Salve, querido y viejo profesor. Cierto es, y lo
acabo de comprobar una vez más, que, en esta vida, no se pueden hacer
afirmaciones tajantes, o reírse de cuanto hace o deja de hacer el resto de los
mortales, pues, a buen seguro, más tarde o más temprano, también terminará uno
por hacerlo o por no poder obviarlo. Viene esto a servir de disculpa a mis
enfados cuando veía, a amigos y conocidos, coger el ordenador portátil, el móvil,
y cuanto aparato transportable tenían para irse de viaje. Yo siempre decía que
me gustaba ir ligero de equipaje. Pero, ya ve, esta vez, y para bien, también
yo he salido de casa armado con todo el utillaje: móvil y ordenador; libros y
lápices; libretas y plumas estilográficas. Y hasta un GPS me he instalado en el
coche.
Tengo que decirle que, como
siempre, inicié el viaje con muy pocas ganas de salir de casa. Es cierto que he
viajado, yo diría que bastante; pero siempre que he iniciado cualquier viaje lo
he hecho, al menos durante las primeras horas, a remolque, deseando quedarme en
mi habitación con mis libros y mis cosas. Este año estas sedentarias apetencias
se han reduplicado: no ha sido un año ni muy bueno ni muy brillante para mí: al
accidente que sufrí, menos grave de lo pensado en un primer momento, siguió una
larga etapa de desánimo de la que, creo, todavía no me he recuperado. Inicié
este viaje, pues, buscando aquello que, engañosamente, todos, ahora, creen que
yo tenía antes del accidente: optimismo, ganas de vivir, alegría... Todo es
relativo en esta vida, por supuesto; y es posible que, comparadas las dos
etapas de mi vida, la de ahora, sombría, ilumine a aquella que, desde luego, no
fue un dechado de luz ni de claridad.
Es quizás por sentirme un
tanto débil por lo que he salido de casa tan bien pertrechado esta vez, con
tantos vínculos. Y gracias a eso me he enterado de su enfermedad. Hace muchos
años, tuve un conocido que odiaba el teléfono; tanto que terminó por quitarlo
de su casa. Decía, y no sin razón, que dicho aparato no sirve sino para recibir
malas noticias. El pobre hombre se negaba a reconocer que, a partir de un
determinado momento, de una cierta edad, ya no se reciben otras cosas: todos
los parientes y amigos se casaron hace años, tuvieron hijos y los bautizaron. Y
todo se celebró y festejó adecuadamente. La siguiente celebración ya sabemos
cuál es, pues a las bodas de los nietos raro es que vayan los amigos de
infancia y aun de instituto o universidad. Recibí, pues, un mensaje a través
del móvil diciéndome que estaba usted un tanto delicado. Espero que se haya
recuperado, que haya salido del hospital, y que tenga fuerzas para contestarme,
pues todavía estaré unos días por aquí. Y, como puede ver, estoy alojado en un
hotel desde el cual, con el ordenador, le puedo enviar cuantas cartas quiera.
Aprovechemos la ocasión.
Durante estos días, yendo de
aquí para allá, he tenido muchos motivos para acordarme de usted. Le diría, sin
exagerar, que ha sido usted la persona que más me ha acompañado durante este
viaje, pues, como sabe, le consulté algunos de los monumentos o ruinas que iba
a visitar, y le pedí información sobre las mismas. Sí, fue hace algunos años,
antes del accidente. Fueron aquellas unas horas deliciosas. Al finalizar las
mismas, y a punto de terminar el viaje, no tengo más remedio que darle, una vez
más, la razón a don Miguel de Cervantes: vale más el camino que la posada. Por
muy mal que se pase en el camino y por muy confortable que sea la posada. Y yo
no lo he pasado muy bien que digamos.
Fui capaz de volver a subir
al coche, y de volver a conducir por calles, autovías y carreteras. No es este
el primer accidente serio que he sufrido, ni ha sido este el primer esfuerzo de
superación que he tenido que realizar. Hace muchos años, como le he contado en
más de una ocasión, me aficioné al ciclismo. Tenía una buena bicicleta de
carreras. Un domingo salí con unos compañeros. Fuimos a escalar una fiera
montaña. Subiendo, dado mi peso de entonces, me quedé el último. Y en tanto
jadeaba sobre el sillín, me prometí que bajando nadie me iba a adelantar. Lo
malo fue que comenzó a llover. Y que yo, ignorándolo, cuesta abajo, pedaleé con
toda mi alma. Con tanta fuerza que, al tratar de frenar en una curva, de la que
me estaba saliendo, la bicicleta derrapó y yo me caí dando con mis huesos en la
carretera, y terminando en el fondo de un barranco. Me sacaron de allí lleno de
sangre y magulladuras. Y pensado que me moría, pues la cabeza me sangraba
abundantemente, y toda mi ropa estaba empapada en sangre y barro. El dolor, por
otra parte, era insoportable... Un mes después, pese a todo, estaba de nuevo
sobre la bicicleta, aunque ya no he descendido nunca más de ninguna montaña,
como se decía en el argot, a tumba abierta.
He ido, siempre que he podido,
por carreteras secundarias y poco transitadas. Aun así, de vez en cuando, con
prudencia, he pisado el acelerador. Y, poco a poco, me he ido animando. Creo
sinceramente que estamos demasiado acostumbrados a pensar que la vida es
lógica, y tal vez lo sea. Pero la lógica de unos choca con la de otros; y salir
de casa, como todo en esta vida, tiene sus riesgos. Está bien no olvidar las
cosas; pero no debemos consentir que los malos recuerdos, o las malas
experiencias, gobiernen nuestras vidas. Prudentes sí; pero no enclaustrados.
Pensando esto, o cosas
semejantes, y oyendo música, me presenté, no sé a qué hora sería, ante los
Toros de Guisando. Debo confesarle que salí de casa a las cinco de la mañana.
Es curioso: yo, que me he recorrido casi todo el país, no conocía a estos
famosos toros. Están en un vallado. Parece como si los tuvieran encerrados en
un toril. No había nadie viéndolos. Los pude ver, mirar y remirar a mi entero
placer, y sacar alguna que otra foto. Cuando estaba a punto de irme, entró una
pareja con una niña. Por supuesto que subieron a la criatura a uno de los
verracos, y le hicieron varias fotografías. La madre, que no había reparado en
mi presencia, preguntó por qué decían que aquellas piedras eran toros y no
vacas. He aquí una pregunta, me dije, que ilustra muy bien la necesidad de ver
las cosas desde todos los ángulos posibles. Cuando estaba saliendo del toril la
oí exclamar: “¡Ah, claro!”
Como bien sabe usted, apenas
si conozco algo de las civilizaciones de nuestro país anteriores a los romanos.
Si es cierto, y yo lo dudo, que estamos hechos a imagen y semejanza de un Dios,
o ese dios tiene muchas limitaciones, o la copia ha salido harto defectuosa: no
tenemos tiempo para estudiar nada; la vida es demasiado breve; y, encima,
estamos sujetos a cansancio, enfermedades, sueños, tribulaciones... ¿Es cierto
que usaban esas esculturas para delimitar tierras, propiedades o marcar
límites? ¿Quiénes eran aquellas personas que no se contentaron con levantar un
montón de piedras, o clavar varias estacas? ¿Sentían necesidad de la belleza?
¿Se extasiaron viendo aquellas moles, aquellas esculturas salidas de sus manos?
No me cupo la más mínima duda. Además, debió impresionar, en aquella época,
tropezarse, de buenas a primeras, con semejantes bichos en medio del agreste
monte. Tal vez hasta se subieran sobre ellos, como aquella niña, y lanzaran
gritos de júbilo y contento.
Subí al coche feliz y
contento. Empecé a alegrarme de haber salido de casa.
Comí en un restaurante que
me recomendaron en una gasolinera. Y gracias al GPS llegué al hotel, sin
perderme ni una sola vez, a eso de media tarde. Era un hotel rural, situado en
un valle rodeado de frescas montañas. Cuando llegué al hotel llevaba muchas
horas conduciendo. Estaba muy cansado, así que pasé el resto de la tarde
durmiendo y leyendo. Y cuando quise bajar a la piscina, una piscina pequeña
rodeada de hierba, lo hizo una pareja de mediana edad. No sé porqué percibí en
los dos una especie de aura que demandaba intimidad y soledad. Sonreí para mis
adentros, y esperé a que se fueran ellos para bañarme yo. Me devolvieron el
favor sin saberlo: la dueña del hotel hablaba con ellos, les recomendaba dónde
ir y cómo hacerlo; y a mí, de esta forma, me dejó tranquilo. Además, creo que
no le resulté simpático. No por ello dejó de tratarme con toda la deferencia
del mundo: aquella noche se empeñó en que me sirvieran, con el bacalao a la
vizcaína, una copa de vino regalo de la casa. Estaba buenísimo.
Me levanté muy pronto, y me
metí en la piscina antes de que lo hiciera nadie. El agua estaba muy fría. Como
por encanto me desaparecieron el sueño y el cansancio. Poco después estaba de
nuevo en el coche. Siguiendo el camino trazado en casa, me dirigí hacia el
poblado ibero de El Raso. No tardé mucho en llegar. La zona de aparcamiento
estaba vacía. Me cambié de calzado, cogí el sombrero, la cámara y la mochila, y
me dirigí hacia aquella vieja ciudad de la que apenas si quedan vestigios. Era
grande, amplia; está rodeada por una imponente muralla, y situada en un lugar
privilegiado. Siempre he pensado que los guerreros y los anacoretas han tenido
muy buen ojo para escoger los lugares donde vivir. No se oía absolutamente
nada, ni se veía a nadie. Caminé por entre las casas y la muralla; y traté de
imaginar, en vano, la vida de aquellas personas que nos precedieron hace tantos
y tantos siglos. Quizás vivieran allí los autores de aquellos famosos toros de
Guisando. Debió de ser, si es así, un verdadero placer poder contemplar a
alguno de ellos desde alguna barbacana de la muralla. Imagino que al artista se
le llenaría el corazón de júbilo. No pude evitar el preguntarme el porqué de
unas murallas tan gruesas y contundentes. ¿A quién tenían miedo? ¿De quién se
resguardaban? Las murallas, creo, fueron anteriores a las invasiones romanas.
Siempre me ha gustado
sentarme en algún lugar desde el que se divise
todo cuanto voy a visitar. Lleno de sudor, pese a lo temprano de la
hora, me senté sobre una piedra. La muralla, a mis pies, dibujaba el contorno del
pueblo. Y me acordé entonces de Platón y del mito que cuenta Protágoras: de
como Zeus le dio al hombre el sentido político, el de la justicia, para poder
convivir con sus semejantes sin matarse los unos a los otros. También pensé que
esa distribución se hizo imperfectamente, o bien el hombre es la reencarnación
del rey Midas: no hay cosa que toque que no la convierta el algo inútil cuando
no bochornosa. ¿Para qué tanta guerra y tanta muerte? Cuánta mujer viuda,
cuánto niño abandonado a su suerte, cuánta tristeza y desolación, cuánto dolor.
¿Y por qué? ¿Para qué? Vi aquellos campos bañados en sangre, muertos por
doquier... Levanté la vista. Las montañas rodeaban a la ciudad. El paisaje era
imponente. Seguro que también allí hubo personas que fueron felices, amigos y
amantes. ¡Qué pena que conozcamos tan poco de ellos! En aquellos momentos,
querido profesor, me hubiera encantado ser arqueólogo y ser capaz de explicarme
muchas cosas a través de las piedras. Aunque a veces me da la impresión de que
los arqueólogos se parecen a los niños asustadizos: de una sombra furtiva hacen
toda una película. ¿Y si todo fuera falso? Sería una buena broma, ¿no cree?
Pero no, no creo que se trate de una broma.
Volví a recorrer el poblado
tratando de imaginarme la vida de aquellas personas de hace miles de años. Fui incapaz.
Le reconozco todas mis limitaciones. Y con este reconocimiento llegó el fin de
mi visita: comenzaban a llegar coches al aparcamiento. De uno de los primeros
bajó la pareja que estaba conmigo en el hotel. Me fui por un camino de cabras
para no tropezarme con ellos. Cuando salgo de viaje no sé porqué me sale toda
mi misantropía, que, a veces, es mucha.
Me dirigí luego a la Cueva
del Águila. Es una cueva descubierta hace pocos años, de estalactitas y
estalagmitas. No me imaginaba lo que iba a ver. Y francamente me impresionó. Ha
sido el único lugar de los visitados donde he confluido con varias personas.
Aunque esa misma tarde tuve la desgracia de ir a Candeleda: estando en la
iglesia, entró una familia, padre, madre e hija. La niña, adolescente, iba con
bikini. No soy creyente, usted lo sabe; pero sentí una repugnancia increíble.
Cada vez me molestan más y más las faltas de educación y de respeto. Sólo me
faltaba la madre explicando lo que era un capitel románico, que era aquel,
dijo, propio de los romanos, acantos y flores. Sin palabras.
También tuve que esperar
aquella tarde a que la pareja feliz saliera de la piscina. Y de nuevo, con la
cena, fui invitado a otra copa de vino. Pagué la cuenta esa misma noche, pues
quería partir al día siguiente en cuanto me levantara. No sin antes, por
supuesto, volver a meterme en la fría agua de aquel bellísimo valle. Totalmente
tonificado, salí cuando todavía el sol se estaba peinando sus rubios cabellos.
Me dirigí hacia una ciudad que es cara a mi corazón, aunque no conozco a nadie
de allí: Burgo de Osma.
Hace muchos años que estuve
allí por primera vez. Fue poco después del accidente de bicicleta que le he
contado antes. Los amigos con los que salía los domingos, con la bici, fallaban
de vez en cuando. Me dijo alguien, y es cierto, que es peligroso ir solo con la
bici, pues en caso de suceder algo, accidente o mareo, nadie se va a hacer
cargo del accidentado. Sin duda por eso me apunté a una peña ciclista. Éramos
muchos quienes salíamos todos los domingos. En dicha peña hice un grupo de
amigos. Y un verano decidimos hacer un viaje con las bicis. Creo recordar que
al punto más lejano al que llegamos, saliendo de Valencia, fue a Sigüenza,
pasando por Berlanga de Duero y Burgo de Osma, por supuesto. Tengo que decirle que,
poco previsor yo, subiendo el puerto del Ragudo, cogí una insolación de padre y
señor mío. En las piernas. Lo pasé fatal. Y era curioso: no sentía nada en
tanto pedaleaba, pero no podía caminar: tenía la sensación de que me tiraban de
todas las partes de las piernas impidiéndome dar un paso e incluso estar de
pie. Así llegué a Burgo de Osma. Y nada más entrar en la ciudad, encogido,
boquiabierto y lleno de admiración por su plaza y su catedral, tuve que
soportar, allí mismo, las reconvenciones de un hombre mayor, que, con otros,
estaba sentado a una mesa tomando unas cervezas. Sin que yo hubiera dicho esta
boca es mía, me dijo, con el tono de un padre reprendiendo a su díscolo hijo,
que yo no tenía edad para hacer esas cosas; y tenía, creo recordar, treinta y
dos años; me reprendió más y mejor por mi inconsciencia, y me envió enseguida a
la farmacia a comprarme ya no recuerdo que pomada que tenía cortisona. Le hice
caso, por supuesto. Y mis compañeros tuvieron ya motivo de burla con eso de mi
edad, durante el resto del viaje, aunque un par de ellos no se alejaban mucho
de la mía.
Siempre que vuelvo a la
ciudad, y volví ahora, me acuerdo del monumental enfado de aquel hombre
conmigo. Espero que no le sentara mal la cerveza. Ahora bien, la crema que me
recetó fue la pócima mágica, el elixir de la vida y el bálsamo de Fierabrás.
Todo en uno. Cuando llegamos a Sigüenza, a golpe de pedal, pude visitar al
Doncel sin ningún problema. No hay vez que llegue a Burgo de Osma que no me
acuerde de aquel hombre, aunque su rostro, como el de un capitel al aire libre,
se me ha desfigurado completamente...
Por la tarde fui a la ermita
de san Baudelio. Hace años estuve allí con una bella muchacha de bellas artes.
Me gustaba mucho viajar con aquella chica, pues me explicaba cuadros y estatuas
con un didactismo que no había más que pedir. Además, era una joven muy
agraciada. Por sus pedazos ardía la juventud, o, al menos, parte de ella.
Gracias a esta Galatea de nuevo cuño, era de la especialidad de restauración, y
por eso nos dejaron entrar en plena restauración de la ermita, me enteré del
expolio de las pinturas de la misma. A todos nos expolian, cuando no las
pinturas las parejas. Y suerte si queda alguna tumba como las que hay al pie de
la ermita mozárabe.
Numancia. Numancia ha sido
el final de mi viaje. Tras visitar las ruinas he vuelto a Burgo de Osma porque
me gusta esta ciudad; y porque quiero, aquí, terminar esta ya larga carta.
Llegué a la vieja ciudad de Numancia antes de que abrieran sus puertas, así que
fui el primero en entrar. No quise añadirme a la visita guiada. Campos de
desolación, ruinas... la ambición humana, Escipión, héroe por haber hecho morir
a miles de personas cercándolos por hambre, a sangre y fuego. La ciudad
entregada a sus terribles enemigos. Muerte y esclavitud. Me acordé de las
palabras del voceras de Cicerón: Maiores nostri... virum bonum cum laudabant,
ita laudabant: “bonum agricolam bonumque colomum”. Amplissime laudari
existimabatur qui ita laudabatur. Habría que ver si las vacas eran toros. ¿Por qué
hay cosas que siguen doliendo? Tal vez porque las cosas han cambiado muy poco.
Estuve también en Castro
Ulaca. Vi el famoso altar de los sacrificios. Pero lo pasé muy mal: la subida
al altar se me hizo larga y pesada. No me encontraba bien. Varias veces estuve
tentado de volverme atrás; pero seguí caminando y caminando pese al calor y a
lo empinado del camino. El altar, la sauna donde se iniciaban los guerreros,
las imponentes murallas, dobles en este caso para desgastar al enemigo.
Impresionante el altar a cielo abierto. Y el paisaje. Estuve solo. Allí no
subía nadie. Había varios caballos sueltos, que me rehuían, y un maravilloso
silencio. Traté, una vez más, de imaginar la vida de aquellas personas; y, como
fin de fiesta, a punto de dormirme, de puro cansancio, en las gradas del altar,
me surgió el recuerdo de unos versos de Góngora:
[...]¡Oh, cuánto yerra
delfín que sigue en agua
corza en tierra!
Sí, tal vez erremos, tal vez
todo sea inútil: el viajar, el saber, el salir de casa y el quedarse en la misma;
el leer y el no hacerlo. ¿Qué queda, pues? Quizás el carpe diem, el chapuzón en
una piscina lejana; y la inevitable melancolía que este viaje, como otros,
generará dentro de poco. Antes de que suceda así estaré en su casa visitándolo.
Hoy quiero aprovechar, una vez más, para entrar en la catedral de Burgo de Osma
. No, no está el original del Beato de Liébana: veré el facsímil, y trataré de
imaginar la vida en los conventos y en el scriptorium. Cuídese. Mañana, pasado
a mucho tardar, sin falta, nos veremos. Así lo espero.
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