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martes, 29 de octubre de 2013

LA PARTE SECRETA ® NOVELA, por H.R. Malkiel, de Buenos Aires, Argentina. Capítulo tres: Dos herencias

“Nunca es “sólo un sueño”, John Constantine. Aquí menos que en otros lugares.”
Neil Gaiman. The Sandman, Dream a little dream of me.


Era una habitación oscura e indefinida, pero esta tenía algo particular; yo sabía que detrás de la pared había algo. No era amenazante, ni estoy seguro de que fuera alguien; era más bien un objeto, tal vez, alguna cosa a medio camino entre “alguien” y “algo”. Me acercaba lentamente, sin acabar nunca de llegar, suspendido por un perfume a viejo como de ceniza húmeda. De fondo sonaba una canción que luego no pude recordar, unas notas así, algo pálidas contra el fondo dulce y melodioso de una guitarra que me parecía brasileña, no sé por qué, pero me parecía brasileña, de esas guitarras que cantan con alegría lo que se supone que es tristeza. Continué acercándome a través de un espacio que me pareció infinito, sin fondo ni comienzo. Estiré mi mano hacia esa pared y comenzaron a aparecer unos tímidos puntos. No aparecían desde mi lado, sino desde la habitación contigua, como si esa pared se hubiese convertido en papel secante y los puntos fueran gotas de tinta que lentamente lo van traspasando, haciéndose visibles desde mi lado. Crecieron a su alrededor formando grandes manchas, una al lado de la otra, aunque de un modo un poco torpe, como si los puntos hubiesen sido alineados por un niño pequeño. Siguieron creciendo y yo seguí acercándome hasta que el sueño cambió de un momento al otro. Ahora me encontraba sumergido en el agua, sin poder adivinar hacia dónde quedaba la superficie. Sentí el líquido entrando a través de mi nariz, era un agua oscura y sucia, cada segundo me provocaba un horrible dolor. Estaba seguro de que me terminaría ahogando y entonces, mientras moría y pataleaba desesperado como una mosca en el fondo de un charco, desperté. 

Me encontré en la cama enorme, bañado en transpiración, aunque luego me di cuenta de que algo de esa humedad era mi propia orina. Me faltaba el aire y sentía un miedo indescriptible y profundo. El mismo miedo que había experimentado a los doce años, cuando descubrí la muerte.
Agradecí que la luz del sol entrara ya por la ventana.

Dejé las sábanas sobre una silla, para que les diera el sol de pleno. En la recepción aclaré que no era necesario que hicieran la limpieza; no quería que encontraran las sábanas meadas colgadas con el olor de mis miedos, aunque ni siquiera estaba seguro de que se fueran a tomar la molestia de hacerla.
Si bien a medida que pasaban los minutos el sueño me parecía cada vez más lejano, todavía no lograba despegarme de él en cuanto salí a la calle. Lo arrastraba detrás de mí como una serpiente arrastra su antigua piel.
Ayudó un poco a superarlo el hecho de ser saludado por varias personas y emprender el ejercicio de tratar de recordar sus nombres, sepultados bajo casi doce años de Buenos Aires y de whisky, pero sobre todo de Buenos Aires.

Teniendo en cuenta su tamaño, no podría decirse que Córber es un lugar pequeño, lo que ocurre es que la mayor parte de él es sólo campo. La calle principal tiene apenas quince cuadras de largo, en ella se apoyan la mayoría de los “grandes” negocios, algunas casas de ropa, algunas de calzado, una de venta de electrodomésticos y computación, un almacén que vende de todo y por fin, el bar, que gracias a Dios ha sido remodelado. Sobre la calles laterales, que son de tierra, polvo y zanjas de agua asquerosa, las casas de la gente de más dinero y a medida que uno se aleja del centro, las casas de la gente cada vez más humilde, hasta que los últimos rastros de vida humana los conforman unos ranchos miserables, desperdigados por aquí y por allá, de madera podrida o a medio pudrir. El resto de Córber es lejanía, y no deja de serlo por más que uno se acerque, un horizonte que se corre siempre un poquito hacia allá; nidos de caranchos entre los cardos, liebres, perdices y un arroyito de bagres extraviados.
Me animé un poco más al ingresar al bar para desayunar y comprobar que no tenía nada que envidiarle a cualquier local de Caballito. Elegí una mesa un poco retirada de los amplios ventanales para no tener que estar constantemente devolviendo el saludo. Fue por la misma razón que me senté en el interior del local y no sobre las mesas de la vereda, a pesar de la bella mañana que parecía ir tragándose a los caminantes, incorporarlos en su luz, su ritmo y su felicidad. 
Bastaba para atender el lugar una sola camarera, otra chica detrás de la barra, que además se encargaba de cobrar, y un joven en la cocina. La pulcritud era ejemplar: mesas lustrosas, pisos brillantes y aroma a café nuevo. Había, además de mí, otros tres hombres desayunando, que discutían sobre política mientras observaban un diario. Los saludé amablemente y tomé asiento.
La camarera se acercó inmediatamente para atenderme, saludándome mientras me daba la bienvenida y me preguntaba qué quería “disfrutar”.
Fiel a la letra de un tango de Expósito que dice: “Con la sangre toda llena de cortados en la mesa de un bar”, pedí mi bebida. A los cinco minutos, mientras me servían, entró Andrea. Saludó a los hombres que desayunaban desde lejos y a los empleados con un beso en la mejilla. Supuse que esa visita era su rutina de todos los días.

Pareció alegrarse en cuanto me vio ocupando una de las sillas. Se acercó y a pesar de que yo ya me disponía a levantarme y extenderle mi mano ella inclinó su rostro hacia el mío y me dio un beso en la mejilla. Imaginé que, injustamente, ella me recordaba de nuestra niñez o juventud, mientras que yo a ella no.
La invité a sentarse a mi mesa.
Hizo el comentario de rigor y siempre incomprobable acerca de que había leído todos mis libros; le agradecí, y le dije que, para compensar esa devoción, el desayuno corría por mi cuenta. Ella se echó a reír y yo sonreí; no sabía por qué ella reía, pero su risa me pareció increíblemente hermosa, como si ninguna duda cruzara jamás por su cabeza para enturbiar sus pensamientos. Era esa risa tan reconocible en las personas que saben que están haciendo las cosas bien con su vida.
Los tres hombres de la mesa cercana nos miraron durante unos segundos, tal vez imaginando que el juego de la seducción ya había comenzado. Su risa se detuvo de a poco y me dijo que no me preocupara por el desayuno, que ella era la dueña del bar. Pero dejó en claro que me agradecía la intención. 
Di un sorbo a mi cortado y pensé quitarme la duda que tenía desde aquella primera llamada telefónica, así que le confesé que su nombre me era familiar, pero que no llegaba a recordar exactamente por qué. Andrea puso en su rostro una sonrisa, que esta vez juzgué un poco más íntima. Me dijo que ella era la prima de Mauro O’Brien, y al escuchar el apellido de origen irlandés se acabaron mis dudas. Mauro había sido mi compañero de estudios durante la primaria, y luego en la secundaria.
Pude recordar entonces a Andrea como una niña rubia a la que veía casi siempre en los cumpleaños, era dos años menor que yo, de modo que nunca cursamos juntos, ni compartimos juegos en los recesos escolares. Esa niña un poco borrosa en mi memoria se había convertido en una mujer realmente bella. Le pregunté por Mauro. Me contó que estaba viviendo en Madrid, donde se había casado, y que era ingeniero. Yo he estado en España en un par de ocasiones, incluso en Madrid, la primera visita fue estrictamente por placer, la segunda, para la humilde presentación de un libro mío, que una editorial se había arriesgado a publicar. Me resultó extraño saber que después de haber pasado tanto tiempo sin vernos, probablemente habíamos compartido, sin sospecharlo, el suelo de otra ciudad, en cierto modo, ajena a ambos.
Luego de ese rodeo confesé que ya podía reconocerla. Me di cuenta de que en caso de haberme dedicado a hurgar entre las fotos que estaban en la casa de mis abuelos tal vez no habría hecho falta esa pregunta. Ella a mí me recordaba mucho mejor porque, naturalmente, yo era la segunda “personalidad” que daba Córber después de mi padre, aunque en la ciudad de Buenos Aires soy verdaderamente un número más, y salvo alguna que otra ocasión en la que de milagro alguien me reconoce, paso totalmente inadvertido.
En Córber la situación era diferente, no todos los pueblos dan un escritor medianamente conocido y valorado. Mucho menos dos.
De un momento a otro su rostro retomó la seriedad del día anterior, habrá pensado que mostrarse demasiado alegre en un momento como ese era una falta de respeto hacia mí, después de todo, mi padre acababa de fallecer. Me sentí en la obligación de ayudarla a superar la incomodidad, así que pasé a preguntar por ella; dónde se había recibido de abogada, entre otras cosas. No me sorprendió que dijera que había estudiado en la Universidad de Buenos Aires, pues en Córber no hay ningún instituto universitario, pero otra vez volvió la sensación que tuve con Mauro, la de saber que había compartido otra ciudad con alguien de mi pasado, lo cual demostraba que el pasado, por lejano que parezca, siempre nos está alcanzando.

Hacía nueve años ella había seguido el mismo camino que yo, el de dejar nuestro pueblo, la diferencia era que Andrea había optado por regresar. Me contó que a los dieciocho salió para estudiar y que dos años después de finalizar su carrera regresó, en parte, porque su padre había enfermado; y aunque el hombre logró reponerse de su padecimiento, le ofrecieron hacerse cargo de los asuntos legales del municipio y eligió permanecer allí. Apenas unos meses después compró y remodeló el bar, cuyo dueño acababa de fallecer. No estaba segura de querer permanecer en el pueblo el resto de su vida, había viajado mucho y tenía planificados algunos viajes más. Pero por el momento se encontraba cómoda.
Después de un rato que me pareció tristemente corto, aunque el reloj decía lo contrario, se disculpó por no poder permanecer más tiempo conmigo y me repitió que me esperaría esa misma tarde, a las tres, para tratar los asuntos de la herencia. Saber que la volvería a ver dentro de unas pocas horas me alegró. Hizo una señal a la camarera, la cual interpreté como una indicación de que no deberían cobrarme la cuenta. Me dio otro beso y salió por la puerta de entrada, en dirección hacia su estudio.
Luego de unos cuantos minutos que dediqué a repetirme la conversación que acabábamos de tener y a su posterior análisis, buscando sentidos ocultos por aquí y por allá, llamé a la camarera, quien previsiblemente me dijo que no les debía nada, dejé la propina y salí sin rumbo fijo.

No hay mucho que hacer en Córber, así que decidí visitar el museo del pueblo. Cuando era niño lo había hecho al menos una vez al año mientras estaba en la escuela, pero nunca le había prestado demasiada atención.
La experiencia… fue como subirse a la máquina del tiempo; incluso la mujer que trabajaba en la vieja casa que servía de museo era la misma. Me saludó como si me hubiese visto ayer mismo, levantando apenas la mirada.
No había demasiado para investigar, la mayor parte de las cosas eran de cuando Córber dejó de ser un fuerte para detener el avance de los malones y pasó a convertirse en un pueblo “propiamente dicho”. Incontables pueblos y ciudades de Buenos Aires han nacido de la misma forma, una historia casi calcada hasta el aburrimiento o el sueño. 

Apenas algunas lanzas, algún rifle oxidado y algunas ropas. Uniformes viejos y sucios dentro de alguna vitrina y luego, simplemente fotos y documentos. El pueblo apenas si había cambiado desde que fue creado y seguía la disposición natural que siguen todos los pueblos: en el centro la Plaza, a uno de los lados la vieja iglesia, al otro el edificio municipal y luego simplemente las casas que con el tiempo se convirtieron en los negocios de la calle principal.
Hay que destacar el empeño que ponen estos pueblos en conservar y embellecer sus plazas, tan diferente al criterio de la ciudad de Buenos Aires, donde, de hecho, son cada vez más feas y menos vistosas.
Miré mi reloj y lamenté que apenas transcurridos unos minutos ya hubiese hecho el recorrido completo dos veces.
Sabía lo que tenía que hacer, debía buscar un lugar tranquilo y escribir. El día anterior no lo había hecho y ahora debía diez páginas en lugar de las cinco diarias que, en promedio, acostumbro. No es que lo vea como una autoimposición indiscutible, es que no me gusta perder el ritmo. Cuando lo hago, la historia comienza a parecerme defectuosa.
Fui hasta el almacén y compré una lata de pescado, por suerte, y no sé merced a qué extraña previsión, Mariel había puesto, envueltos en una servilleta, un cuchillo y un tenedor en uno de los bolsillos de mi bolso. Decidí almorzar en mis habitaciones, mientras trataba de escribir algo.
Esta vez me fue mejor, es verdad que tardé un poco más de lo habitual en conseguir el ritmo al que estoy acostumbrado, pero finalmente lo logré.
Sabiendo que una vez que comienzo a trabajar el tiempo pierde todo sentido, puse la alarma de mi teléfono a las dos de la tarde, así me aseguraría de tener tiempo para darme un baño antes de la reunión con Andrea. Escribí febrilmente y sin dudas. Lo que fue un completo alivio.
A pesar de que paso algunas horas prácticamente inmóvil, después de escribir me siento por lo general lleno de energía, supongo que es la sensación del trabajo hecho, del tiempo que no se ha perdido del todo.
Cuando la alarma sonó a las dos, se mezcló la impaciencia de ver a Andrea, que ya no podía ocultarme, con el fastidio de tener que dejar de escribir a la fuerza. Traía un ritmo excelente y había logrado doce páginas que disfruté al tipear, por lo que las juzgué buenas.

Luego de la ducha fría me sentí como nuevo. Miré en el espejo un poco picado mi rostro, pensando que tal vez debería haberme afeitado o al menos recortado un poco la barba, darle un tibio síntoma de cuidado, procurarle una desprolijidad fingida como tanto se ve ahora, en lugar de generar la certeza de que odio afeitarme. Pasé la mano por el espejo como si diera vuelta a una página, cancelando la idea.
Salí con muchos minutos de antelación, a pesar de que me encontraba apenas a cinco cuadras. Su estudio funcionaba en una vieja casa que recordé de inmediato. La secretaria, una chica joven que apenas debería ser una niña cuando dejé Córber, me atendió amablemente y siguiendo las órdenes que había dejado Andrea me hizo pasar de inmediato a su oficina, luego de golpear suavemente la puerta.
Andrea me recibió con una sonrisa y le pidió a la chica que nos sirviera un café. Me dijo que aún deberíamos esperar la llegada del escribano, que sin dudas no demoraría mucho más. La charla volvió a encaminarse hacia nosotros, me preguntó si me encontraba escribiendo algo en ese momento, le respondí que así era, pero que no se publicaría hasta poco antes de fin de año, para aprovechar al máximo la posibilidad de vender algo más en navidad. Por increíble que parezca, aún quedan algunas personas que regalan libros. La idea no era mía, ni era nueva, por años, muchas editoriales la han explotado. A mí no me interesaban ese tipo de asuntos, como los libros que se publican antes de las fiestas o durante la feria del libro para aprovechar el envión, sin embargo, sabía que de ese modo siempre vendía algunos números más y todo lo que contribuyera a mi estabilidad económica era bienvenido, siempre y cuando sean otros los que se dediquen a pensar en esos detalles.
Se recostó en su silla de oficina y cruzó las piernas mientras el ventilador de techo trazaba un círculo inútil, una persecución torpe sobre sí mismo, agitando algunos cabellos de Andrea que se escapaban del peinado yendo a descansar en sus hombros y en su cuello, que yo me moría por tener al alcance de mi lengua. Me contó que mientras estudiaba abogacía había visitado la feria del libro de Buenos Aires, en una ocasión en la que yo participaba de una “firma” para mi anterior editorial. Se volvió un segundo hacia la biblioteca que le daba la espalda y extrajo, de entre muchos libros, un ejemplar de “El corazón y el fuego”, firmado por mí. En esa ocasión se había sentido tentada de decirme que pertenecíamos al mismo pueblo, pero la timidez se lo había impedido. En efecto, al tomar el ejemplar entre mis manos fui a las primeras páginas y encontré la dedicatoria: “Para Andrea, con mi agradecimiento”. No pude menos que reír. Sin embargo intuí una posibilidad y algo en mí no quiso dejarla escapar; le dije, con mi peor cara de galán, que para continuar con el agradecimiento me gustaría invitarla a cenar. Andrea dejó ver una sonrisa de aprobación (al menos me lo pareció a mí) y me dijo que íbamos a cenar esa noche, pero que no estaríamos solos. No entendí en ese momento por qué me había dicho tal cosa y no hice tiempo a pedir una explicación, pues la puerta volvió a sonar con dos suaves golpes y acto seguido entró el escribano que llevaba el testamento de mi padre.
Lo que yo había imaginado todo ese tiempo era que aquella iba a ser una reunión bastante más formal, pero me había equivocado aventurando esa apreciación. El hombre, que tendría unos sesenta años, resultó ser uno de los pocos “amigos” que mi padre había conservado desde su niñez,  así que el trato fue bastante más amistoso de lo esperado. Además, era la persona que le había ofrecido el trabajo de llevar los asuntos legales de Córber a Andrea. Éramos todos viejos conocidos.
Antes de proceder tuve que volver a escuchar otra lamentación por la muerte de mi padre, tal vez fuera una mera formalidad, pues me parecía difícil que todos ignoraran que prácticamente no habíamos cruzado palabra en los últimos diez años. Sea como fuere, cada lamentación me incomodaba más.
Yo no había estado presente en el entierro de mi padre, es decir, que no notaran que eso es bastante inusual, tratándose del hijo del fallecido, era extraño. También lo era que todavía no hubiese ido al cementerio a visitar su tumba. Por lo que me dijo Andrea al momento de telefonearme, sabía que todos los gastos del funeral ya estaban designados por mi padre, él sabía que yo no me ocuparía de tales cosas, asimismo, por órdenes que había dejado, el entierro no se había pospuesto ni se había llevado a cabo con una gran ceremonia. Aunque eso no impidió que todo Córber asistiera.
Lo más lógico es que se habrían suscitado todo tipo de especulaciones con respecto a mi ausencia o a mi falta de apuro por llegar. Pues a pesar de que estaba dentro de la misma provincia había demorado cinco días, algo incomprensible cuando el dolor apremia.
Intenté alejar esos pensamientos, no tenía ganas de ir por la calle viendo los rostros de la gente mientras pensaba en qué habría dicho cada uno. Recordé que en los pueblos pequeños, disimular los pensamientos con respecto a los demás disfrazándolos de cortesía es una de las mayores virtudes; y en la cual es necesario entrenarse.
El nombre del Escribano era Matías Alejandro Vallejo, por su apellido pude identificarlo inmediatamente como uno de los descendientes de los fundadores del pueblo, honor que compartíamos. La sangre inquieta del coronel Anastasio Ibáñez corría por mis venas.

La reunión no abundó en detalles, me entregaron los documentos de la casa de mi padre, las llaves y algunos papeles referentes al dinero, que era más del que me había imaginado. Algo llamó mi atención y fue el hecho de no saber qué papel jugaba Andrea en todo eso, puesto que evidentemente el escribano era el responsable. No hizo falta que formulara la pregunta: al revisar más cuidadosamente los documentos descubrí que la joven había sido asesora de mi padre en los últimos movimientos de dinero en cuanto a ciertas dudas legales, así como que ella había llevado a cabo el asesoramiento técnico en cuanto a la confección del testamento.
Una vez que finalizamos con la reunión vi aclarado el cometario de Andrea con respecto a la cena. El escribano me informó que se había organizado un pequeño recibimiento esa misma noche, para darme la bienvenida al pueblo, que se efectuaría a partir de las nueve, en el club “Deportivo Córber”. Me comentó que habían dudado con respecto a la organización de un asado, pues tampoco querían que se pareciera demasiado a una fiesta, dada la proximidad de mi pérdida, pero que finalmente se habían decidido por eso, ya que era un homenaje a mí, y que sin dudas, viviendo en la ciudad, no había probado un asado verdaderamente decente en años. Esto último era cierto.
Le agradecí cortésmente y le dije que sería bueno reencontrarme con tanta gente conocida después de tanto tiempo. De eso, en verdad, no estaba del todo seguro.
Se despidió de mí “por un rato” y luego se despidió de Andrea, diciéndonos a ambos que nos vería más tarde.
Si bien los planes de una cena a solas con Andrea se habían ido por tierra, tenía que reconocer que la reunión social no estaba del todo mal, mientras ella estuviera. Desde mi regreso a Córber había pensado un par de veces en cómo sería el momento en que me reencontraría con mis viejos conocidos y compañeros de estudios, al menos con los que quedaban. Organizando esa cena, ellos se habían encargado de solucionar esa incertidumbre por mí.
Imaginé, a pesar de la invitación frustrada que le había hecho, que Andrea no había pasado por alto el interés que había demostrado hacia ella. Lo cual haría las cosas más obvias y la dejaría pensando en ciertas posibilidades, algo que siempre es bienvenido.

Regresé a la pensión aliviado de haber pasado ya el momento de los trámites y dispuesto a dormir una siesta. Me acosté en la otra habitación, la que aún tenía las sábanas limpias, y dormí sin que ningún sueño me perturbara. Otra vez tuve la precaución de poner la alarma del celular a las ocho de la noche, no quería llegar tarde a mi propia fiesta, si es que iba a ser una fiesta.

3 comentarios:

  1. Interesante desarrollo. Pesadilla, salida a un bar y encuentro con Andrea. Y se pone claro que el personaje siente atracción por la abogada. Hecho que se insinuó habilmente en el capitulo anterior. Y ahora está más claro. Me está gustando la historia.

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  2. Gracias, espero te siga gustando.

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