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jueves, 10 de octubre de 2013

ALTA MEDICA, por Eva Marabotto, de Buenos Aires, Argentina


¿No te venía diciendo yo que ya estaba bárbaro? Lo que pasa es que los psicoanalistas te chupan, te quieren tener atado toda la vida. Vos llegás para solucionar un problema... No sé, puede ser una muerte, un desengaño amoroso, un cambio de trabajo. Y ellos se dedican a trabajarlo. Pero cuando lo tenés superado, empiezan a escarbar y averiguan por tu relación con tu mamá, durante los primeros años, las cargadas de tus compañeros de jardín de infantes o aquella vez que te measte en el aula de segundo grado. Y no te sueltan más.

            Es lo que me estaba pasando a mí hasta hoy. Vos imaginate que ya llevaba diez años de terapia. Llegué realmente hecho pelota: no me acordaba ni como me llamaba. Me había dejado mi novia, estaba por cambiar de trabajo y la ansiedad y la angustia me carcomían. No podía dormir de noche, me daba por tartamudear y me olvidaba de lo que estaba diciendo en el medio de una frase.
            Tengo que reconocer que Amelia hizo un buen trabajo conmigo. Extendía las sesiones hasta que yo lograba hacerme entender, atendía el celular de día y de noche cada vez que yo tenía una crisis y me daba turno tres, cuatro o tantas veces por semana como yo le pidiese. Cierto que pensé que no iba a mejorar nunca. Algunas madrugadas quería tirarme por el balcón o mandarme a mudar. Ser otro en algún pueblo del interior, en un paraje de la India.
            Amelia sí que me tuvo paciencia. Cuando parecía que iba a remontar, me bajoneaba de nuevo. Soñaba con que veía a mi ex con otro juntos y se reína a carcajadas de mí. O mi jefe anterior me decía que cambiar de trabajo era la peor decisión que podía haber tomado en mi vida. Ella no esperaba a la sesión, hablaba conmigo horas cada vez que la llamaba, o me contestaba instantáneamente los mails. Una vez incluso chateamos durante varias horas. En eso la mina fue mucho más que una psicóloga. Te diría que se portó como una madre.
            Pero las cosas cambiaron en todo este tiempo, ¿sabés? Una vez en el ascensor del edificio donde Amelia tenía el consultorio conocí a Valeria. Venía de visitar a una amiga. Ella tiene una mentalidad eminentemente práctica. Una hija del positivismo. No cree en el psicoanálisis, ni el reiki, ni las novenas a la Desatanudos. Y mi dependencia de Amelia al principio le hizo mucha gracias. No entendía para qué necesitaba la oreja de una deconocida para solucionar mis problemas.
            Igual se la bancó como una duquesa. A veces pasaba a buscarme por el consultorio y una vez, hasta aceptó una invitación de Amelia para hablar de mi estabilidad emocional. De la nada intuí que no se iban a llevar bien y que se despreciaban la una a la otra. Sin embargo, se portaron con toda corrección y hasta se aliaron para destacar algunos de mis defectos más notorios.
            Bueno. Vos ya sabés... El tiempo pasó yo formalicé mi relación con Valeria, empezamos a vivir juntos y después le di el gusto de casarnos por  civil y por iglesia. Amelia no estuvo muy de acuerdo, me habló de decidir por mi mismo y hacer sólo lo que me daba placer. Pero Vale se emberrinchó y terminé aceptando. Colaboré con los preparativos, fui el alma de la despedida de solteros en conjunto y cuando me quise acordar ya era un señor casado que tenía su casa con terraza en algún lugar de Caballito.
            Ahí empezó el tironeo. Valeria me decia que para qué necesitaba ir una vez por semana a análisis y Amelia que todavía no habíamos tratado algunas cuestiones de mi infancia. Y yo en el medio de las dos, convertido en un botín de guerra.
            Las dos se distrajeron cuando nacieron los chicos. Amelia porque dejé de ir a unas cuantas consultas y Vale porque encontró cada vez a una personita que la necesitaba más que yo. Así que seguí cumpliendo con mi rol de esposo y padre de familia, pero me reservé los miércoles a la nochecita para descargarme con Amelia. Le hablaba de todo: de las presiones en el trabajo, de las presiones de mis padres y de mis suegros  que querían ser abuelos. De la insistencia de mis amigos para que no faltase al picadito de los miércoles en una chanchita de Boedo.
            Para todo tenía una palabra, un comentario certero, un ángulo diferente desde el cual mirar el tema, una sugerencia para desactivar conflictos. En algún momento noté que ya no tartamudeaba, ni recordaba a mi antigua novia y caía planchado cada vez que llegaba  a la cama. Pero mis encuentros con Amelia se habían convertido en una adicicón. Además, estaba Valeria que insistía e insistía con que ya no me hacía falta la terapia y que ahí estaba ella si necesitaba a alguien que me escuchase. Sin embargo, Amelia no daba señales de querer darme el alta.
            Así que decidí dármela solo. La fui preparando de a poco, dejando caer alguna que otra frase sobre una posible mudanza a un countrie, una propuesta de trabajo que implicaba más horas en la oficina, sobre todo los miércoles, día en el que además tenía  clases de taekwondo mi nene más chico, que lloraba a gritos por que su papi lo llevase.
            No se dio por aludida así que hoy tomé el toro por las astas. Tenía el ultimatum de Valeria así que ni bien entré le expliqué a Amelia que no podía verla más, que ya era un hombre nuevo y podía pasarme sin sus consejos maternales. Que quizás hubiese otro paciente, abandonado, tartamudo e insomne que andaba necesitando sus cuidados.
            Yo no diría que hizo un berrinche. Me explicó que en realidad yo no había mostrado una gran mejoría. Que seguía buscando una mujer que me mande y me organice y que poco iba a hacer sin sus comentarios certeros. Recordó los últimos llamados que le había hecho de madrugada porque había peleado con Valeria o no lograba decidir el destino de las vacaciones familiares. Pero no logró convencerme. Le expliqué mi voluntad de no volver a la terapia y me fui resuelto y convencido de mi decisión.
            Cuando llegué a mi casa Valeria me recibió como un héroe. Realmente se mostró orgullosa de mi decisión y de la firmeza con que la había mantenido. Me había preparado una cena especial y trajo una botella de vino para brindar por una vida más independiente.  Hasta los chicos aplaudían contentos sin entende rmuy bien qué pasaba.
            Claro, después noté que me faltaba el celular y recordé que lo había apoyado en una mesa baja, al lado del sofá del consultorio de Amelia, justo antes de empezar la sesión de despedida. Mientras chequeaba que no estuviese en mi bolsillo, también encontré el ticquet del estacionamiento del auto. Lo había dejado en el garaje  de enfrente del edificio de mi ex analista. Yo sé que vos dirás que soy un salame, pero yo creo que fue mi inconciente.
            No se lo dije a Valeria para no aguarle el festejo pero pensé que tendría que volver al día siguiente, para recuperar mi teléfono y abonar una cuantiosa estadía para reencontrarme con mi auto. De paso, pensé en aprovechar y consultarle a Amelia esto de los olvidos. Seguro que ella iba a tener un consejo para mejorar en ese tema.

1 comentario:

  1. Está claro que no quería terminar. El olvido puede tener esa explicación. O si no, lo está usando como excusa. Que mandona es la tal Valeria.
    LDU está haciendo algo muy interesante en el mes de octubre.

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