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miércoles, 2 de octubre de 2013

CARTA A UN VIEJO PROFESOR, por Vicente Adelantado Soriano, de Valencia, España

Salve, querido y viejo profesor. Cierto es, y lo acabo de comprobar una vez más, que, en esta vida, no se pueden hacer afirmaciones tajantes, o reírse de cuanto hace o deja de hacer el resto de los mortales, pues, a buen seguro, más tarde o más temprano, también terminará uno por hacerlo o por no poder obviarlo. Viene esto a servir de disculpa a mis enfados cuando veía, a amigos y conocidos, coger el ordenador portátil, el móvil, y cuanto aparato transportable tenían para irse de viaje. Yo siempre decía que me gustaba ir ligero de equipaje. Pero, ya ve, esta vez, y para bien, también yo he salido de casa armado con todo el utillaje: móvil y ordenador; libros y lápices; libretas y plumas estilográficas. Y hasta un GPS me he instalado en el coche.

Tengo que decirle que, como siempre, inicié el viaje con muy pocas ganas de salir de casa. Es cierto que he viajado, yo diría que bastante; pero siempre que he iniciado cualquier viaje lo he hecho, al menos durante las primeras horas, a remolque, deseando quedarme en mi habitación con mis libros y mis cosas. Este año estas sedentarias apetencias se han reduplicado: no ha sido un año ni muy bueno ni muy brillante para mí: al accidente que sufrí, menos grave de lo pensado en un primer momento, siguió una larga etapa de desánimo de la que, creo, todavía no me he recuperado. Inicié este viaje, pues, buscando aquello que, engañosamente, todos, ahora, creen que yo tenía antes del accidente: optimismo, ganas de vivir, alegría... Todo es relativo en esta vida, por supuesto; y es posible que, comparadas las dos etapas de mi vida, la de ahora, sombría, ilumine a aquella que, desde luego, no fue un dechado de luz ni de claridad.
Es quizás por sentirme un tanto débil por lo que he salido de casa tan bien pertrechado esta vez, con tantos vínculos. Y gracias a eso me he enterado de su enfermedad. Hace muchos años, tuve un conocido que odiaba el teléfono; tanto que terminó por quitarlo de su casa. Decía, y no sin razón, que dicho aparato no sirve sino para recibir malas noticias. El pobre hombre se negaba a reconocer que, a partir de un determinado momento, de una cierta edad, ya no se reciben otras cosas: todos los parientes y amigos se casaron hace años, tuvieron hijos y los bautizaron. Y todo se celebró y festejó adecuadamente. La siguiente celebración ya sabemos cuál es, pues a las bodas de los nietos raro es que vayan los amigos de infancia y aun de instituto o universidad. Recibí, pues, un mensaje a través del móvil diciéndome que estaba usted un tanto delicado. Espero que se haya recuperado, que haya salido del hospital, y que tenga fuerzas para contestarme, pues todavía estaré unos días por aquí. Y, como puede ver, estoy alojado en un hotel desde el cual, con el ordenador, le puedo enviar cuantas cartas quiera. Aprovechemos la ocasión.
Durante estos días, yendo de aquí para allá, he tenido muchos motivos para acordarme de usted. Le diría, sin exagerar, que ha sido usted la persona que más me ha acompañado durante este viaje, pues, como sabe, le consulté algunos de los monumentos o ruinas que iba a visitar, y le pedí información sobre las mismas. Sí, fue hace algunos años, antes del accidente. Fueron aquellas unas horas deliciosas. Al finalizar las mismas, y a punto de terminar el viaje, no tengo más remedio que darle, una vez más, la razón a don Miguel de Cervantes: vale más el camino que la posada. Por muy mal que se pase en el camino y por muy confortable que sea la posada. Y yo no lo he pasado muy bien que digamos.
Fui capaz de volver a subir al coche, y de volver a conducir por calles, autovías y carreteras. No es este el primer accidente serio que he sufrido, ni ha sido este el primer esfuerzo de superación que he tenido que realizar. Hace muchos años, como le he contado en más de una ocasión, me aficioné al ciclismo. Tenía una buena bicicleta de carreras. Un domingo salí con unos compañeros. Fuimos a escalar una fiera montaña. Subiendo, dado mi peso de entonces, me quedé el último. Y en tanto jadeaba sobre el sillín, me prometí que bajando nadie me iba a adelantar. Lo malo fue que comenzó a llover. Y que yo, ignorándolo, cuesta abajo, pedaleé con toda mi alma. Con tanta fuerza que, al tratar de frenar en una curva, de la que me estaba saliendo, la bicicleta derrapó y yo me caí dando con mis huesos en la carretera, y terminando en el fondo de un barranco. Me sacaron de allí lleno de sangre y magulladuras. Y pensado que me moría, pues la cabeza me sangraba abundantemente, y toda mi ropa estaba empapada en sangre y barro. El dolor, por otra parte, era insoportable... Un mes después, pese a todo, estaba de nuevo sobre la bicicleta, aunque ya no he descendido nunca más de ninguna montaña, como se decía en el argot, a tumba abierta.
He ido, siempre que he podido, por carreteras secundarias y poco transitadas. Aun así, de vez en cuando, con prudencia, he pisado el acelerador. Y, poco a poco, me he ido animando. Creo sinceramente que estamos demasiado acostumbrados a pensar que la vida es lógica, y tal vez lo sea. Pero la lógica de unos choca con la de otros; y salir de casa, como todo en esta vida, tiene sus riesgos. Está bien no olvidar las cosas; pero no debemos consentir que los malos recuerdos, o las malas experiencias, gobiernen nuestras vidas. Prudentes sí; pero no enclaustrados.
Pensando esto, o cosas semejantes, y oyendo música, me presenté, no sé a qué hora sería, ante los Toros de Guisando. Debo confesarle que salí de casa a las cinco de la mañana. Es curioso: yo, que me he recorrido casi todo el país, no conocía a estos famosos toros. Están en un vallado. Parece como si los tuvieran encerrados en un toril. No había nadie viéndolos. Los pude ver, mirar y remirar a mi entero placer, y sacar alguna que otra foto. Cuando estaba a punto de irme, entró una pareja con una niña. Por supuesto que subieron a la criatura a uno de los verracos, y le hicieron varias fotografías. La madre, que no había reparado en mi presencia, preguntó por qué decían que aquellas piedras eran toros y no vacas. He aquí una pregunta, me dije, que ilustra muy bien la necesidad de ver las cosas desde todos los ángulos posibles. Cuando estaba saliendo del toril la oí exclamar: “¡Ah, claro!”
Como bien sabe usted, apenas si conozco algo de las civilizaciones de nuestro país anteriores a los romanos. Si es cierto, y yo lo dudo, que estamos hechos a imagen y semejanza de un Dios, o ese dios tiene muchas limitaciones, o la copia ha salido harto defectuosa: no tenemos tiempo para estudiar nada; la vida es demasiado breve; y, encima, estamos sujetos a cansancio, enfermedades, sueños, tribulaciones... ¿Es cierto que usaban esas esculturas para delimitar tierras, propiedades o marcar límites? ¿Quiénes eran aquellas personas que no se contentaron con levantar un montón de piedras, o clavar varias estacas? ¿Sentían necesidad de la belleza? ¿Se extasiaron viendo aquellas moles, aquellas esculturas salidas de sus manos? No me cupo la más mínima duda. Además, debió impresionar, en aquella época, tropezarse, de buenas a primeras, con semejantes bichos en medio del agreste monte. Tal vez hasta se subieran sobre ellos, como aquella niña, y lanzaran gritos de júbilo y contento.
Subí al coche feliz y contento. Empecé a alegrarme de haber salido de casa.
Comí en un restaurante que me recomendaron en una gasolinera. Y gracias al GPS llegué al hotel, sin perderme ni una sola vez, a eso de media tarde. Era un hotel rural, situado en un valle rodeado de frescas montañas. Cuando llegué al hotel llevaba muchas horas conduciendo. Estaba muy cansado, así que pasé el resto de la tarde durmiendo y leyendo. Y cuando quise bajar a la piscina, una piscina pequeña rodeada de hierba, lo hizo una pareja de mediana edad. No sé porqué percibí en los dos una especie de aura que demandaba intimidad y soledad. Sonreí para mis adentros, y esperé a que se fueran ellos para bañarme yo. Me devolvieron el favor sin saberlo: la dueña del hotel hablaba con ellos, les recomendaba dónde ir y cómo hacerlo; y a mí, de esta forma, me dejó tranquilo. Además, creo que no le resulté simpático. No por ello dejó de tratarme con toda la deferencia del mundo: aquella noche se empeñó en que me sirvieran, con el bacalao a la vizcaína, una copa de vino regalo de la casa. Estaba buenísimo.
Me levanté muy pronto, y me metí en la piscina antes de que lo hiciera nadie. El agua estaba muy fría. Como por encanto me desaparecieron el sueño y el cansancio. Poco después estaba de nuevo en el coche. Siguiendo el camino trazado en casa, me dirigí hacia el poblado ibero de El Raso. No tardé mucho en llegar. La zona de aparcamiento estaba vacía. Me cambié de calzado, cogí el sombrero, la cámara y la mochila, y me dirigí hacia aquella vieja ciudad de la que apenas si quedan vestigios. Era grande, amplia; está rodeada por una imponente muralla, y situada en un lugar privilegiado. Siempre he pensado que los guerreros y los anacoretas han tenido muy buen ojo para escoger los lugares donde vivir. No se oía absolutamente nada, ni se veía a nadie. Caminé por entre las casas y la muralla; y traté de imaginar, en vano, la vida de aquellas personas que nos precedieron hace tantos y tantos siglos. Quizás vivieran allí los autores de aquellos famosos toros de Guisando. Debió de ser, si es así, un verdadero placer poder contemplar a alguno de ellos desde alguna barbacana de la muralla. Imagino que al artista se le llenaría el corazón de júbilo. No pude evitar el preguntarme el porqué de unas murallas tan gruesas y contundentes. ¿A quién tenían miedo? ¿De quién se resguardaban? Las murallas, creo, fueron anteriores a las invasiones romanas.
Siempre me ha gustado sentarme en algún lugar desde el que se divise  todo cuanto voy a visitar. Lleno de sudor, pese a lo temprano de la hora, me senté sobre una piedra. La muralla, a mis pies, dibujaba el contorno del pueblo. Y me acordé entonces de Platón y del mito que cuenta Protágoras: de como Zeus le dio al hombre el sentido político, el de la justicia, para poder convivir con sus semejantes sin matarse los unos a los otros. También pensé que esa distribución se hizo imperfectamente, o bien el hombre es la reencarnación del rey Midas: no hay cosa que toque que no la convierta el algo inútil cuando no bochornosa. ¿Para qué tanta guerra y tanta muerte? Cuánta mujer viuda, cuánto niño abandonado a su suerte, cuánta tristeza y desolación, cuánto dolor. ¿Y por qué? ¿Para qué? Vi aquellos campos bañados en sangre, muertos por doquier... Levanté la vista. Las montañas rodeaban a la ciudad. El paisaje era imponente. Seguro que también allí hubo personas que fueron felices, amigos y amantes. ¡Qué pena que conozcamos tan poco de ellos! En aquellos momentos, querido profesor, me hubiera encantado ser arqueólogo y ser capaz de explicarme muchas cosas a través de las piedras. Aunque a veces me da la impresión de que los arqueólogos se parecen a los niños asustadizos: de una sombra furtiva hacen toda una película. ¿Y si todo fuera falso? Sería una buena broma, ¿no cree? Pero no, no creo que se trate de una broma.
Volví a recorrer el poblado tratando de imaginarme la vida de aquellas personas de hace miles de años. Fui incapaz. Le reconozco todas mis limitaciones. Y con este reconocimiento llegó el fin de mi visita: comenzaban a llegar coches al aparcamiento. De uno de los primeros bajó la pareja que estaba conmigo en el hotel. Me fui por un camino de cabras para no tropezarme con ellos. Cuando salgo de viaje no sé porqué me sale toda mi misantropía, que, a veces, es mucha.
Me dirigí luego a la Cueva del Águila. Es una cueva descubierta hace pocos años, de estalactitas y estalagmitas. No me imaginaba lo que iba a ver. Y francamente me impresionó. Ha sido el único lugar de los visitados donde he confluido con varias personas. Aunque esa misma tarde tuve la desgracia de ir a Candeleda: estando en la iglesia, entró una familia, padre, madre e hija. La niña, adolescente, iba con bikini. No soy creyente, usted lo sabe; pero sentí una repugnancia increíble. Cada vez me molestan más y más las faltas de educación y de respeto. Sólo me faltaba la madre explicando lo que era un capitel románico, que era aquel, dijo, propio de los romanos, acantos y flores. Sin palabras.
También tuve que esperar aquella tarde a que la pareja feliz saliera de la piscina. Y de nuevo, con la cena, fui invitado a otra copa de vino. Pagué la cuenta esa misma noche, pues quería partir al día siguiente en cuanto me levantara. No sin antes, por supuesto, volver a meterme en la fría agua de aquel bellísimo valle. Totalmente tonificado, salí cuando todavía el sol se estaba peinando sus rubios cabellos. Me dirigí hacia una ciudad que es cara a mi corazón, aunque no conozco a nadie de allí: Burgo de Osma.
Hace muchos años que estuve allí por primera vez. Fue poco después del accidente de bicicleta que le he contado antes. Los amigos con los que salía los domingos, con la bici, fallaban de vez en cuando. Me dijo alguien, y es cierto, que es peligroso ir solo con la bici, pues en caso de suceder algo, accidente o mareo, nadie se va a hacer cargo del accidentado. Sin duda por eso me apunté a una peña ciclista. Éramos muchos quienes salíamos todos los domingos. En dicha peña hice un grupo de amigos. Y un verano decidimos hacer un viaje con las bicis. Creo recordar que al punto más lejano al que llegamos, saliendo de Valencia, fue a Sigüenza, pasando por Berlanga de Duero y Burgo de Osma, por supuesto. Tengo que decirle que, poco previsor yo, subiendo el puerto del Ragudo, cogí una insolación de padre y señor mío. En las piernas. Lo pasé fatal. Y era curioso: no sentía nada en tanto pedaleaba, pero no podía caminar: tenía la sensación de que me tiraban de todas las partes de las piernas impidiéndome dar un paso e incluso estar de pie. Así llegué a Burgo de Osma. Y nada más entrar en la ciudad, encogido, boquiabierto y lleno de admiración por su plaza y su catedral, tuve que soportar, allí mismo, las reconvenciones de un hombre mayor, que, con otros, estaba sentado a una mesa tomando unas cervezas. Sin que yo hubiera dicho esta boca es mía, me dijo, con el tono de un padre reprendiendo a su díscolo hijo, que yo no tenía edad para hacer esas cosas; y tenía, creo recordar, treinta y dos años; me reprendió más y mejor por mi inconsciencia, y me envió enseguida a la farmacia a comprarme ya no recuerdo que pomada que tenía cortisona. Le hice caso, por supuesto. Y mis compañeros tuvieron ya motivo de burla con eso de mi edad, durante el resto del viaje, aunque un par de ellos no se alejaban mucho de la mía.
Siempre que vuelvo a la ciudad, y volví ahora, me acuerdo del monumental enfado de aquel hombre conmigo. Espero que no le sentara mal la cerveza. Ahora bien, la crema que me recetó fue la pócima mágica, el elixir de la vida y el bálsamo de Fierabrás. Todo en uno. Cuando llegamos a Sigüenza, a golpe de pedal, pude visitar al Doncel sin ningún problema. No hay vez que llegue a Burgo de Osma que no me acuerde de aquel hombre, aunque su rostro, como el de un capitel al aire libre, se me ha desfigurado completamente...
Por la tarde fui a la ermita de san Baudelio. Hace años estuve allí con una bella muchacha de bellas artes. Me gustaba mucho viajar con aquella chica, pues me explicaba cuadros y estatuas con un didactismo que no había más que pedir. Además, era una joven muy agraciada. Por sus pedazos ardía la juventud, o, al menos, parte de ella. Gracias a esta Galatea de nuevo cuño, era de la especialidad de restauración, y por eso nos dejaron entrar en plena restauración de la ermita, me enteré del expolio de las pinturas de la misma. A todos nos expolian, cuando no las pinturas las parejas. Y suerte si queda alguna tumba como las que hay al pie de la ermita mozárabe.
Numancia. Numancia ha sido el final de mi viaje. Tras visitar las ruinas he vuelto a Burgo de Osma porque me gusta esta ciudad; y porque quiero, aquí, terminar esta ya larga carta. Llegué a la vieja ciudad de Numancia antes de que abrieran sus puertas, así que fui el primero en entrar. No quise añadirme a la visita guiada. Campos de desolación, ruinas... la ambición humana, Escipión, héroe por haber hecho morir a miles de personas cercándolos por hambre, a sangre y fuego. La ciudad entregada a sus terribles enemigos. Muerte y esclavitud. Me acordé de las palabras del voceras de Cicerón: Maiores nostri... virum bonum cum laudabant, ita laudabant: “bonum agricolam bonumque colomum”. Amplissime laudari existimabatur qui ita laudabatur. Habría que ver si las vacas eran toros. ¿Por qué hay cosas que siguen doliendo? Tal vez porque las cosas han cambiado muy poco.
Estuve también en Castro Ulaca. Vi el famoso altar de los sacrificios. Pero lo pasé muy mal: la subida al altar se me hizo larga y pesada. No me encontraba bien. Varias veces estuve tentado de volverme atrás; pero seguí caminando y caminando pese al calor y a lo empinado del camino. El altar, la sauna donde se iniciaban los guerreros, las imponentes murallas, dobles en este caso para desgastar al enemigo. Impresionante el altar a cielo abierto. Y el paisaje. Estuve solo. Allí no subía nadie. Había varios caballos sueltos, que me rehuían, y un maravilloso silencio. Traté, una vez más, de imaginar la vida de aquellas personas; y, como fin de fiesta, a punto de dormirme, de puro cansancio, en las gradas del altar, me surgió el recuerdo de unos versos de Góngora:

[...]¡Oh, cuánto yerra
delfín que sigue en agua corza en tierra!

Sí, tal vez erremos, tal vez todo sea inútil: el viajar, el saber, el salir de casa y el quedarse en la misma; el leer y el no hacerlo. ¿Qué queda, pues? Quizás el carpe diem, el chapuzón en una piscina lejana; y la inevitable melancolía que este viaje, como otros, generará dentro de poco. Antes de que suceda así estaré en su casa visitándolo. Hoy quiero aprovechar, una vez más, para entrar en la catedral de Burgo de Osma . No, no está el original del Beato de Liébana: veré el facsímil, y trataré de imaginar la vida en los conventos y en el scriptorium. Cuídese. Mañana, pasado a mucho tardar, sin falta, nos veremos. Así lo espero.

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