A doña Paquita Álvaro
González, maestra jubilada
Los mochuelos ciegos
dominan el nido de las águilas.
Ricardo de Bury,
Filobiblión o muy hermoso tratado sobre el amor a los libros.
Quizás no se pueda evitar el permanente sentimiento de
impotencia que padecen algunos humanos. Quizás esa impotencia sea consustancial
al hombre; o, cuanto menos, el precio a pagar por intentar, consiguiéndolo a
veces, saltar por encima de unos ciertos límites, vallas o acotaciones. También
cabría preguntarse si no es igualmente consustancial a todo humano no aceptar
barreras, o, ya que están, tratar de salvarlas. Y si lo hace, ¿cómo estar
seguros del posible éxito?, ¿cuándo y cómo se sabe si se han superado esas barreras?
Tal vez podría contestarse a esta pregunta diciendo que, la mejor forma de
constatarlo, es teniendo un claro indicio de haber alcanzado una cierta
sabiduría, o, quizás, un poco de tranquilidad, paz y sosiego. ¿Se puede
conseguir algo así en este mundo tan agitado y competitivo? Se pueda lograr o
no, parece innegable que todo tipo de sociedad, religión y credo político, no
persigue otra cosa que la paz y el sosiego, a menudo mal entendida y peor
llevada a cabo, bien sea para toda la comunidad o bien para unos pocos, los
privilegiados. Si se busca para unos pocos, los otros, la inmensa mayoría,
deberán contentarse con sucedáneos, con mentiras y con no percatarse, si
quiera, de que están encerrados en un corral cercado por vallas. ¿Puede la
ignorancia hacer feliz a las personas? ¿Y puede el resto, la minoría
gobernante, dormir tranquila intuyendo que, en cualquier momento, alguien puede
pedir cuentas? Por no hablar de la conciencia. Demasiadas preguntas para tan
pocas soluciones.
Una forma, imposible dada la
brevedad de la vida, de llegar a obtener algunas respuestas, tal vez fuera
vivir muchas y variadas vidas en varios escalafones, sin perder la memoria de
ninguna de ellas. A semejante planteamiento respondería un letrado, Ricardo de
Bury por ejemplo, diciendo que para suplir esas imposibles vidas están los
queridos y honrados libros. Gracias a ellos nos metemos en otras situaciones y
en otras pieles. Pero los libros están escritos por intelectuales; y estos,
cuando hablan de quienes no lo son, no hacen sino interpretaciones, que pueden
ser, por supuesto, tanto acertadas como erróneas. Ricardo de Bury, por no citar
a otro intelectual, afirma que el hombre nace con una doble pasión: la de la
libertad personal en lo que respecta al gobierno, y la del placer en lo que
respecta al trabajo.[1] Y ya tenemos aquí
planteado el gran problema, o, por mejor decir, los dos eternos problemas: ¿qué
es la libertad personal y hasta dónde puede llegar? Por supuesto, toda sociedad
tiene sus normas, sus reglas y leyes, que no se deben traspasar. Ahora bien,
las leyes, que no son más que pactos humanos establecidos para vivir en
comunidad o yugos que los poderosos imponen a las cervices de sus súbditos,
rehúsan ser sometidas a esta labor de inducción, origen de la verdad y la equidad,
porque dependen más del imperio de la voluntad que del testimonio de la razón.[2] Las leyes, pues, no
constituyen ninguna ciencia con sus reglas y sus datos comprobables. Y no es
que la ciencia no sea discutible, que lo es, o que no se pueda poner en
cuestión; máxime, como cabe suponer, se puede cuestionar la voluntad de un
monarca, de una oligarquía o del gobierno y de los gobernantes que se quiera.
Por lo tanto habrá que andarse con pies de plomo sobre lo que se determina con
las leyes, pues cualquier error o abuso puede llevar al desencanto o a la
confrontación. Imaginamos al bueno de Ricardo de Bury espantado por estas
palabras; y tal vez diciendo, si no tuvo en cuenta el alcance de las suyas, que
el que las Leyes no sean una ciencia exacta no presupone que no tengamos que
guardarlas y seguirlas. Y entonces ¿qué hacemos con esa primera pasión, la de
la libertad personal? ¿La resignamos? ¿Es factible vivir bajo una dictadura,
bajo falacias y mentiras, ignorar los tejemanejes del poder, aplaudirlos pese a
todo y ser feliz? Si es así tal vez la ignorancia sea una verdadera felicidad.
Y en ese caso restaría por saber, y vamos a la segunda pasión, si el trabajo
que hacen los ignorantes los hace igualmente o doblemente felices.
Deberíamos preguntarnos, a estas
alturas, qué entendemos por felicidad. Tal vez lo mejor, y más práctico, sea no
meternos en excesivas honduras. Digamos, en consecuencia, que una persona feliz
en su trabajo es, o podría ser, aquella que al levantarse de la cama no reniega
del día que comienza, ni ve a esas veinticuatro horas que tiene por delante
como una rampa de difícil ascensión, pero que no puede dejar de recorrer. En
caso contrario, siempre cabría la posibilidad de abandonar el trabajo o de
poder cambiarlo. Es posible que semejante trueque se haya podido hacer en
alguna de las muchas edades del hombre; hoy en día desde luego que no. El
trabajo, cualquier trabajo, se ha convertido en un bien tan preciado y escaso
como una gota de agua en el desierto. La pésima distribución de ríos y
manantiales hace que unos se mueran de sed, y otros puedan beber agua de las
puras cumbres de las montañas, o de los icebergs, que, al parecer, todavía es
más pura y costosa. Aun así es posible que el hombre sea feliz hasta cierto
punto, hasta el punto en que se ha creído las campañas políticas que tratan de
imbuirle la importancia de su trabajo para la buena marcha del país. Siempre
habrá alguien dispuesto a escribir un beatus ille, aunque tampoco faltará algún
que otro autor que, junto al lirismo de la vida campestre, nos anuncie la
enorme dureza que la vida en el campo encierra. Que quienes lo sufren se lo
crean o no ya es otra cuestión. No hay que confundir la resignación, la
impotencia, con la ignorancia.
Es probable, por otra parte, que la
mera posesión del trabajo le proporcione una cierta felicidad al hombre:
gracias a él puede comer, tener un techo, mandar a su hijo a la escuela, y
tomarse una cerveza de vez en cuando. En ciertas situaciones esto, y más, mucho
más, que debería ser lo normal, es un privilegio. Y entonces, si el hombre
carece de libertad para decidir sobre las leyes y los gobiernos; si se ve
obligado a hacer lo que no le gusta, y aun así es un privilegiado, debemos
deducir que algo no funciona bien, algo falla, máxime cuando hay tantas
personas, por regla general gobernantes y satélites, que viven sin apuros, sin
ansias, aunque, tal vez, sin paz ni tranquilidad. Si son personas cabales, por
supuesto.
Es difícil, por no decir imposible,
cambiar de sistema político, demasiados intereses de por medio, tanto como
cambiar de trabajo. Y si se lograra mudar de forma de gobierno, ejemplos y
casos hay, lo que no conviene olvidar es que también el nuevo sistema será
creación humana; y, por lo tanto, imperfecto. Pasará el tiempo, y así lo atestiguan
los libros, y lo envejecerá; se cuarteará su faz; y, de nuevo, se harán leyes
para apuntalarlo y para que los hijos de sus inventores no pierdan los
privilegios que antes tenía la nobleza por herencia de sangre, y ahora por
otras herencias no menos cuestionables. Y siempre es lo mismo.
La vida es harto breve, aunque, a
veces, un minuto pueda parecer un siglo. Y gracias si dicha brevedad, o una
buena parte de la misma, la podemos utilizar en nuestro gozo y provecho, sea
con el trabajo y el gobierno que sea. Y más gracias debemos dar todavía si
hemos consumido nuestro tiempo en tanto descansaban las lanzas bipotentes, y
dormían los épicos clarines que despiertan a los horrorosos ejércitos. Debemos
reconocer nuestra buena estrella si hemos tenido la enorme fortuna de usar los
dedos para aquello que han sido creados: que los dedos han sido otorgados más
bien para escribir que para luchar.[3] Supongamos, pues, que
tenemos un gobierno que gobierna, y pasa desapercibido; y una paz medio
llevadera. Resta pedir por acrecentarla, por la justicia y la equidad, a fin de
poder llevar hasta sus últimas consecuencias la segunda pasión, la del placer
en lo que respecta al trabajo.¿Qué tipo de trabajo le gusta a cada una de las
personas que componen la sociedad? ¿Y es factible realizarlo? Centrémonos en
uno, en el estudio de determinadas artes o disciplinas.
¡Oh Creador amante de la paz,
pulveriza a las naciones belicosas, que hacen más daño a los libros que todas
las demás calamidades juntas![4] No solamente la guerra,
sin embargo, está en contra de los libros y los destruye. También se puede
sublevar contra ellos, encerrándolos en la mazmorra del desprecio y del olvido,
un pretendido pragmatismo, un fin en el cual los libros tienen un cierto papel,
pero no el papel principal. Los libros para una persona práctica y sensata,
pragmática, se pueden convertir en nuestros enemigos, en la mirada que todo lo
envenena, en un monstruo que nos encanta, nos vacía las entrañas y nos arroja
como un vampiro puede arrojar a su víctima tras haberle succionado la sangre.
Leer o ir al teatro, o al cine, puede ser una aventura harto peligrosa: el
lector o espectador puede quedar petrificado ante esa Medusa, que la inmensa
mayoría de la sociedad considera engañosa. “Está muy bien buscar el placer, le
dirán entonces; todos lo buscamos y lo pretendemos, pero hay una escala, un
orden, una jerarquía, primum manducare, deinde philosophari.” ¿Y alguien ha
visto que una persona normal y corriente pueda vivir de sus filosofías, de sus
especulaciones, de sus búsquedas en una sociedad en la que ni hay inquietudes
ni se lee? ¿Y qué se busca en los libros? “No se vive de cuentos y
ensoñaciones”, seguirán diciéndole. Y aquel que busca el placer en el trabajo
se percatará, a los pocos lances, que es cierto cuanto le han dicho y
predicado: no tardarán en recordarle que el Príncipe de los Ingenios estuvo a
punto de morir de hambre, como su Licenciado Vidriera, ¿y quién como él? Y así
el libro y sus enseñanza aparecen como un algo inalcanzable y generador de
impotencia, aunque también tiene sus ribetes de ironía: no se toman truchas...
y no digo más.[5]
Ricardo de Bury se deshace en
alabanzas a los libros. En ellos se encierra todo; y ellos son el bien más
preciado que puede pretender el hombre: El tesoro de la sabiduría y de la
ciencia, tan apasionadamente deseable, y que todos los hombres naturalmente
apetecen, supera infinitamente a cualquier riqueza humana. Comparados con él,
las piedras preciosas carecen de valor, la plata no es más que cieno y el oro
no es sino fina arena. Este tesoro, con su esplendor, oscurece la luz del sol y
de la la luna, y su dulzura admirable es tal, que ante ella la miel y el maná
se tornarán amargos al paladar.[6]
Sabido es, al menos en una bien
extendida cultura occidental, que el libro es compañero imprescindible de la
sabiduría, y de la cultura de la juventud. Y que este, como las golosinas,
ocupará una parte muy importante de la vida del joven. Luego, pese a todo, tal
vez, se convierta en un peligro. Sucederá cuando el joven, que busca el placer
en su trabajo, se percate de que toda pedagogía no es sino una imposición a
largo plazo. Y, a menudo, la zanahoria del burro, el engaño que se utiliza para
llevar las vocaciones a do no querían ir por su propio pie. El ejemplo más
donoso lo encontramos, cómo no, en El ingenioso hidalgo don Quijote de la
Mancha. Esto dice don Diego de Miranda, el Caballero del Verde Gabán, hablando
de su hijo, por quien vive harto preocupado a causa de la vocación de este:
Será de edad de diez y ocho años;
los seis ha estado en Salamanca, aprendiendo las lenguas latina y griega, y
cuando quise que pasase a estudiar otras ciencias, hallele tan embebido en la
de la poesía (si es que se puede llamar ciencia), que no es posible hacerle
arrostrar la de las leyes, que yo quisiera que estudiara, ni de la reina de
todas, la teología. Quisiera yo que fuera corona de su linaje, pues vivimos en
siglo donde nuestros reyes premian altamente las virtuosas y buenas letras,
porque letras sin virtud son perlas en el muladar. Todo el día se lo pasa en
averiguar si dijo bien Homero en tal verso de la Ilíada; si Marcial anduvo
deshonesto o no en tal epigrama; si se han de entender de una manera o otra
tales y tales versos de Virgilio. En fin todas sus conversaciones son con los
libros de los referidos poetas, y con los de Horacio, Persio, Juvenal y Tibulo,
que de los modernos romancistas no hace mucha cuenta; y con todo el mal cariño
que muestra tener a la poesía de romance, le tiene ahora desvanecidos los
pensamientos el hacer una glosa a cuatro versos que le han enviado de
Salamanca, y pienso que son de justa literaria.[7]
Ya tenemos planteado, pues, el
eterno dilema, la eterna controversia entre lo que desea y apetece el hijo, y
lo que quieren y mandan los padres. Tengamos en cuenta, además, que don Miguel
de Cervantes hace derivar la vocación del hijo de don Diego hacia la poesía.
Hubiese sido muy interesante comprobar qué sucedía si dicha vocación lo hubiera
empujado a ser cómico. Esto es lo que le responde al atribulado caballero del
Verde Gabán don Quijote, que, en ese momento, pasa a ser el padre que, tal vez,
todos desearíamos tener:
Los hijos, señor, son pedazos de las
entrañas de sus padres […]; y en lo de forzarles que estudien esta o aquella
ciencia, no lo tengo por acertado, aunque el persuadirles no será dañoso, y
cuando no se ha de estudiar para pane lucrando, siendo tan venturoso el
estudiante que le dio el cielo padres que se lo dejaren, sería yo de parecer
que le dejen seguir aquella ciencia a que más le vieren inclinado; y aunque la
de la poesía es menos útil que deleitable, no es de aquellas que suelen
deshonrar a quien las posee.[8]
Es posible que la poesía no deshonre
a nadie; pero no parece que sea ese el problema que preocupa al Caballero, ni a
un padre normal y corriente. El problema reside en preparar al hijo para un
trabajo que sí sea pane lucrando, que le dé para comer. “La poesía no es lo
indicado, desde luego, ni tampoco las artes”, le dirán. Solucionado ese
tropiezo, por supuesto que podrá dedicarse a la poesía, al teatro o a lo que
quisiere, pero nunca debe olvidar que primum manducare... Aunque el joven
tampoco olvidará, en su defensa, que el que algo quiere, algo no le cuesta; es
la variante del refrán de Sancho, no se pescan truchas a bragas enjutas.
El joven, recordando entonces los
cantos y alabanzas que, tal vez, le hicieron en su infancia, de los libros y
del saber, comenzará a percatarse de que casi todo, en este mundo, es una
trampa cuando no una mera engañifa. No se le ha enseñado a nadar para que
convierta la natación en un medio de vida sino para que no se ahogue en la
piscina del campamento. Si él, por el contrario, se empeña en seguir nadando,
comenzará a experimentar los disgustos, los sinsabores y la impotencia. Hasta
que dé su brazo a torcer y se avenga a razones. Aun así, y tal como don
Lorenzo, el hijo del Caballero del Verde Gabán, pretende abrirse camino con su
poesía asistiendo a certámenes, deberá recordar lo que le explica el mismísimo
don Quijote: procure vuestra merced llevar el segundo premio, que el primero
siempre se le lleva el favor o la gran calidad de la persona, el segundo se le
lleva la mera justicia, y el tercero viene a ser el segundo, y el primero, en
esta cuenta, será el tercero, al modo de las licencias que se dan en la
universidades; pero, con todo esto, gran personaje es el nombre de primero.[9]
Ricardo de Bury nació en 1287.
Escribió el Filobiblión un año antes de su muerte, en 1344. Miguel de Cervantes
nació en 1547 y publicó la segunda parte de El ingenioso hidalgo... donde
consta el capítulo de El Caballero del Verde Gabán, también un año antes de su
muerte, pero en 1615. Ricardo de Bury se deshace en elogios hacia los libros.
Miguel de Cervantes también, pero con salvedades. No hay más que leer el famoso
capítulo del escrutinio que hacen de la biblioteca de don Quijote el Cura y el
Barbero.[10] ¿Qué ha pasado con el
libro en esos 272 años que median entre el Filobiblión y la segunda parte de
Don Quijote? Tal vez que el libro se ha convertido en un negocio, los
certámenes en un reclamo para vender; y todo, hasta los segundos y terceros
premios, que antes podían quedar vacantes para los raros ingenios, en una
enorme mentira. Al fin y al cabo las novelas de caballerías se venden muy bien,
y como abundan más los mesoneros y las maritornes que los sensatos, aquellas
habrán de tener riñas y puñadas, damas y requiebros. Y quien no hiciere eso no
se alzará con el premio del certamen; e, impotente, deberá reconocer que sus
padres tenían razón, que los libros y las artes, pese a Ricardo de Bury y a Miguel
de Cervantes, y a cuantos poetas han sido y serán, ha de ser un estudio
secundario a menos que se esté dispuesto a padecer penalidades múltiples e
impotencia. Aun así, ¿quién no se alegra de leer cosas como esta?: Una
biblioteca repleta de sabiduría es más preciosa que todas las riquezas, y nada,
por muy apetecible que sea, puede comparársele. Así, quienquiera que sienta en
sí una ardiente predilección por la felicidad, la sabiduría, la ciencia e
incluso la fe debe sentirse irresistiblemente atraído por los libros.”[11] No obstante, todo serán
obstáculos y pegas si esa atracción nos lleva a intentar hacernos facedores de
los mismos.
[1] Ricardo de Bury, Filobiblión o muy hermoso tratado sobre
el amor a los libros. Traducción y notas de Federico Carlos Sainz de Robles
(hijo), Madrid, 1969, cap. XIII
[2] Ibídem,
Cap. XI. Muy
significativamente este capítulo se titula “De cómo las leyes no constituyen
ninguna ciencia”.
[5] Miguel
de Cervantes, El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, II, 71
[6] Ricardo
de Bury, Filobiblíón, cap. I
[7] Miguel
de Cervantes, El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, segunda
parte, cap. XVI
[9] Miguel
de Cervantes, El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, segunda
parte, cap. XVI
[10] Miguel
de Cervantes, El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, primera
parte, cap. VI
[11] Ricardo
de Bury, Filobiblíón, cap. II
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