazos por
ofender a los demás con su optimismo exagerado.
Alguien recordó una época semejante
en algún pueblo lejano en la que las lluvias duraron cuatro
años, once meses y dos días y cuando terminaron los niños nacieron con cola de
cerdo. Pero la mayoría desdeñó esas fantasías producto del ensueño de un
colombiano y prefirió confiar en los hombres de ciencia dedicados al tema.
Los meteorólogos
sumidos en el malhumor generalizado rivalizaron entre sí por ver quién tenía el
pronóstico más pesimista. Que la Corriente de la Niña y la influencia de la
tala de los bosques, generaron una masa de agua interminable, profetizó uno.
Otro alegó algo sobre el calentamiento global y auguró una lluvia eterna hasta
el fin de los tiempos. El más místico argumentó un castigo de Dios y anunció
que aquel aguacero terminaría con la ciudad que quedaría sumida en un océano de
barro y desperdicios.
A ninguno le
creyó la ciudadanía, convencida cada atardecer de que sería el último de
llovizna y nubes grises. Resignada cada mañana al ver el cielo encapotado y los
chaparrones constantes. Después de escuchar el boletín meteorológico o atisbar
el otro lado de la ventana, llegaban las discusiones, los gritos y el malhumor.
Hasta que sucedió
lo de aquella muchacha. Vivía en el lado este y había llegado al centro para
trabajar. Su paraguas se había roto y por más que buscó en las tiendas no logró
ningún elemento para reemplazarlo. Un vendedor misericordioso le contó que
paraguas y sombrillas habían desaparecido con las primeras lluvias, y les
siguieron los pilotos, las botas y los impermeables, aún lo que ya habían
pasado de moda.
La muchacha se
contentó con una bolsa de residuos colocada malamente sobre su cabello negro y
lacio. Y así anduvo todo el día, mientras hacía trámites para su jefe, recorría
los bancos en los que la gente esperaba en la vereda, bajo el chaparrón, y
mordisqueaba su almuerzo mientras recorría los pasillos de un shopping ya que
no podía permitirse sentarse en una de las mesas de los coquetos restaurantes
del paseo.
Al atardecer
corrió con la multitud hacia la estación de trenes, entre codazos, pisotones y
gritos. Nadie quería ceder el mínimo espacio en la porción de vereda protegida
por los toldos de los negocios y los aleros de los edificios. Pero aquella
muchacha necesitaba volver a su casa. Estaba cansada y mojada. Había sido un
mal día y necesitaba el abrazo de su novio.
Decidió cruzar
por la mitad de cuadra para acortar distancias y llegar antes a la estación de
trenes. El pavimento estaba resbaladizo y la lluvia empapaba su ropa y su pelo,
aún debajo de la bolsa que llevaba por todo abrigo. No le importó ver que en la
esquina el semáforo peatonal titilaba. Se lanzó a la carrera envuelta en la
llovizna y la bruma de una tarde gris.
El chofer del
auto último modelo que llegaba por Caseros miró con cuidado en la esquina
atestada de gente que esperaba el cruce. Estaba volviendo a su casa y no quería
tener un disgusto. Con la luz a su favor avanzó y no llegó a ver a la muchacha
que cruzaba en la mitad de la calle. Sintió un golpe y un mar de gente que se
le venía encima desde la esquina.
Se bajó aturdido
por los gritos y los insultos. Mientras esquivaba algunas piedras y golpes sin
entender demasiado vio a una muchacha, cubierta malamente con una bolsa negra,
sobre el pavimento mojado. No se movía. Lo sorprendió percibir que ya no
llovía. Alguien, a su lado, habló de una víctima propiciatoria. Entonces
recordó los augurios de uno de los meteorólogos.
Reconozco la alusión a 100 años de soledad.
ResponderEliminarTiene sentido que haya producido o estimulado conflictos la abundancia de lluvias. Lo de pelearse por los taxis es probable. La carencia de paraguas tambien tiene sentido. El desenlace trágico podria pasar. Y es interesante tu planteo de que ese sea el sacrificio propicio. Muy lograda historia.
Gracias, Demiurgo. Vale tu opinión. Claro que se parece a la lluvia constante de Macondo. De hecho, en una primera versión había una alusión directa. Un abrazo, Eva
ResponderEliminarGracias, Demiurgo. Vale tu opinión. Claro que se parece a la lluvia constante de Macondo. De hecho, en una primera versión había una alusión directa. Un abrazo, Eva
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