-Lo que te voy a contar me sucedió
hará algunos años, en un tiempo en que, por motivos que tal vez te revele algún
un día, la vergüenza –la ajena, claro está- se asentó en la raíz de mi vida y
la angustia se me hizo densa en el pecho, cuando asumí, de una vez por todas,
que en este mundo lo que importa es el dinero y no las grandes temáticas.
El hombre había
dicho esto con el rostro arrebolado por una congestión nacida del desprecio;
prendió uno de sus incontables pitillos y, con expresión taciturna, echó unas
cuantas fumaradas antes de continuar.
-Claro que
después de aquello me cuidé de ganar lo suficiente para vivir bien y hacer mi
vida, en el sentido de alejarme del aburrimiento y del dolor –repuso-. En eso
Schopenhauer estaba en lo cierto, en que, para el hombre, ese estado es lo más
parecido a la felicidad. A llamémosla “mi buena vida” contribuyó por aquel
tiempo la relación que mantuve con don Arturo del Grial y Valledigno, hombre
especial y eruditísimo, que conocía desde hacia mucho tiempo, cuando era
catedrático en la universidad, pues fui discípulo suyo y, con ventaja, pues
solamente a los alumnos destacados don Arturo prodigaba su amistad.
>>Hacía más
de una década que se había apartado el mundo, del trato general con las gentes.
En los tiempos de que hablo, andaría por los noventa. Decía que su último
vahaje lo daría encerrado en su biblioteca, a altas horas de la noche, mientras
releía alguno de sus libros predilectos. Por aquella prebenda que su mucho
dinero le brindaba, habitó hasta el final un palacete en el norte de la ciudad,
donde le atendía una especie de testaferro, tan senil como él, que hacía las
veces de cocinero, amigo del alma y albacea literario, quien me abrió la puerta
aquel día de Agosto en que les visité. El traje de verano, de purísimo lino, se
ajustaba a su cuerpo como una pálida colgadura, tan inane como su voz, cuando
me dijo que le siguiese, que el profesor estaba en la biblioteca. Me lo imaginé
vestido de negro riguroso, como siempre, independientemente de la estación en
que se estuviese.
Pocas personas
visitaban la casa, aparte de los hermanos Martín y Juan Sepulcro del Lobo,
Patricio del Toro y Godoy y otras contadas eximias soledades. En las ocasiones
en que le visité, nunca dejaba de sorprenderme
y de deleitarme con alguna historia referente al variopinto paisanaje
vernáculo. Aquella tarde no sería una excepción.
Como de
costumbre, el anciano académico estaba en la biblioteca, trabado al escritorio, inclinado sobre un grueso
volumen. Caía la tarde y las sombras se alargaban sobre cuadros y panoplias, bronces y bustos,
y sobre los repletos anaqueles de la enorme biblioteca. Apenas entramos,
levantó la cabeza y se dirigió a mi encuentro, tendiéndome la mano. Enmarcando
el rostro viejo y cansado, la nívea
cabellera le caía impoluta sobre los hombros, que a veces se recogía con una
coleta.
-Buenas tardes,
amigo mío –dijo-. Me alegro de tenerlo otra vez en mi casa.
-Gracias.
Nunca pude dejar
de impresionarme ante aquellos ojos,
animados, pese a la edad, por una extraña vida. Viéndole ahora, nonagenario,
daba la impresión de ser una pavesa que se extinguía, que la vida se le fuese
con cada palabra y con cada movimiento y, pese a todo, su marchamo retenía los
signos del gran hombre que había sido y que era. Diré, como curiosidad, que don
Arturo nos dejó pasados los cien.
Hizo una señal
con la cabeza a Urbano, su hombre para todo, y este salió del despacho,
regresando unos minutos después con café y una botella de coñac que traía
en una bandeja de plata. En ese breve
lapso, el anciano profesor había alumbrado varios candelabros y la luz, aunque
no era intensa, permitió ver la magnificencia de su sancta sanctorum.
Hasta no hacía mucho, él también se había entretenido con
el augusto platanar de su entrepierna y, aunque nunca se casó ni tuvo amantes
reconocidas, yo sabía de buena fuente que había comido abundantemente de los
frutos del árbol de la vida. Pero ahora, olvidado el mundo tabernario y
prostibulario, la ilustre cabeza se ocupaba de sus temas intelectuales dilectos,
algunos más propios del gusto de un egipán que de un hombre, asuntos que parecían inspirados en la misma Biblia
del Diablo. Hastiado ya, como decía, de las pasadas alocuciones para lerdos
aquel, para las mentes bien pensantes de la época, viejo indigno, se encontraba
al fin en el lugar y modo deseados, siendo él mismo en su mundo particular. Muy
pocos conocí que pudieran afirmar lo mismo.
Nos sentamos los
tres en magníficos chesters, en
torno a un centrillo, y encendimos unos habanos. Del otro lado del ventanal se
veían las luces de la ciudad que aguardaba a la noche y al sueño. Urbano llenó las copas de balón con un excelente
coñac y nosotros, como era habitual, comenzamos a dialogar, mientras él se
dedicaba, como hacía cada vez, a los tragos y a escuchar. Hombre bueno y
ensimismado, no creo recordar haberle oído pronunciar dos frases seguidas, si
bien don Arturo me comentó en más de una ocasión que su amigo era un pozo de
conocimientos, que la pereza y, sobre todo, la timidez le impedían ostentar.
-Lo que te voy a
contar ocurrió hará unos cinco años –dijo el profesor del Grial, volviendo
hacia mí un rostro invernal y severo-. Se trata de tres historias aparentemente
distintas, tres hechos verídicos, que ocurrieron el mismo año en el valle donde
nací, pero que se encuentran enhebradas por el mismo signo, por idéntico
significado. El valle alberga tres pueblos y cada evento resulta indiferente si
ocurrió en cualquiera de ellos porque, también en este caso, el orden de los
factores no altera el producto, la moraleja que se desprende de estas vidas
particulares.
Yo sabía que una
vez el profesor comenzaba a hablar, no había diálogo posible, no permitía la
menor interferencia; así que me dediqué a escuchar aquello que no era otra cosa
que un soliloquio.
-A todos y cada
uno de ellos tuve la ocasión de conocerlos personalmente, con mayor o menor
hondura –añadió el anciano, repantigándose en el butacón-. El primero,
pertenecía a una familia de rancio abolengo, aunque en aquellos años había
venido a menos por los malbaratos del padre con unos, antaño, florecientes
negocios familiares. El era un joven atractivo, inteligente, criado según la
tradición y que tenía a gala definirse como el último romántico de su
generación. Le conocí un primer amor adolescente, que se frustró por cuestiones
ajenas –en definitiva, la chica era de otro país y tuvo que marcharse-, lo cual
le sumió en una profunda tristeza durante bastantes años. En este intermedio se
dedicó al estudio, terminó la carrera de filosofía y después el doctorado.
Acabó de profesor en la facultad y, poco después, llegaría a catedrático,
emérito en su honrosa vejez. Por allá los treinta, el monje salió de la celda y
le veíamos cada semestre con una mujer distinta, todas hermosas, todas jóvenes,
aunque no todas de buena familia. Era la envidia de sus amigos, pero con el
curso de los años vimos crecer en su rostro una pátina de melancolía. Un día,
ese hombre amante y romántico, el discípulo de Eros, aquel áureo pene, me
confesó que odiaba a las mujeres, que se sentía absolutamente decepcionado. El,
dijo, un caballero, no podía adaptarse a los cambios de los tiempos modernos,
que habían llevado a que las mujeres se liberasen, en el sentido negativo, y
que compitiesen con el hombre en aquello que le era más indigno, promiscuidad,
agresividad y zafiedad. Compungido, suspiraba por un mundo mejor que ya no
volvería. Mientras me contaba todo esto, en el café Ilava, cerca de mi antigua
casa, me confesó que el corazón se le desocupaba de una gran angustia, que le
resultaba de gran ayuda hablar conmigo. Por ello, tratando de aconsejarle, le
dije que tal como estaba el palomar uno, él más propiamente, debía buscar el
placer y no el amor. Entonces me habló de principios, de moral, de ideas
sobrevaloradas, de un códice eterno que no podía negar. “Puede ser que tengas
razón”, dijo ofuscado ante mi consejo. ”Existen muchas alternativas, pero para
mí hay solamente una válida. Me aburrí con tanta pedorra, con la constatación
de que todo es lo mismo, de que al amor es pura fraseología y lo que les
interesa es la estabilidad, la seguridad, es decir el dinero. Me roe un tedio
horrible cuando estoy con ellas, no hablan de nada interesante, nos sueltan dos
palabras inteligentes seguidas, hay un distanciamiento absoluto entre mi alma y
las suyas; además, no soporto su agresividad producto de estos tiempos
indecentes. Se me fueron las ganas, Arturo, perdí el deseo, se me murió el
tigre”. Desde ese día siempre le vi solo, manteniéndose soltero hasta los
restos. Así fue como el hombre más hombre del barrio, el más mujeriego de
cuantos conocí, el más potente entre los machos activos, terminó perdiendo el
sentimiento y después del deseo.
>>Ese mismo
año supe lo que le aconteció a otro hombre en el pueblo vecino, otro macho de
la tierra –si bien de perfil muy divergente al anterior-, un tipo fuerte y
trabajador, bronco, que sacó con la fuerza de sus brazos adelante a una familia
numerosa, a la cual mantenía unida por la fuerza de su autoridad. Su mujer era
lo que se suele decir una santa, pese a lo cual la mantenía a raya con partos
sucesivos y la trataba como a un perro, mientras él se dedicaba a cortejar a
cuantas mujeres se le pusiesen a tiro. De hecho la fama de putero le precedía y
en más de una ocasión, mientras la mujer se afanaba arriba en las tareas
pesadas de aquel hogar superplobado, más
de un vecino y hasta una hija, le sorprendió en el hueco de la escalera
entre las carnes de una perdida. Como en muchos casos de aquellos tiempos, en
una sociedad fuertemente patriarcal, la mujer tenía que tragar y conceder, y
por ello, la situación se sobrellevó hasta que ambos murieron.
Cuando el tipo era ya mayor, la edad no disminuyó el mal
gesto ni la palabra ofensiva. Cuando tenía a la familia reunida, no dejaba de
despotricar contra el mundo, contra las mujeres, exclamando que todas eran unas
putas, hasta la propia madre que se casó con su madre por dinero, agriando de
este modo cualquier reunión familiar. Inflamado por el odio a los tiempos y los
cambios que no asumía, y por su propio deterioro (una hija le arrancó una
escopeta de la boca cuando se le perdió la erección), torturaba a su mujer e
hijas en cada una de estas ocasiones. Después de mil blasfemias y palabrotas,
de las cuales no se salvaba ni el más pequeño del santoral, afirmaba con voz de
trueno que, de tener él el poder, acabaría con el mal del mundo en un mes, terrorismo incluido. En más de una ocasión,
cuando la cosa se pasaba de castaño oscuro, la hija mayor, de carácter fuerte y
no menos sólida personalidad, le increpaba: “¡Mira que eres burro!”, ante lo
cual, él se ponía rojo de la ira y después de una nueva retahíla se
improperios, se quedaba derrotado en la silla, con sus ciento veinte kilos de
peso sujetados por la vejez y la enfermedad. Cuando era joven, se lamentaba,
con solo oír su voz todos se ponían a temblar y ahora, que ya no era nadie, no
le cabía otra salida que tragarse el vitriolo y explotar, lo cual sucedió un
año después cuando un infarto lo mando raudo para el otro barrio. Nadie le echó
en falta, no hubo lamentos sinceros tras su muerte y la hermana mayor, con su
mujer, fueron las que menos sintieron la pérdida, porque sabían lo que había
hecho con sus vidas aquel carcamal. Podían perdonar tal vez la infidelidad o
algún tortazo nacido del arrebato de su cabeza descerebrada, pero lo que
guardarían siempre para sí, con gran dolor, estribaba en aquella doblez o
perversión, aquellos gustos e inclinaciones bizarras, cuando llevaba a casa a
sus amigos para que se beneficiasen de su mujer, mientras él, debajo de la
cama, se regodeaba en malsanas inclinaciones. Todo ello se supo y se ocultó,
porque en aquellos tiempos la buena fama era un valor capital, aunque fuese a
costa de un infierno miedo, odio y amargor.
>>El tercer
caso es el referente a un muchacho que, desde niño, constituyó la imagen del
hijo perfecto, bueno, dócil, aplicado y pacífico. Andaba siempre pegado a las
faldas de su madre, a la que nunca dio el menor problema, aunque esta estuvo
pronto alerta porque su retoño no tuvo nunca amigos. Al final lo asumió, su hijo
era así, y cuando se hizo un poco más mayor, aceptó que toda se geografía se
limitase a su mesa de estudio y a las pilas de libros. No obstante, la abuela
materna se lamentaba de la situación, preocupándose por aquel nieto que, a los
quince, no salía a la calle, seguía sin tener amigos y no se interesaba en
absoluto por las chicas, temiendo que la razón se le perdiese por los cerros de
Úbeda. Poco después, el chico comenzó a tener crisis nerviosas y se le veía
siempre agitado por miedos profundos de los cuales nunca hablaba. Andaba
melancólico, cabizbajo, sumido en una pena que nadie entendía y de la cual no
se dejaba ayudar. Nadie se explicaba cómo, aquel ángel de Dios, tan bueno, tan
aplicado, tan dócil, tan modélico y tan guapo, había terminado así. Algunos
hablaban de defectos congénitos o de crianza y se barajaron teorías
disparejas para explicar el caso en la
pequeña vecindad. Su madre le decía, con un sentimiento de impotencia, que le
quería, que todos le adoraban, que había nacido en el pueblo más bonito del
mundo, que podía ser feliz si se lo proponía, si abría su alma para que le
ayudasen. Pero él permanecía en silencio, la cara como una máscara de cera,
porque ya había comenzado a experimentar sensaciones tenebrantes que vivía con
la certidumbre del advenimiento de un cambio radical en su vida; y así fue, en
efecto, porque a finales de esa semana, ante el estupor general, afirmó haber
visto al Diablo y, seis meses después, hacía guardia en la terraza de su casa,
los ojos como platos, la respiración tensa y difícil, tratando de captar
mensajes extraterrestres, con una bacinilla en la cabeza y dos alambres
pegados.>>
Don Arturo se
detuvo un segundo, satisfecho del impacto que sus historias habían hecho en mí
y, divertido por mi estupefacción, añadió:
-Estas historias,
aparentemente tan inconexas, tienen elementos poderosos que las unen. Todas
hablan de situaciones dañosas para uno o para los demás, de pérdidas
definitivas, la del amor en el caso de nuestro ilustre machista, la de la
bondad y la cercanía para el bruto ignominioso y la de la razón, para nuestro
adolescente infeliz. Podemos concluir ya que del lado malo del hombre y de la
vida, que es considerable y unánime, solo se desprende mierda, esa hedionda
excreta que cada circunstancia del mundo vierte sobre cada hombre.
Dicho esto, se detuvo complacido y con una mirada de
inteligencia concluyó:
-Así que lee mucho, come bien, bebe mejor y que no se te
escape ocasión si la hembra lo merece.
amemonos como Dios nos a hecho
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