“Nunca
es “sólo un sueño”, John Constantine. Aquí menos que en otros lugares.”
Neil Gaiman. The Sandman, Dream a little dream of me.
Era una habitación oscura e
indefinida, pero esta tenía algo particular; yo sabía que detrás de la pared
había algo. No era amenazante, ni estoy seguro de que fuera alguien; era más
bien un objeto, tal vez, alguna cosa a medio camino entre “alguien” y “algo”.
Me acercaba lentamente, sin acabar nunca de llegar, suspendido por un perfume a
viejo como de ceniza húmeda. De fondo sonaba una canción que luego no pude
recordar, unas notas así, algo pálidas contra el fondo dulce y melodioso de una
guitarra que me parecía brasileña, no sé por qué, pero me parecía brasileña, de
esas guitarras que cantan con alegría lo que se supone que es tristeza.
Continué acercándome a través de un espacio que me pareció infinito, sin fondo
ni comienzo. Estiré mi mano hacia esa pared y comenzaron a aparecer unos
tímidos puntos. No aparecían desde mi lado, sino desde la habitación contigua,
como si esa pared se hubiese convertido en papel secante y los puntos fueran
gotas de tinta que lentamente lo van traspasando, haciéndose visibles desde mi
lado. Crecieron a su alrededor formando grandes manchas, una al lado de la
otra, aunque de un modo un poco torpe, como si los puntos hubiesen sido
alineados por un niño pequeño. Siguieron creciendo y yo seguí acercándome hasta
que el sueño cambió de un momento al otro. Ahora me encontraba sumergido en el
agua, sin poder adivinar hacia dónde quedaba la superficie. Sentí el líquido
entrando a través de mi nariz, era un agua oscura y sucia, cada segundo me
provocaba un horrible dolor. Estaba seguro de que me terminaría ahogando y
entonces, mientras moría y pataleaba desesperado como una mosca en el fondo de
un charco, desperté.
Me encontré en la cama enorme, bañado
en transpiración, aunque luego me di cuenta de que algo de esa humedad era mi
propia orina. Me faltaba el aire y sentía un miedo indescriptible y profundo.
El mismo miedo que había experimentado a los doce años, cuando descubrí la
muerte.
Agradecí que la luz del sol entrara ya
por la ventana.
Dejé las sábanas sobre una silla, para
que les diera el sol de pleno. En la recepción aclaré que no era necesario que
hicieran la limpieza; no quería que encontraran las sábanas meadas colgadas con
el olor de mis miedos, aunque ni siquiera estaba seguro de que se fueran a
tomar la molestia de hacerla.
Si bien a medida que pasaban los
minutos el sueño me parecía cada vez más lejano, todavía no lograba despegarme
de él en cuanto salí a la calle. Lo arrastraba detrás de mí como una serpiente
arrastra su antigua piel.
Ayudó un poco a superarlo el hecho de
ser saludado por varias personas y emprender el ejercicio de tratar de recordar
sus nombres, sepultados bajo casi doce años de Buenos Aires y de whisky, pero
sobre todo de Buenos Aires.
Teniendo en cuenta su tamaño, no
podría decirse que Córber es un lugar pequeño, lo que ocurre es que la mayor
parte de él es sólo campo. La calle principal tiene apenas quince cuadras de
largo, en ella se apoyan la mayoría de los “grandes” negocios, algunas casas de
ropa, algunas de calzado, una de venta de electrodomésticos y computación, un
almacén que vende de todo y por fin, el bar, que gracias a Dios ha sido
remodelado. Sobre la calles laterales, que son de tierra, polvo y zanjas de
agua asquerosa, las casas de la gente de más dinero y a medida que uno se aleja
del centro, las casas de la gente cada vez más humilde, hasta que los últimos
rastros de vida humana los conforman unos ranchos miserables, desperdigados por
aquí y por allá, de madera podrida o a medio pudrir. El resto de Córber es
lejanía, y no deja de serlo por más que uno se acerque, un horizonte que se
corre siempre un poquito hacia allá; nidos de caranchos entre los cardos,
liebres, perdices y un arroyito de bagres extraviados.
Me animé un poco más al ingresar al
bar para desayunar y comprobar que no tenía nada que envidiarle a cualquier
local de Caballito. Elegí una mesa un poco retirada de los amplios ventanales
para no tener que estar constantemente devolviendo el saludo. Fue por la misma
razón que me senté en el interior del local y no sobre las mesas de la vereda,
a pesar de la bella mañana que parecía ir tragándose a los caminantes,
incorporarlos en su luz, su ritmo y su felicidad.
Bastaba para atender el lugar una sola
camarera, otra chica detrás de la barra, que además se encargaba de cobrar, y
un joven en la cocina. La pulcritud era ejemplar: mesas lustrosas, pisos
brillantes y aroma a café nuevo. Había, además de mí, otros tres hombres
desayunando, que discutían sobre política mientras observaban un diario. Los
saludé amablemente y tomé asiento.
La camarera se acercó inmediatamente
para atenderme, saludándome mientras me daba la bienvenida y me preguntaba qué
quería “disfrutar”.
Fiel a la letra de un tango de
Expósito que dice: “Con la sangre toda llena de cortados en la mesa de un bar”,
pedí mi bebida. A los cinco minutos, mientras me servían, entró Andrea. Saludó
a los hombres que desayunaban desde lejos y a los empleados con un beso en la
mejilla. Supuse que esa visita era su rutina de todos los días.
Pareció alegrarse en cuanto me vio
ocupando una de las sillas. Se acercó y a pesar de que yo ya me disponía a
levantarme y extenderle mi mano ella inclinó su rostro hacia el mío y me dio un
beso en la mejilla. Imaginé que, injustamente, ella me recordaba de nuestra
niñez o juventud, mientras que yo a ella no.
La invité a sentarse a mi mesa.
Hizo el comentario de rigor y siempre
incomprobable acerca de que había leído todos mis libros; le agradecí, y le
dije que, para compensar esa devoción, el desayuno corría por mi cuenta. Ella
se echó a reír y yo sonreí; no sabía por qué ella reía, pero su risa me pareció
increíblemente hermosa, como si ninguna duda cruzara jamás por su cabeza para
enturbiar sus pensamientos. Era esa risa tan reconocible en las personas que
saben que están haciendo las cosas bien con su vida.
Los tres hombres de la mesa cercana
nos miraron durante unos segundos, tal vez imaginando que el juego de la
seducción ya había comenzado. Su risa se detuvo de a poco y me dijo que no me
preocupara por el desayuno, que ella era la dueña del bar. Pero dejó en claro que
me agradecía la intención.
Di un sorbo a mi cortado y pensé
quitarme la duda que tenía desde aquella primera llamada telefónica, así que le
confesé que su nombre me era familiar, pero que no llegaba a recordar
exactamente por qué. Andrea puso en su rostro una sonrisa, que esta vez juzgué
un poco más íntima. Me dijo que ella era la prima de Mauro O’Brien, y al
escuchar el apellido de origen irlandés se acabaron mis dudas. Mauro había sido
mi compañero de estudios durante la primaria, y luego en la secundaria.
Pude recordar entonces a Andrea como
una niña rubia a la que veía casi siempre en los cumpleaños, era dos años menor
que yo, de modo que nunca cursamos juntos, ni compartimos juegos en los recesos
escolares. Esa niña un poco borrosa en mi memoria se había convertido en una
mujer realmente bella. Le pregunté por Mauro. Me contó que estaba viviendo en
Madrid, donde se había casado, y que era ingeniero. Yo he estado en España en
un par de ocasiones, incluso en Madrid, la primera visita fue estrictamente por
placer, la segunda, para la humilde presentación de un libro mío, que una
editorial se había arriesgado a publicar. Me resultó extraño saber que después
de haber pasado tanto tiempo sin vernos, probablemente habíamos compartido, sin
sospecharlo, el suelo de otra ciudad, en cierto modo, ajena a ambos.
Luego de ese rodeo confesé que ya
podía reconocerla. Me di cuenta de que en caso de haberme dedicado a hurgar
entre las fotos que estaban en la casa de mis abuelos tal vez no habría hecho
falta esa pregunta. Ella a mí me recordaba mucho mejor porque, naturalmente, yo
era la segunda “personalidad” que daba Córber después de mi padre, aunque en la
ciudad de Buenos Aires soy verdaderamente un número más, y salvo alguna que
otra ocasión en la que de milagro alguien me reconoce, paso totalmente
inadvertido.
En Córber la situación era diferente,
no todos los pueblos dan un escritor medianamente conocido y valorado. Mucho
menos dos.
De un momento a otro su rostro retomó
la seriedad del día anterior, habrá pensado que mostrarse demasiado alegre en
un momento como ese era una falta de respeto hacia mí, después de todo, mi
padre acababa de fallecer. Me sentí en la obligación de ayudarla a superar la
incomodidad, así que pasé a preguntar por ella; dónde se había recibido de
abogada, entre otras cosas. No me sorprendió que dijera que había estudiado en la Universidad de Buenos
Aires, pues en Córber no hay ningún instituto universitario, pero otra vez
volvió la sensación que tuve con Mauro, la de saber que había compartido otra
ciudad con alguien de mi pasado, lo cual demostraba que el pasado, por lejano
que parezca, siempre nos está alcanzando.
Hacía nueve años ella había seguido el
mismo camino que yo, el de dejar nuestro pueblo, la diferencia era que Andrea
había optado por regresar. Me contó que a los dieciocho salió para estudiar y
que dos años después de finalizar su carrera regresó, en parte, porque su padre
había enfermado; y aunque el hombre logró reponerse de su padecimiento, le
ofrecieron hacerse cargo de los asuntos legales del municipio y eligió
permanecer allí. Apenas unos meses después compró y remodeló el bar, cuyo dueño
acababa de fallecer. No estaba segura de querer permanecer en el pueblo el
resto de su vida, había viajado mucho y tenía planificados algunos viajes más.
Pero por el momento se encontraba cómoda.
Después de un rato que me pareció
tristemente corto, aunque el reloj decía lo contrario, se disculpó por no poder
permanecer más tiempo conmigo y me repitió que me esperaría esa misma tarde, a
las tres, para tratar los asuntos de la herencia. Saber que la volvería a ver
dentro de unas pocas horas me alegró. Hizo una señal a la camarera, la cual
interpreté como una indicación de que no deberían cobrarme la cuenta. Me dio
otro beso y salió por la puerta de entrada, en dirección hacia su estudio.
Luego de unos cuantos minutos que
dediqué a repetirme la conversación que acabábamos de tener y a su posterior
análisis, buscando sentidos ocultos por aquí y por allá, llamé a la camarera,
quien previsiblemente me dijo que no les debía nada, dejé la propina y salí sin
rumbo fijo.
No hay mucho que hacer en Córber, así
que decidí visitar el museo del pueblo. Cuando era niño lo había hecho al menos
una vez al año mientras estaba en la escuela, pero nunca le había prestado
demasiada atención.
La experiencia… fue como subirse a la
máquina del tiempo; incluso la mujer que trabajaba en la vieja casa que servía
de museo era la misma. Me saludó como si me hubiese visto ayer mismo,
levantando apenas la mirada.
No había demasiado para investigar, la
mayor parte de las cosas eran de cuando Córber dejó de ser un fuerte para
detener el avance de los malones y pasó a convertirse en un pueblo “propiamente
dicho”. Incontables pueblos y ciudades de Buenos Aires han nacido de la misma
forma, una historia casi calcada hasta el aburrimiento o el sueño.
Apenas algunas lanzas, algún rifle
oxidado y algunas ropas. Uniformes viejos y sucios dentro de alguna vitrina y
luego, simplemente fotos y documentos. El pueblo apenas si había cambiado desde
que fue creado y seguía la disposición natural que siguen todos los pueblos: en
el centro la Plaza ,
a uno de los lados la vieja iglesia, al otro el edificio municipal y luego
simplemente las casas que con el tiempo se convirtieron en los negocios de la
calle principal.
Hay que destacar el empeño que ponen
estos pueblos en conservar y embellecer sus plazas, tan diferente al criterio
de la ciudad de Buenos Aires, donde, de hecho, son cada vez más feas y menos
vistosas.
Miré mi reloj y lamenté que apenas
transcurridos unos minutos ya hubiese hecho el recorrido completo dos veces.
Sabía lo que tenía que hacer, debía
buscar un lugar tranquilo y escribir. El día anterior no lo había hecho y ahora
debía diez páginas en lugar de las cinco diarias que, en promedio, acostumbro.
No es que lo vea como una autoimposición indiscutible, es que no me gusta
perder el ritmo. Cuando lo hago, la historia comienza a parecerme defectuosa.
Fui hasta el almacén y compré una lata
de pescado, por suerte, y no sé merced a qué extraña previsión, Mariel había
puesto, envueltos en una servilleta, un cuchillo y un tenedor en uno de los
bolsillos de mi bolso. Decidí almorzar en mis habitaciones, mientras trataba de
escribir algo.
Esta vez me fue mejor, es verdad que
tardé un poco más de lo habitual en conseguir el ritmo al que estoy
acostumbrado, pero finalmente lo logré.
Sabiendo que una vez que comienzo a
trabajar el tiempo pierde todo sentido, puse la alarma de mi teléfono a las dos
de la tarde, así me aseguraría de tener tiempo para darme un baño antes de la
reunión con Andrea. Escribí febrilmente y sin dudas. Lo que fue un completo
alivio.
A pesar de que paso algunas horas
prácticamente inmóvil, después de escribir me siento por lo general lleno de
energía, supongo que es la sensación del trabajo hecho, del tiempo que no se ha
perdido del todo.
Cuando la alarma sonó a las dos, se
mezcló la impaciencia de ver a Andrea, que ya no podía ocultarme, con el
fastidio de tener que dejar de escribir a la fuerza. Traía un ritmo excelente y
había logrado doce páginas que disfruté al tipear, por lo que las juzgué
buenas.
Luego de la ducha fría me sentí como
nuevo. Miré en el espejo un poco picado mi rostro, pensando que tal vez debería
haberme afeitado o al menos recortado un poco la barba, darle un tibio síntoma
de cuidado, procurarle una desprolijidad fingida como tanto se ve ahora, en
lugar de generar la certeza de que odio afeitarme. Pasé la mano por el espejo
como si diera vuelta a una página, cancelando la idea.
Salí con muchos minutos de antelación,
a pesar de que me encontraba apenas a cinco cuadras. Su estudio funcionaba en
una vieja casa que recordé de inmediato. La secretaria, una chica joven que
apenas debería ser una niña cuando dejé Córber, me atendió amablemente y siguiendo
las órdenes que había dejado Andrea me hizo pasar de inmediato a su oficina,
luego de golpear suavemente la puerta.
Andrea me recibió con una sonrisa y le
pidió a la chica que nos sirviera un café. Me dijo que aún deberíamos esperar
la llegada del escribano, que sin dudas no demoraría mucho más. La charla
volvió a encaminarse hacia nosotros, me preguntó si me encontraba escribiendo
algo en ese momento, le respondí que así era, pero que no se publicaría hasta
poco antes de fin de año, para aprovechar al máximo la posibilidad de vender
algo más en navidad. Por increíble que parezca, aún quedan algunas personas que
regalan libros. La idea no era mía, ni era nueva, por años, muchas editoriales
la han explotado. A mí no me interesaban ese tipo de asuntos, como los libros
que se publican antes de las fiestas o durante la feria del libro para
aprovechar el envión, sin embargo, sabía que de ese modo siempre vendía algunos
números más y todo lo que contribuyera a mi estabilidad económica era
bienvenido, siempre y cuando sean otros los que se dediquen a pensar en esos
detalles.
Se recostó en su silla de oficina y
cruzó las piernas mientras el ventilador de techo trazaba un círculo inútil,
una persecución torpe sobre sí mismo, agitando algunos cabellos de Andrea que
se escapaban del peinado yendo a descansar en sus hombros y en su cuello, que
yo me moría por tener al alcance de mi lengua. Me contó que mientras estudiaba
abogacía había visitado la feria del libro de Buenos Aires, en una ocasión en
la que yo participaba de una “firma” para mi anterior editorial. Se volvió un
segundo hacia la biblioteca que le daba la espalda y extrajo, de entre muchos
libros, un ejemplar de “El corazón y el fuego”, firmado por mí. En esa ocasión
se había sentido tentada de decirme que pertenecíamos al mismo pueblo, pero la
timidez se lo había impedido. En efecto, al tomar el ejemplar entre mis manos
fui a las primeras páginas y encontré la dedicatoria: “Para Andrea, con mi
agradecimiento”. No pude menos que reír. Sin embargo intuí una posibilidad y
algo en mí no quiso dejarla escapar; le dije, con mi peor cara de galán, que
para continuar con el agradecimiento me gustaría invitarla a cenar. Andrea dejó
ver una sonrisa de aprobación (al menos me lo pareció a mí) y me dijo que
íbamos a cenar esa noche, pero que no estaríamos solos. No entendí en ese
momento por qué me había dicho tal cosa y no hice tiempo a pedir una
explicación, pues la puerta volvió a sonar con dos suaves golpes y acto seguido
entró el escribano que llevaba el testamento de mi padre.
Lo que yo había imaginado todo ese
tiempo era que aquella iba a ser una reunión bastante más formal, pero me había
equivocado aventurando esa apreciación. El hombre, que tendría unos sesenta
años, resultó ser uno de los pocos “amigos” que mi padre había conservado desde
su niñez, así que el trato fue bastante
más amistoso de lo esperado. Además, era la persona que le había ofrecido el
trabajo de llevar los asuntos legales de Córber a Andrea. Éramos todos viejos
conocidos.
Antes de proceder tuve que volver a
escuchar otra lamentación por la muerte de mi padre, tal vez fuera una mera
formalidad, pues me parecía difícil que todos ignoraran que prácticamente no
habíamos cruzado palabra en los últimos diez años. Sea como fuere, cada
lamentación me incomodaba más.
Yo no había estado presente en el
entierro de mi padre, es decir, que no notaran que eso es bastante inusual,
tratándose del hijo del fallecido, era extraño. También lo era que todavía no
hubiese ido al cementerio a visitar su tumba. Por lo que me dijo Andrea al
momento de telefonearme, sabía que todos los gastos del funeral ya estaban
designados por mi padre, él sabía que yo no me ocuparía de tales cosas,
asimismo, por órdenes que había dejado, el entierro no se había pospuesto ni se
había llevado a cabo con una gran ceremonia. Aunque eso no impidió que todo
Córber asistiera.
Lo más lógico es que se habrían
suscitado todo tipo de especulaciones con respecto a mi ausencia o a mi falta
de apuro por llegar. Pues a pesar de que estaba dentro de la misma provincia
había demorado cinco días, algo incomprensible cuando el dolor apremia.
Intenté alejar esos pensamientos, no
tenía ganas de ir por la calle viendo los rostros de la gente mientras pensaba
en qué habría dicho cada uno. Recordé que en los pueblos pequeños, disimular
los pensamientos con respecto a los demás disfrazándolos de cortesía es una de
las mayores virtudes; y en la cual es necesario entrenarse.
El nombre del Escribano era Matías
Alejandro Vallejo, por su apellido pude identificarlo inmediatamente como uno
de los descendientes de los fundadores del pueblo, honor que compartíamos. La
sangre inquieta del coronel Anastasio Ibáñez corría por mis venas.
La reunión no abundó en detalles, me
entregaron los documentos de la casa de mi padre, las llaves y algunos papeles
referentes al dinero, que era más del que me había imaginado. Algo llamó mi
atención y fue el hecho de no saber qué papel jugaba Andrea en todo eso, puesto
que evidentemente el escribano era el responsable. No hizo falta que formulara
la pregunta: al revisar más cuidadosamente los documentos descubrí que la joven
había sido asesora de mi padre en los últimos movimientos de dinero en cuanto a
ciertas dudas legales, así como que ella había llevado a cabo el asesoramiento
técnico en cuanto a la confección del testamento.
Una vez que finalizamos con la reunión
vi aclarado el cometario de Andrea con respecto a la cena. El escribano me
informó que se había organizado un pequeño recibimiento esa misma noche, para
darme la bienvenida al pueblo, que se efectuaría a partir de las nueve, en el
club “Deportivo Córber”. Me comentó que habían dudado con respecto a la
organización de un asado, pues tampoco querían que se pareciera demasiado a una
fiesta, dada la proximidad de mi pérdida, pero que finalmente se habían
decidido por eso, ya que era un homenaje a mí, y que sin dudas, viviendo en la
ciudad, no había probado un asado verdaderamente decente en años. Esto último
era cierto.
Le agradecí cortésmente y le dije que
sería bueno reencontrarme con tanta gente conocida después de tanto tiempo. De
eso, en verdad, no estaba del todo seguro.
Se despidió de mí “por un rato” y
luego se despidió de Andrea, diciéndonos a ambos que nos vería más tarde.
Si bien los planes de una cena a solas
con Andrea se habían ido por tierra, tenía que reconocer que la reunión social
no estaba del todo mal, mientras ella estuviera. Desde mi regreso a Córber
había pensado un par de veces en cómo sería el momento en que me reencontraría
con mis viejos conocidos y compañeros de estudios, al menos con los que
quedaban. Organizando esa cena, ellos se habían encargado de solucionar esa
incertidumbre por mí.
Imaginé, a pesar de la invitación
frustrada que le había hecho, que Andrea no había pasado por alto el interés
que había demostrado hacia ella. Lo cual haría las cosas más obvias y la
dejaría pensando en ciertas posibilidades, algo que siempre es bienvenido.
Regresé a la pensión aliviado de haber
pasado ya el momento de los trámites y dispuesto a dormir una siesta. Me acosté
en la otra habitación, la que aún tenía las sábanas limpias, y dormí sin que
ningún sueño me perturbara. Otra vez tuve la precaución de poner la alarma del
celular a las ocho de la noche, no quería llegar tarde a mi propia fiesta, si
es que iba a ser una fiesta.
Interesante desarrollo. Pesadilla, salida a un bar y encuentro con Andrea. Y se pone claro que el personaje siente atracción por la abogada. Hecho que se insinuó habilmente en el capitulo anterior. Y ahora está más claro. Me está gustando la historia.
ResponderEliminarGracias, espero te siga gustando.
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