Dakar, Senegal, cuatro de la mañana. No se ve ni se escucha la ciudad. La arena dorada de la costa marítima todavía está fría y el Atlántico se parece a un animal inánime rendido que se cansa, que se entrega dócilmente. Mientras los negros duermen y alcanzan a soñar con uno o dos sueños, las olas rompen muy despacio en la oscuridad del oeste africano y las espumas saladas, tendidas sobre playas kilométricas, se deshacen hacia el viento dando el legítimo e imperecedero perfume de los mares grandes. A estas horas el Grand Goff[1] está tan quieto y apagado que, desde el cielo, pasa por un lodazal. Todos los negros duermen y se entregan a las verdades oníricas: amores, dudas, infiernos, magias, todos los negros lo hacen ininterrumpidamente. A excepción de Modou Kaba Coulibaly, quien no pudo conciliar el sueño desde que se acostó porque está muerto de miedo, convencido y conciente, y por eso mismo muerto de miedo. Hoy se va, sea como sea, esta vez sí se va.
Durante un buen rato Modou contempla el techo de la habitación, gira la cabeza y observa a sus dos hermanas menores y a su madre viuda.
Ya estaremos bien, piensa en su wolof natal y al poco tiempo sale al patiecito de tierra sobre cuyo fondo se mecen tres o cuatro mantas de color que cuelgan desde una soga y que bailan algún baile desincronizado con el viento.
Oye un ruido. Se han detenido en la calle. Vinieron a confirmar, a confirmarle. Psst[1], lo llama un hombre y Modou se aleja de la casa unos metros y se le pone a la par. Platican.
Será esta noche, a las once, en isla Diogué, sobre la desembocadura del río Casamance. Muy bien, a las once, señor. Hay que pagar una parte ahora. ¿Ahora? Sí, para reservar lugar en el cayuco, nos quedan pocos sitios.
Modou introduce la mano en uno de sus bolsillos y al instante palpa el fajo de Francos CFA que ha juntado durante casi un año. Tras dos minutos de regateo llegan a un acuerdo, el hombre recibe el dinero, sonríe afablemente, despliega una hoja arrugada y anota: Modou Kaba Coulibaly, Dakar.
Dan las seis de la mañana y el sol alumbra a duras penas con lo poco que puede y las calles empiezan a convertirse en las típicas venas de la capital senegalesa. Van abriendo los negocios, se inauguran los mercados y aparecen las frutas y las flores, quieren jugar al color, confundirse con la ropa típicamente africana en la que abundan los matices saturados del rojo y del amarillo. Caminan los niñitos negros y los adultos, y el tráfico se mezcla con la indigencia, pues tan grande es esta última que decir pobreza sería generoso
Modou es uno de esos caminantes. Va vestido con lo de siempre y lleva un bolso de cuero cuyo origen e historia desconoce. Lo encontró hace alrededor de dos años, en la costa, vacío.
Al llegar a una ochava se detiene y mira lo más lejos que puede. Intenta ver un poco más, estira el cuello y lo consigue. Por allá viene un yaga ndiaye[2] y se sube al poco tiempo. Entonces, comienza a experimentar esa molesta y extraña seguridad intermitente propia de las situaciones nuevas que pueden salir bien o frustrarse. Todo indica que sí, que se está yendo, pero una cosa es la intención y otra muy distinta lo que fehacientemente podrá ocurrir. El Puerto de Los Cristianos aún no deja de ser un sueño mil veces soñado, un anhelo equivalente al de cualquier europeo o norteamericano ávido de la familia más hermosa de todas; y fama, de ser posible.
Modou estudia las caras de los otros ocupantes del vehículo y sabe que es imposible que alguien lo observe, que ese alguien vea el bolso de cuero y sospeche algo. Todo el mundo va al trabajo y él también pasa por uno de esos. Sin embargo y contrario a lo que le indican sus precauciones lógicas, le gustaría contarlo, sabe que no puede, pero de veras que le gustaría hacerlo.Miren, estoy muerto de miedo y así y todo, vean, soy un héroe, me voy, a buscar lo nuevo, la nueva vida, para mí, para mi familia, porque allá, ya saben, allá está la vida buena, la tranquilidad más bella de todas.
No, no lo hará, no sólo porque es tímido sino porque además prefiere no correr el riesgo, los diarios no dejan de hablar del tratado bilateral y de la colaboración entre los países, de las guardias costeras para detener a las embarcaciones, de los operativos policiales para acabar de una vez por todas con las redes clandestinas de inmigración irregular. Modou desciende del yaga ndiaye y camina algunas cuadras, no muchas, sólo unas cuántas, siete u ocho. No repara en eso. En los últimos cinco años, no lo sabe ni lo sabrá nunca, caminó más de dos mil cuatrocientos kilómetros por adentro de la ciudad bajo su condición de gorgulu[3].
Una hora más tarde, consigue que una camioneta de reparto acceda a llevarlo hasta Ataladiama por algo de dinero. Se sube en la parte de atrás, en la cajuela, se sienta de espaldas a la cabina y se acomoda como puede entre unas bolsas de arpillera que huele a cítricos.
Con el andar y el movimiento, con la ruta, Dakar se va haciendo pequeño, después pequeñísimo hasta que finalmente desaparece como si la noción de las cosas lo olvidara.
Modou siente el calor del sol sobre la cabeza y el sonido de los neumáticos raspando el camino. Bosteza dos veces y se da cuenta de que ya no piensa con tanta claridad.
Se duerme recostado de lado, sobre su bolso. Sueña con Europa. Se sueña viajando en un tren de alta velocidad. Los vio una vez, en la televisión, cree haber escuchado que alcanzan los quinientos kilómetros por hora.
[1] Forma usual de llamar la atención de las personas en Senegal.
[2] Camionetas blancas que sirven de transporte colectivo a los habitantes de la periferia de Dakar.
[3] Buscavidas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario