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miércoles, 30 de octubre de 2013

TRES HISTORIAS DISLOCADAS, por Salvador Alario Bataller, de Valencia, España

          
  -Lo que te voy a contar me sucedió hará algunos años, en un tiempo en que, por motivos que tal vez te revele algún un día, la vergüenza –la ajena, claro está- se asentó en la raíz de mi vida y la angustia se me hizo densa en el pecho, cuando asumí, de una vez por todas, que en este mundo lo que importa es el dinero y no las grandes temáticas.

            El hombre había dicho esto con el rostro arrebolado por una congestión nacida del desprecio; prendió uno de sus incontables pitillos y, con expresión taciturna, echó unas cuantas fumaradas antes de continuar.

            -Claro que después de aquello me cuidé de ganar lo suficiente para vivir bien y hacer mi vida, en el sentido de alejarme del aburrimiento y del dolor –repuso-. En eso Schopenhauer estaba en lo cierto, en que, para el hombre, ese estado es lo más parecido a la felicidad. A llamémosla “mi buena vida” contribuyó por aquel tiempo la relación que mantuve con don Arturo del Grial y Valledigno, hombre especial y eruditísimo, que conocía desde hacia mucho tiempo, cuando era catedrático en la universidad, pues fui discípulo suyo y, con ventaja, pues solamente a los alumnos destacados don Arturo prodigaba su amistad.
            >>Hacía más de una década que se había apartado el mundo, del trato general con las gentes. En los tiempos de que hablo, andaría por los noventa. Decía que su último vahaje lo daría encerrado en su biblioteca, a altas horas de la noche, mientras releía alguno de sus libros predilectos. Por aquella prebenda que su mucho dinero le brindaba, habitó hasta el final un palacete en el norte de la ciudad, donde le atendía una especie de testaferro, tan senil como él, que hacía las veces de cocinero, amigo del alma y albacea literario, quien me abrió la puerta aquel día de Agosto en que les visité. El traje de verano, de purísimo lino, se ajustaba a su cuerpo como una pálida colgadura, tan inane como su voz, cuando me dijo que le siguiese, que el profesor estaba en la biblioteca. Me lo imaginé vestido de negro riguroso, como siempre, independientemente de la estación en que se estuviese.
            Pocas personas visitaban la casa, aparte de los hermanos Martín y Juan Sepulcro del Lobo, Patricio del Toro y Godoy y otras contadas eximias soledades. En las ocasiones en que le visité, nunca dejaba de sorprenderme  y de deleitarme con alguna historia referente al variopinto paisanaje vernáculo. Aquella tarde no sería una excepción.
            Como de costumbre, el anciano académico estaba en la biblioteca, trabado al  escritorio, inclinado sobre un grueso volumen. Caía la tarde y las sombras se alargaban  sobre cuadros y panoplias, bronces y bustos, y sobre los repletos anaqueles de la enorme biblioteca. Apenas entramos, levantó la cabeza y se dirigió a mi encuentro, tendiéndome la mano. Enmarcando el rostro viejo y  cansado, la nívea cabellera le caía impoluta sobre los hombros, que a veces se recogía con una coleta.
            -Buenas tardes, amigo mío –dijo-. Me alegro de tenerlo otra vez en mi casa.
            -Gracias.
            Nunca pude dejar de impresionarme  ante aquellos ojos, animados, pese a la edad, por una extraña vida. Viéndole ahora, nonagenario, daba la impresión de ser una pavesa que se extinguía, que la vida se le fuese con cada palabra y con cada movimiento y, pese a todo, su marchamo retenía los signos del gran hombre que había sido y que era. Diré, como curiosidad, que don Arturo nos dejó pasados los cien.
            Hizo una señal con la cabeza a Urbano, su hombre para todo, y este salió del despacho, regresando unos minutos después con café y una botella de coñac que traía en  una bandeja de plata. En ese breve lapso, el anciano profesor había alumbrado varios candelabros y la luz, aunque no era intensa, permitió ver la magnificencia de su sancta sanctorum.
Hasta no hacía mucho, él también se había entretenido con el augusto platanar de su entrepierna y, aunque nunca se casó ni tuvo amantes reconocidas, yo sabía de buena fuente que había comido abundantemente de los frutos del árbol de la vida. Pero ahora, olvidado el mundo tabernario y prostibulario, la ilustre cabeza se ocupaba de sus temas intelectuales dilectos, algunos más propios del gusto de un egipán que de un hombre, asuntos  que parecían inspirados en la misma Biblia del Diablo. Hastiado ya, como decía, de las pasadas alocuciones para lerdos aquel, para las mentes bien pensantes de la época, viejo indigno, se encontraba al fin en el lugar y modo deseados, siendo él mismo en su mundo particular. Muy pocos conocí que pudieran afirmar lo mismo.
            Nos sentamos los tres en magníficos chesters, en torno a un centrillo, y encendimos unos habanos. Del otro lado del ventanal se veían las luces de la ciudad que aguardaba a la noche y al sueño. Urbano  llenó las copas de balón con un excelente coñac y nosotros, como era habitual, comenzamos a dialogar, mientras él se dedicaba, como hacía cada vez, a los tragos y a escuchar. Hombre bueno y ensimismado, no creo recordar haberle oído pronunciar dos frases seguidas, si bien don Arturo me comentó en más de una ocasión que su amigo era un pozo de conocimientos, que la pereza y, sobre todo, la timidez le impedían ostentar.
            -Lo que te voy a contar ocurrió hará unos cinco años –dijo el profesor del Grial, volviendo hacia mí un rostro invernal y severo-. Se trata de tres historias aparentemente distintas, tres hechos verídicos, que ocurrieron el mismo año en el valle donde nací, pero que se encuentran enhebradas por el mismo signo, por idéntico significado. El valle alberga tres pueblos y cada evento resulta indiferente si ocurrió en cualquiera de ellos porque, también en este caso, el orden de los factores no altera el producto, la moraleja que se desprende de estas vidas particulares.
            Yo sabía que una vez el profesor comenzaba a hablar, no había diálogo posible, no permitía la menor interferencia; así que me dediqué a escuchar aquello que no era otra cosa que un soliloquio.
            -A todos y cada uno de ellos tuve la ocasión de conocerlos personalmente, con mayor o menor hondura –añadió el anciano, repantigándose en el butacón-. El primero, pertenecía a una familia de rancio abolengo, aunque en aquellos años había venido a menos por los malbaratos del padre con unos, antaño, florecientes negocios familiares. El era un joven atractivo, inteligente, criado según la tradición y que tenía a gala definirse como el último romántico de su generación. Le conocí un primer amor adolescente, que se frustró por cuestiones ajenas –en definitiva, la chica era de otro país y tuvo que marcharse-, lo cual le sumió en una profunda tristeza durante bastantes años. En este intermedio se dedicó al estudio, terminó la carrera de filosofía y después el doctorado. Acabó de profesor en la facultad y, poco después, llegaría a catedrático, emérito en su honrosa vejez. Por allá los treinta, el monje salió de la celda y le veíamos cada semestre con una mujer distinta, todas hermosas, todas jóvenes, aunque no todas de buena familia. Era la envidia de sus amigos, pero con el curso de los años vimos crecer en su rostro una pátina de melancolía. Un día, ese hombre amante y romántico, el discípulo de Eros, aquel áureo pene, me confesó que odiaba a las mujeres, que se sentía absolutamente decepcionado. El, dijo, un caballero, no podía adaptarse a los cambios de los tiempos modernos, que habían llevado a que las mujeres se liberasen, en el sentido negativo, y que compitiesen con el hombre en aquello que le era más indigno, promiscuidad, agresividad y zafiedad. Compungido, suspiraba por un mundo mejor que ya no volvería. Mientras me contaba todo esto, en el café Ilava, cerca de mi antigua casa, me confesó que el corazón se le desocupaba de una gran angustia, que le resultaba de gran ayuda hablar conmigo. Por ello, tratando de aconsejarle, le dije que tal como estaba el palomar uno, él más propiamente, debía buscar el placer y no el amor. Entonces me habló de principios, de moral, de ideas sobrevaloradas, de un códice eterno que no podía negar. “Puede ser que tengas razón”, dijo ofuscado ante mi consejo. ”Existen muchas alternativas, pero para mí hay solamente una válida. Me aburrí con tanta pedorra, con la constatación de que todo es lo mismo, de que al amor es pura fraseología y lo que les interesa es la estabilidad, la seguridad, es decir el dinero. Me roe un tedio horrible cuando estoy con ellas, no hablan de nada interesante, nos sueltan dos palabras inteligentes seguidas, hay un distanciamiento absoluto entre mi alma y las suyas; además, no soporto su agresividad producto de estos tiempos indecentes. Se me fueron las ganas, Arturo, perdí el deseo, se me murió el tigre”. Desde ese día siempre le vi solo, manteniéndose soltero hasta los restos. Así fue como el hombre más hombre del barrio, el más mujeriego de cuantos conocí, el más potente entre los machos activos, terminó perdiendo el sentimiento y después del deseo.
            >>Ese mismo año supe lo que le aconteció a otro hombre en el pueblo vecino, otro macho de la tierra –si bien de perfil muy divergente al anterior-, un tipo fuerte y trabajador, bronco, que sacó con la fuerza de sus brazos adelante a una familia numerosa, a la cual mantenía unida por la fuerza de su autoridad. Su mujer era lo que se suele decir una santa, pese a lo cual la mantenía a raya con partos sucesivos y la trataba como a un perro, mientras él se dedicaba a cortejar a cuantas mujeres se le pusiesen a tiro. De hecho la fama de putero le precedía y en más de una ocasión, mientras la mujer se afanaba arriba en las tareas pesadas de aquel hogar superplobado, más  de un vecino y hasta una hija, le sorprendió en el hueco de la escalera entre las carnes de una perdida. Como en muchos casos de aquellos tiempos, en una sociedad fuertemente patriarcal, la mujer tenía que tragar y conceder, y por ello, la situación se sobrellevó hasta que ambos murieron. 
Cuando el tipo era ya mayor, la edad no disminuyó el mal gesto ni la palabra ofensiva. Cuando tenía a la familia reunida, no dejaba de despotricar contra el mundo, contra las mujeres, exclamando que todas eran unas putas, hasta la propia madre que se casó con su madre por dinero, agriando de este modo cualquier reunión familiar. Inflamado por el odio a los tiempos y los cambios que no asumía, y por su propio deterioro (una hija le arrancó una escopeta de la boca cuando se le perdió la erección), torturaba a su mujer e hijas en cada una de estas ocasiones. Después de mil blasfemias y palabrotas, de las cuales no se salvaba ni el más pequeño del santoral, afirmaba con voz de trueno que, de tener él el poder, acabaría con el mal del mundo en un mes,  terrorismo incluido. En más de una ocasión, cuando la cosa se pasaba de castaño oscuro, la hija mayor, de carácter fuerte y no menos sólida personalidad, le increpaba: “¡Mira que eres burro!”, ante lo cual, él se ponía rojo de la ira y después de una nueva retahíla se improperios, se quedaba derrotado en la silla, con sus ciento veinte kilos de peso sujetados por la vejez y la enfermedad. Cuando era joven, se lamentaba, con solo oír su voz todos se ponían a temblar y ahora, que ya no era nadie, no le cabía otra salida que tragarse el vitriolo y explotar, lo cual sucedió un año después cuando un infarto lo mando raudo para el otro barrio. Nadie le echó en falta, no hubo lamentos sinceros tras su muerte y la hermana mayor, con su mujer, fueron las que menos sintieron la pérdida, porque sabían lo que había hecho con sus vidas aquel carcamal. Podían perdonar tal vez la infidelidad o algún tortazo nacido del arrebato de su cabeza descerebrada, pero lo que guardarían siempre para sí, con gran dolor, estribaba en aquella doblez o perversión, aquellos gustos e inclinaciones bizarras, cuando llevaba a casa a sus amigos para que se beneficiasen de su mujer, mientras él, debajo de la cama, se regodeaba en malsanas inclinaciones. Todo ello se supo y se ocultó, porque en aquellos tiempos la buena fama era un valor capital, aunque fuese a costa de un infierno miedo, odio y amargor.
            >>El tercer caso es el referente a un muchacho que, desde niño, constituyó la imagen del hijo perfecto, bueno, dócil, aplicado y pacífico. Andaba siempre pegado a las faldas de su madre, a la que nunca dio el menor problema, aunque esta estuvo pronto alerta porque su retoño no tuvo nunca amigos. Al final lo asumió, su hijo era así, y cuando se hizo un poco más mayor, aceptó que toda se geografía se limitase a su mesa de estudio y a las pilas de libros. No obstante, la abuela materna se lamentaba de la situación, preocupándose por aquel nieto que, a los quince, no salía a la calle, seguía sin tener amigos y no se interesaba en absoluto por las chicas, temiendo que la razón se le perdiese por los cerros de Úbeda. Poco después, el chico comenzó a tener crisis nerviosas y se le veía siempre agitado por miedos profundos de los cuales nunca hablaba. Andaba melancólico, cabizbajo, sumido en una pena que nadie entendía y de la cual no se dejaba ayudar. Nadie se explicaba cómo, aquel ángel de Dios, tan bueno, tan aplicado, tan dócil, tan modélico y tan guapo, había terminado así. Algunos hablaban de defectos congénitos o de crianza y se barajaron teorías disparejas  para explicar el caso en la pequeña vecindad. Su madre le decía, con un sentimiento de impotencia, que le quería, que todos le adoraban, que había nacido en el pueblo más bonito del mundo, que podía ser feliz si se lo proponía, si abría su alma para que le ayudasen. Pero él permanecía en silencio, la cara como una máscara de cera, porque ya había comenzado a experimentar sensaciones tenebrantes que vivía con la certidumbre del advenimiento de un cambio radical en su vida; y así fue, en efecto, porque a finales de esa semana, ante el estupor general, afirmó haber visto al Diablo y, seis meses después, hacía guardia en la terraza de su casa, los ojos como platos, la respiración tensa y difícil, tratando de captar mensajes extraterrestres, con una bacinilla en la cabeza y dos alambres pegados.>>
            Don Arturo se detuvo un segundo, satisfecho del impacto que sus historias habían hecho en mí y, divertido por mi estupefacción, añadió:
            -Estas historias, aparentemente tan inconexas, tienen elementos poderosos que las unen. Todas hablan de situaciones dañosas para uno o para los demás, de pérdidas definitivas, la del amor en el caso de nuestro ilustre machista, la de la bondad y la cercanía para el bruto ignominioso y la de la razón, para nuestro adolescente infeliz. Podemos concluir ya que del lado malo del hombre y de la vida, que es considerable y unánime, solo se desprende mierda, esa hedionda excreta que cada circunstancia del mundo vierte sobre cada hombre.
Dicho esto, se detuvo complacido y con una mirada de inteligencia concluyó:
-Así que lee mucho, come bien, bebe mejor y que no se te escape ocasión si la hembra lo merece.

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