Mi buen y querido ex alumno: me emociona que a estas
alturas de nuestras vidas sigas todavía con tu vieja costumbre de hablarme de
usted. Eres la única persona en el mundo que continúa dándome ese tratamiento,
pues hasta médicos y enfermeras, en el hospital, me hablaban de tú, como si nos
conociéramos de toda la vida. Cierto es, y así te lo comenté en más de una
ocasión, que hace años me molestaba esa familiaridad; pero en el hospital he
creído ver en ella un cierto compañerismo, una agradable solidaridad. A veces,
sin embargo, a mí me costaba dirigirme a los médicos sin utilizar el
tratamiento de cortesía. Supongo que son cosas de la edad. O de quien ve que se
va y desea dejar un buen sabor de boca. Quién sabe.
Me alegro mucho de que hayas
sido capaz de realizar el viaje de este verano. Sé cuánta ilusión te hacía, al
menos antes de aquel terrible accidente del que pensábamos que no te ibas a
recuperar. Has demostrado una vez más, aunque sé que te moleste que te lo diga,
cuán valiente eres. Hablando anoche con Adela, mi mujer, insistió ella en lo
mismo que ahora te estoy diciendo yo. Me hizo caer en la cuenta, además, de que
nadie, a no ser que vaya a atravesar algún mar, o a batir algún récord, viaja
solo. Te dibujó como a una especie de héroe. Ella es incapaz de ir sola a
ningún sitio. Lo va a pasar, pues, un poco mal.
-Allá donde vas -dijo- son
todo grupos, o parejas; pero difícil resulta ver a alguien solo visitando un
pueblo, un castillo o una ciudad. Y este chico...
Ya sabes, luego se puso
sentimental. Yo no lo voy a hacer. No obstante, me apresuro a contestarte por
si surge algún contratiempo, y tardas más de lo previsto en regresar. Sabes
cuánto me han preocupado la educación y los buenos modales en este mundo. Y por
lo que veo, te he pasado a ti dicha preocupación: sigues hablándome de usted, y
me cuentas cuánto te molestó que, determinada niña, entrara en una iglesia
vestida, por decirlo de forma elegante, con un bikini. Eso no es solamente una
falta de educación y de respeto: es grotesco. Y creo que retrata a la
perfección el mundo en el que vivimos. Y que lo consintieran sus padres...
Nunca en mi vida, salvo en
dos o tres ocasiones, y por motivos que ahora no vienen a cuento, he dejado de
contestar una carta. Para mí hacer eso es como no responderle o no mirar a
quien te habla. Y al respecto, resulta penoso ver los debates parlamentarios:
hay políticos que ni tienen educación ni la conocen. Pero no hablemos de
semejantes personajillos. Hablemos de nosotros. Contesto a tu carta por
educación; y, sobre todo, porque me apetece mucho, como mucho me apetece verte.
Entonces, si es posible, hablaremos largo y tendido.
Dices, tal vez con razón,
que la vida no es lógica, o que no tiene porqué serlo. Tal vez ella tenga su
propia lógica, que, con cierta insistencia, nos empeñamos en que sea la
nuestra. Y quizás no lo sea; pero a menudo confluyen una y otra, como esas
paralelas que se juntan en el infinito. Tú mismo lo dices: a partir de una
determinada edad nadie nos va a llamar para celebrar una boda o un bautizo. Por
el contrario, hay un momento a partir del cual no se deja de ir a cementerios y
tanatorios. Un día y otro día. Hasta que se convierte uno mismo en el
protagonista de la comedia. Y a mí ya me han dado dos golpecitos en la puerta
del camerino: me toca salir a escena dentro de pocos minutos. No tardaré en
hacerlo. Pero no te preocupes: ahora, como en el teatro griego, nos ponen la
máscara, una máscara que nos cubre de pies a cabeza para que nadie vea al
habitante de las tinieblas, y se haga, así, la ilusión de que todavía está en
el camerino. Pero no estaré. Me iré, nos iremos todos. Y gracias si de nosotros
queda un verraco, las bases de alguna de nuestras casas, o el lugar donde
amamos y sufrimos. Tal vez al cabo de los siglos alguien nos evoque sin
saberlo. Pero entonces ya nada nos importará. Seguramente seremos muy dichosos
caminando por campos y valles con nuestros antepasados, averiguando entonces lo
que ahora no tenemos posibilidad humana de saber. O tal vez, y es lo más
probable, todo quede en nada, como aquella postura del fanfarrón en el soneto
de Cervantes, o como el lirio, el cabello y el labio del otro, terrible, de
Góngora.
Hay cosas a las que yo, pese
a mi edad y a mi situación, tampoco te puedo dar una respuesta clara y sincera.
Sencillamente porque no la sé. Te puedo dar consejos y sugerencias, desde
luego. Y es lo que voy a hacer. Se ha dicho hasta la saciedad, es un tópico, un
lugar común, que los ancianos nos comportamos, al final de nuestras vidas, como
los recién nacidos, o los niños de pocos años. Es posible que sea así. Lo que
noto en mí, en esta etapa final, es que poseo tantas seguridades ahora como las
puede tener un recién nacido. Cuanto menos tengo la impresión de que cada día
que pasa sé menos cosas, o las que sabía ya no me sirven porque no me explican
lo que antes creí ver con una claridad meridiana. Ahora me resulta difícil
hablar de las cosas, definirlas... Por desgracia, o por suerte, no lo sé, en mí
se ha hecho carne la otra verdad, quizás otro tópico también, ese que dice que
lo único que sé es que no sé nada.
No sé nada. No sé si es útil
viajar, si sirve para algo, o si es mejor quedarse en casa. Tampoco sé qué
utilidad pueda tener el quemarse las pestañas leyendo o estudiando. Me recuerda
esto lo que sucedió hace muchos años siendo yo profesor de instituto: un día se
presentó un chico quejándose de la enorme cantidad de horas que le dedicaba al
latín y de lo mal que seguía escribiendo. Él, al parecer, estaba convencido de
que leyendo en latín sin problemas iba a escribir en castellano como los
ángeles. Como si todos los romanos hubieran sido unos Cicerones. No sé si
persistió en sus estudios o si los abandonó. De lo único que te puedo hablar, con
un cierto conocimiento de causa, es de la importancia de persistir en lo que
uno hace, siempre y cuando no resulte excesivamente oneroso. Tal vez no haya
más. Desde luego, yo te recomendaría que siguieras estudiando, leyendo y
viajando. También lo haría don Miguel de Unamuno. Ya sabes que este decía que
viajando se cura el fascismo. Es posible que tuviera razón; pero cada vez que
alguien me ha citado la frase de Unamuno, me he acordado yo de un viejo refrán
castellano: tonto en su villa, tonto en Castilla. Quizás cada uno de nosotros
sólo veamos lo que llevamos dentro. Y llevar cosas dentro supone leer, viajar,
mirar, ser curioso, hacerse preguntas... ¿Que al final de la vida da todo lo
mismo? Recuerda que tú mismo me hablas de la importancia del camino; y como, al
igual que Cervantes, prefieres este a la posada. Creo que tú mismo das la
respuesta: lo importante es el carpe diem. Y para que ese carpe diem sea
perfecto sólo falta añadir que hay que disfrutar sin hacer daño a nadie. Y de
hecho no creo, sinceramente, que todos estos que se han dedicado a saquear las
arcas públicas durante tantos años, hayan sido más felices que tú contemplando
el poblado ibero o llegando a Burgo de Osma con tu insolación a cuestas. Yo me
decanto por el estudio y el viaje. Y por el placer de estar sentado en las
gradas de aquel altar de Castro Ulaca. ¿Sirve para algo? No lo sé. Pero también
sé que hay ciertas cosas que no sirven para nada y no por eso dejan de
alegrarnos, y mucho, la vida.
Tengo un viejo libro en mi biblioteca que he separado
para ti. Debes leerlo. Se titula El peor viaje del mundo. Y en él se dicen
cosas tan serias e importantes para ti cómo esta:
“Hay quien le dirá que está
chiflado, y casi todo el mundo le preguntará: “¿Para qué?” Y es que somos una
nación de tenderos, y ningún tendero está dispuesto a parar mientes en una
investigación que no le prometa un rendimiento económico antes de un año. Así
que viajará usted prácticamente solo con su trineo, pero quienes le acompañen
no serán tenderos, y eso tiene un gran valor. Si hace usted su correspondiente
viaje de invierno, obtendrá su recompensa, siempre y cuando lo único que desee
sea un huevo de pingüino.”[1]
Nada es fácil en esta vida,
y muchos menos obtener un huevo de pingüino emperador. Las cosas se hacen porque
apetecen. Tal vez sin ser consciente de ello lo dices tú mismo en tu carta.
Hablas en ella de cuánto te costó llegar, en Castro Ulaca, al altar de los
sacrificios. Dices que, durante la ascensión, varias veces, estuviste a punto
de volverte atrás. No hubiera pasado nada si lo hubieses hecho: eres joven, y
tal vez hubieses podido regresar otro verano si verdaderamente te apetecía
hacerlo. Pero llegaste, y volverás a llegar... Yo también subí allí cuando era
joven, aunque a mí, la verdad, la ascensión no se me hizo pesada, todo lo
contrario. Adela vino conmigo, como siempre, y me fotografió sentado en las
gradas de dicho altar. Conservo la fotografía. Fueron momentos mágicos e
importantes para mí: estaba seguro y convencido de estar echando raíces, de estar
en contacto con aquellas personas que habitaron aquellas montañas hacía miles
de años... Y tanto fue así que, sin ninguna razón científica, chillando más que
hablando, discutí con todo aquel que sostenía que en aquel altar se hacían
sacrificios humanos. No sé si se hacían o no. No lo sé. Pero también yo me
estaba construyendo el pasado a mi imagen y semejanza. Y no podía soportar
aquellos crímenes rituales en aquella gente con la que comenzaba a sentirme muy
cercano. No tuve en cuenta, como dices tú, que al toro hay que verlo por
delante y por detrás. Es posible, pues, que los sacrificados dieran su vida
gustosamente. Lo dudo, pero...
Es cierto que sabemos muy
poco sobre las civilizaciones de nuestro país anteriores a los romanos. No hay
testimonios escritos. Y reconstruir una civilización con restos de huesos,
utensilios, piedras o toscos monumentos puede parecer, cuanto menos, muy
arriesgado. Ahora bien, ya sabes de lo que es capaz la mente humana. Sí, tienes
razón: la vida es muy limitada. Estos días, en el hospital, cuando me han
dejado, he estado viendo la televisión: no tenía fuerzas para leer, ni siquiera
para aguantar un libro. En la tele he estado viendo programas científicos. ¿No
te produce verdadera alegría y conmoción ver que el hombre es capaz de enviar
un robot a Marte, de darle órdenes a millones y millones de kilómetros de
distancia, y que aquel obedezca y envíe datos a la tierra? ¡Dios mío! Con
aquellos programas me emocioné tanto como leyendo un bello poema de Garcilaso o
de Horacio. Y no sé porqué una y otra vez me acordé del altar de Castro Ulaca.
¡Ah, querido amigo, cuánto me hubiera gustado estar contigo allí! No, yo no te
hubiera explicado nada: nos hubiéramos sentado en las gradas, hubiéramos bebido
agua, hubiésemos contemplado el paisaje, acariciado las piedras, y ya está: no
hay más. ¿O sí? ¿A quién le tenía miedo aquella gente capaz de levantar
aquellas murallas?, me preguntas. Es obvio: a sus enemigos. Y sus enemigos eran
aquellos, vecinos sin duda, que traspasaban las lindes marcadas por los famosos
toros, y robaban sus cosechas o sus animales cuando no las mujeres y los
hijos... Es una ingenuidad creer que sólo han existido el robo y la corrupción
cuando se crearon los bancos en Suiza o los paraísos fiscales. Recuerda que
Julio César tenía más dinero, él solo, que todo el erario público de la madre
Roma. No creo que lo ganara con los derechos de autor de La guerra de las
Galias.
No me extraña, pues, dados
los avances de las ciencias, que arqueólogos y demás sean capaces de reconstruir
los modos de vida no sólo de los antiguos moradores de aquellos poblados, no sé
porqué los llaman castros, sino también la de los habitantes de las cuevas
prehistóricas. No dejes de volver a las excavaciones de Atapuerca.
Pero sí, tienes razón:
estamos muy limitados. Como te decía, viendo aquellos programas científicos en
la televisión, tuve idéntica sensación a la de estar leyendo un bello poema. Y
sentí unas ganas enormes de saber física, astronomía... ¡Ah, si fuera posible
volver a tener dieciocho años sin olvidar lo que uno sabe! No es posible, así
que moriré sin saber nada de física y sin haber mirado jamás a través de un
telescopio. Y lo lamento. Cómo envidio a aquellos hombres del Renacimiento.
Sí, et in Arcadia ego;
también yo estuve de joven en Burgo de Osma. Y sí, alabo tu gusto que es todo
parecido al mío, como le dijo Enrique VIII a Thomas Moro antes de mandarlo
ejecutar. Me gustó mucho la ciudad, la catedral, su calle Mayor con sus
soportales, y su gente. Ya sé que te voy a resultar un tanto pesado, pero me
encantan estos viejos pueblos, con sus murallas, sus torres, sus iglesias y sus
campanas; y donde la gente, por la calle, todavía se saluda con el buenos días
o las buenas tardes. Quizás por eso mismo aquel hombre se atrevió a regañarte a
ti por haber ido hasta allí con la bicicleta. ¿No es mejor eso que la
indiferencia? Seguro que era médico o farmacéutico desde el momento que se
atrevió a recetarte una pomada, y que esta, por lo que me has contado, fue
eficaz. Me has hablado de ese viaje en más de una ocasión. Recuerdo que me
contaste que pasaste por Almenar de Soria. Allí visitaste el castillo, y de la
mano de su dueña pudiste ver la habitación donde nació Leonor, la mujer de
Machado. Creo recordar que fue así.
Como sabes somos un país con
un alto predomino de emigrantes, tanto interiores como exteriores. Yo soy hijo
de emigrantes. Y muy a menudo me he preguntado qué hubiera sucedido si mis
padres en vez de coger el tren hacia el este lo hubieran hecho hacia el oeste.
¡Qué distinta hubiera sido mi vida! Tal vez hubiese vivido en un pueblecito con
una iglesia y un campanario. Con cigüeñas y campanas, que suenan difundiendo
sus melancólicos toques por valles y montañas. Tal vez hubiera sido maestro
rural, y hubiese salido a pasear por las tardes por la orilla del río. Sí, la
vida es muy limitada: sólo podemos hacer una cosa; y, a veces, si nos
equivocamos, no podemos ni rectificar. Pese a todo no tengo más remedio que
reconocer que no ha ido mal, que la comedia ha tenido muy buenos momentos, y que
el actor ha estado a la altura de la obra. Han predominado los aciertos sobre
los errores, y creo que no le he hecho daño a ninguna persona, salvo a aquellos
que se han querido ofender porque, como sabes, hay gente con la que siempre se
está en deuda. Espero que algún día me perdonen por haber vivido, o por lo que
pueda haberles hecho.
Estoy fatigado y mal
alimentado: pastillas para merendar, jeringuillas para desayunar y algún que
otro gotero a media tarde. Me gustaría que esta carta llegara a tu ordenador
antes de que salgas de Burgo de Osma. No quiero despedirme, no obstante, sin
recordarte lo que en más de una ocasión te he pedido, y a lo que ya accediste
en su día. Adela, que es quien debe tomar la resolución legal, está también
avisada: cuando muera quiero que me queméis; no me dejéis, por favor, en un
horrible y triste cementerio cristiano de esta ciudad. Son tristes y
deprimentes. Luego, te lo ruego por lo más sagrado, coge mis cenizas y
espárcelas por Castro Ulaca. Ya sé que te voy a cargar con una nueva ascensión;
pero es el último favor que te pido. Y no dejes de viajar ni de leer. Aquí te
espera un grueso y buen libro. Y recuerda que todos pasamos por malos momentos.
No puedes consentir que estos guíen tu vida. A lo mejor sólo es cuestión de esperar
a que, como aquella pareja, salgan de la piscina. Cuídate. Te espero.
[1] Apsley Cherry-Garrard, El
peor viaje del mundo. Barcelona, 2009. Traducción de Daniel Aguirre Oteiza,
p. 119. Véase también p. 421 y ss.
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