“… Qué deidad dentro de
mí
me impulsa a ser
demonio devorado…”
(Luis Ernesto Gómez: El
Otro Lado de la Página )
A las cinco te levantas, todavía oscuro y haces café. La
hora está iluminada en el radio reloj que has programado para que suene más
tarde y puedas incorporarte con música. Casi siempre lo haces antes y no le das
oportunidad al artefacto para que produzca, junto con Radio Calendario, ese
ruido infernal odiado por tu mujer. Sin encender la luz buscas a tientas las
chancletas y sales del cuarto cuidadosamente para no molestar. A cierta edad
las parejas se dicen las cosas sin reservas, después de treinta años de
convivencia, para qué las atenciones, las delicadeces. Ella no pierde la
oportunidad de llamarle viejo y él no deja de enfurruñarse cada vez que escucha
esa palabreja que tanto le molesta.
¡No me llames viejo, que soy menor
que tú!, luego te saco tu edad en público y te enfadas –decía Adelfo.
En ese tono pausado, producto de
años de paciencia y reflexiones para poder sobrellevar aquel matrimonio que, a
la larga, era un buen matrimonio. Nada espectacular pero mejor que muchos que
aparentaban dicha y felicidad.
Está bien, Brad Pitt, derrochador de
juventud –respondió ella.
Buscando esas discusiones mañaneras
que nunca terminan en nada bueno pero que condimentan esas relaciones ya
cansadas. Leticia luce aburrida, hastiada de Adelfo y sus chistes de mal gusto.
Han pasado los años y siguen discutiendo por las mismas cosas: la toalla en la
cama, el talco en el piso, las medias en el rincón. El viejo repite las
anécdotas, los cuentos, las bolserías… pareciera que lo hiciera a propósito,
para fastidiar.
Me dirás que ya no levanto, mírame.
Adelfo saca el pecho y se observa de medio lado en el espejo del cuarto. ¡Qué
talco!
Ella soltó una risotada. Ese fue un
despertar algo distinto. Lo normal era que Adelfo hiciera su café en silencio y
se sentara en la mesa del comedor a leer un poco sorbiendo la infusión con
canela y clavo dulce. Hacía un mes que le había llegado la jubilación y seguía
levantándose igual de temprano, en vez de quedarse un rato más en la cama,
dando vueltas como un gusano.
No te muevas tanto y déjame dormir
–le decía Leticia somnolienta.
La compañera y madre de cuatro hijos.
Todos mayores de edad, casados y con críos, los varones. La hembra no ha
querido saber nada de pareja hasta no culminar la carrera.
¡Voy a hacer café! –se decía Adelfo.
Salía sin encender la luz, el reloj
marcaba las cinco y sólo se escuchaba el suave rugido de los aires
acondicionados y los ventiladores. Quiero caminar, hace tiempo no lo hago.
Estuvo pensando cualquier cosa insignificante hasta que se vistió de entrenador
deportivo. Bajó las escaleras y fue hasta la calle con las primeras luces, eran
las seis y un poco más. Desde el apartamento en Las Vistas hasta La Píccola,
allí daría unas vueltas y regresaría luego de una hora de ejercicios. Hace bien
para el organismo, los fluidos, la carne, la materia. Ahora reflexionaba un
poco sobre los beneficios del oxigeno y la importancia de la respiración. Hay
que llegar a cierta edad para entender, cuando sé es joven maltratamos el
cuerpo y pensando que somos eternos, que la salud es como el mármol,
imperecedero. Al llegar los primeros
signos del deterioro comenzamos a pensar, que si aquello, que si lo otro. Y el dolor instalado en la espalda, como una
maldición egipcia, haciendo estragos. Hasta ponerse las medias se convierte en
una tragedia de dimensiones estelares. Entonces te dices, tengo que dejar de
comer carne roja, debo ingerir frutas, vegetales, dejar la bendita cerveza. Lo
haces las primeras semanas, te sientes bien y a los días se te olvida el
esfuerzo. El afrecho, el pan integral, la ensaladita… lo echas todo a la basura
y vuelves a llenarte de grasa, en ese oleaje te mueves una y otra vez. Sin
embargo los años no perdonan, el tiempo es inexorable y sus tentáculos te han
atrapado. Sabes que ya no eres el mismo,
tu mujer te lo echa en cara en todo momento.
Los amigos andan en lo mismo, pero ellos no tienen vergüenza en
reconocerlo y viven comprando píldoras, cualquier cosa que inflame, que irrite.
Se vuelven una rochela y ríen cada vez que hablan de la tumefacción, hasta que
el viejo Carlos, el más vagabundo, te convence.
¿Y esto para qué? -le preguntó
Adelfo de una forma tan estúpida que su amigo fue sarcástico.
No te hagas el monaguillo, tú tienes más de cincuenta –le replicó
Carlos.
Guardó las pastillas y se quedó
pensando mentiras. Recordó el día de la pena,
veinte años atrás, cuando regresaba del trabajo y conducía por la ciudad. En
eso observó a una muchacha en la distancia pidiendo cola. Tiene buen lejos -se
dijo- me detengo, le doy el aventón y la invito a un refresco… por allí se
puede iniciar una historia de pasión y romance.
¿Señor, para dónde va usted? –preguntó
la joven.
Adelfo la miró, la midió desde la
cabeza a los pies. Cincuenta y seis kilos, uno setenta de estatura, excelentes curvas,
buena carátula, veinticinco años. Proporcionada la niña
Voy para el infierno, no te gustaría
acompañarme. –dijo el fanfarrón, queriendo hacerse el gracioso.
Al lado de ella apareció su
compañera, una descomunal hembra, matahombres, de cabellera espectacular que le
dijo sin tapujos.
¡Perfecto, nos metemos los tres en
un hotel y hacemos una ensalada! –sonrió
moviendo la pelambre hacia atrás.
Adelfo se cagó, intentó arrancar
pero ya las chicas estaban abriendo las puertas. El recordó a los franceses que
tienen una expresión para esos bochinches. Menú para tres, algo así. Se excusó, dijo que no tenía tiempo, que iba
a almorzar.
Bueno, entonces nos llevas a comer
pescado a Cabeza de Toro –sentenció la diabla quien se había arrellanado en el
medio, pegando la pierna al desconcertado conductor.
Adelfo, pasmado, recordó que tenía
trescientos bolos, un dineral para ese entonces, en el bolsillo de la camisa; como pudo los
sacó y guardó debajo de la alfombra. Si me atracan salvo la plata, se dijo. En
ese instante pensó en los asaltos, los secuestros, el hampa común… se le vino
el mundo encima. Lo atraparon los
nervios y no era para menos, un tercio tan pacato como él que no había variado
la posición en treinta años, apenas había tenido contadas escaramuzas que
terminaron en más pólvora que plomo.
Estaba echando bromas, ustedes son
muy lindas, pero mi esposa me está esperando –balbuceó avergonzado.
Se sintió humillado por no haber
podido responder en el instante, como diría Carlos, ser asertivo. Se vio
sentado en la mesa del comedor, seguro en las cuatro paredes de su apartamento,
con la amargura de la derrota almorzando con su vieja un plato insípido, una
sopa sin condimentos, pero seguro de los peligros de la calle. La escena le estalló en el cerebro toda la
noche y aún hoy recuerda lo acontecido y se pregunta de qué tamaño debería ser
el riesgo, el atrevimiento para apreciar
que rompemos ese miserable cascaron de moralidad y de culpa.
Las voy a guardar, pero no necesito
de eso –le dijo Adelfo al sibarita.
Son muy buenas, desde que las probé
no he podido dejar de usarlas. ¡Ah viejito mañoso! –sentenció Carlos.
Le dio una vuelta a la urbanización
y regresó al punto de origen, pensaba darle tres. Con una hora de caminata es
suficiente, se dijo. Años atrás se iba hasta el Paseo del Lago y trotaba. En ese pasado reciente las cosas eran
distintas, no usaba lentes para leer, su cabello era abundante y negro, no
sufría de achaques y su frecuencia amatoria, como dice su otro amigo sexólogo,
era más que normal. Ahora las cosas han cambiado, a veces se le olvida hasta la
existencia.
¡Epa! –saluda Adelfo a un parroquiano.
¡Eh!, -le responde el hombre.
El extraño camina por la orilla del
macadán, a un lado de las jardineras de las casas, lo hace en sentido contrario
con el palo de escoba en la mano derecha. Apenas son las siete de la mañana, el
tráfico de los autos comienza a despertar y el monóxido de carbono penetra como
un aire maligno en los pulmones. Adelfo apura el paso y recuerda que la
jubilación le llegó muy rápido, aunque pensó en ella con vehemencia ahora se
siente extraño. No sabe qué hacer con el tiempo. Observa los arbolitos donde
los mirlos revolotean y cantan, sembrados entre los brocales a lo largo de la
avenida que recorre La Píccola hasta llegar a Canaima, El Rosal Sur, Monte
Blanco. Luego de un rato mira la hora en su celular, un Motorola digital de los
baratos, decide regresar. Mañana es muy probable que vuelva a salir con su mono
azul metalizado, los zapatos Spalding, la gorra importada y el aparatico con
audífonos para escuchar música. Es la imagen del propio palurdo que no quiere
aceptarse, haciendo joggin para sentirse renovado. Esa moda de caminar no le
pertenece ni un poquito, menos la de
usar esa indumentaria ridícula. Los métodos para bajar de peso y sentirse bien
con la vida a pesar de las miserias, son
algo relativamente nuevo, forman parte del arsenal individualista de autoayuda
que trajeron los anglosajones. ¡A buena hora!, argumenta Adelfo. Sus compinches retirados, tacaños y
hablachentos lo secundan, suelen reunirse en El Apache y La Tovareña para
hablar de aventuras amorosas, casi todas inventadas para animar las tertulias.
Hay un ruido de latas, de botellas vacías que gravita en su cerebro. ¡Mira,
Adelfo, tienes que hacer algo, te vas a tullir!
Se dice cada vez que el nervio ciático se le retuerce como un látigo a
lo largo de la pierna.
Al siguiente día se vistió con la
misma pinta, apenas se cambió la ropa interior. Ahora el señor con el palo de
escoba va delante de él, a media cuadra. Para no alcanzarlo y evitar el gesto
decide disminuir el paso y cruzar a la izquierda. Así está bien, una vez lo
saludó con deferencia y éste le contestó sin ganas, hizo una mueca y soltó un
monosílabo entre dientes, más por obligación que por cortesía. Así que ya no
quiere ni verlo, ni tropezarlo para no tener que decirle nada. Adelfo es medio
maniático, la mujer a cada rato se lo recuerda. Hoy se levantó otra vez
temprano, la misma rutina del café, las abluciones, el retrete.
¡Viejo!, ¿vas a desayunar? –le
preguntó Leticia al regreso de la caminata.
¡Sí! –le respondió Adelfo,
inmutable, esplendido.
Se había encontrado con una
deportista que no sólo le contestó con amabilidad el saludo sino que fue más
allá del hola qué tal. Parece que la suerte logró sonreírle esa mañana. No
estuvo mal cruzar hacia esa dirección, de donde uno menos se lo imagina salta
la liebre. Se le habían grabado en las pupilas ese par de piernas bien
proporcionadas, caderas, pechugas y aquellos ojos tan hermosos. Comió en
silencio, mojó el pan en la salsa, bebió y luego se limpió con un paño de
cocina. Respiró profundo, eso pareció una especie de suspiro. Leticia lo miró y
no le quedó más que mascullar un improperio.
Adelfo cree que se las trae, no sabe
mentir. A veces es tan torpe que ella lo deja tranquilo para no hundirlo más en
ese fango triste de la compasión y la autocensura. Fisgón y baboso ahora anda
comprando franelas, interiores tipo bikini, cremas para las arrugas y loción
capilar.
¡Que no se te vaya ocurrir
colorearte el pelo, viejo impertinente! –le dijo en seco al terminar el
desayuno.
¿De qué estás hablando? –pregunto
haciéndose el montuno.
Dígame esa vaina, ahora tu padre se
metió a viejo verde. Le decía Leticia a los muchachos. Ellos se reían y le
respondían a la madre que lo dejara tranquilo. A esa edad suele ocurrir, es una
especie de climaterio. Por allí lo llaman andropausia, le argumentaba uno de
los varones. La hembra ni pendiente, lo de ella eran los libros y la música.
Así fue como Leticia se olvidó de la
crisis de Adelfo, que correteara a las mujeres de la urbanización, total
ella sabía que aquel monigote era un
buchipluma. ¡Todo se le va en suspiros! El hombre estaba desconcertado, esa
mamadera de gallo le molestaba. Ahora no
sólo era Carlos y la cuerda de amarretes, sino la mujer y los hijos, con la excepción de la niña, estudiosa ella.
¡Viejo degenerado! –fue lo último
que le dijo la esposa.
No me llames viejo, te lo he dicho,
no me gusta. ¡El día menos pensado les voy a echar un vainón! –repetía Adelfo.
Una de las tantas mañanas calurosas
de aquel mayo miserable, hizo lo que la costumbre y el hábito le indicaban.
Preparó el café, llenó el crucigrama, leyó un poco sentado en la poceta, se
lavó el culo y se vistió con el espantoso ropaje de caminar. Estando en La
Píccola tomó una de las veredas internas y se detuvo frente a la casa de la
deportista. Ella le estaba esperando, era la tercera vez que se encontraban,
ahora salen a caminar juntos.
Ocurre que Adelfo ha perdido la
iniciativa y lejos de atacar como el perro de presa que dice ser, se le vuelve
el rabo entre las piernas. No sabe cómo actuar, la emoción lo ha dejado
perplejo, rechazando la invitación al sándwich que ella gentilmente le está
ofreciendo. Todavía no hemos salido a caminar, dice el muy pendejo. Eso que
importa, insiste ella. Ven cómete algo, algo siempre es mejor que nada. En ese momento le vienen ideas confusas, se
siente turbado, no está seguro de las palabras.
Se le está enredando el volantín, le
viene a la mente la tragedia de su primo Francisco que estuvo meses detrás de
una mujer y el día que ella decidió acostarse con él no le funcionó la
pinga. Por allí comenzó su amistad con
el sexólogo, quien le hizo terapia y parece que al final logró su cometido.
Pero de todos modos eso es como para echarse a morir. Imagínate, uno a esta edad y que se le
presente un chance y cuando estás allí, delante de la fémina. ¡Nada!,
disfunción eréctil, como me contó el médico. Y fíjate que yo le dije, ten
cuidado con la ansiedad, relájate, siempre es bueno tomarse unos tragos, luego
viene ese juego de tocarse, sin apuros, no pienses en penetración. Practica el
tantrismo, es más un arte que una técnica, lo inventaron en la India , la tierra del
milenario Kama Sutra y el Ananga Rama.
¿De qué verga estás hablando? –preguntó
Francisco con asombro en esa oportunidad.
Fue cuando entendí la tragedia del
primo. Su ignorancia en el tema del amor era proverbial. En el tercer intento
no había podido culminar la faena y definitivamente, eso desconcierta a
cualquiera. Me ocupé del asunto, ese es un problema de salud pública y de
seguridad social. Es más, le presté el carro y el muy idiota dejó en el asiento
todas las evidencias. Lo que vino
después fue una telenovela, ¡Qué te puedo decir!
Adelfo termina el sándwich, bebe el
café con leche hasta el final y se limpia la boca con la servilleta. No tenías
que contarle a la deportista nada de eso.
-Se dice para sí. ¡Eres un lerdo! Ahora va a creer que lo del primo es
un cuento autobiográfico, una realidad
encubierta por la ficción.
¿Y el primo, en qué paró todo, no lo
has vuelto a ver? –la deportista preguntó sin alarma.
Yo creo que si el hubiera conocido
esas pastillas la historia fuese diferente. No lo volví a ver, se molestó
conmigo cuando la esposa lo descubrió. Nadie en esa familia me habla. Me
convertí en el malo de la película. ¿Qué te parece?
¿Y tú, no necesitas ayuda? Todavía
eres joven. –la deportista le sonrió con picardía.
Adelfo se sintió magnífico, por fin
alguien no le llamaba viejo. Se vio allí en una casa bonita, entrando por la
puerta grande, seducido por las piernas, las caderas, las tetas de una deportista.
¡Dios, y aquellos ojos! Recobró con
lentitud la compostura, recordó sus mejores momentos cuando comenzó a trabajar
en la compañía petrolera. Eran otros tiempos, uno se iba hasta El Rapallo, La
Hoyada, El Chicote y allí pasaba la tarde del sábado, bebiendo cervezas de lo
lindo, degustando las tapas, apostando a los caballos.
Fíjate que no, no las uso, no tengo
necesidad de eso, aunque me gustaría probarlas un día a ver que ocurre –dijo
Adelfo insinuante.
¡Síííí! –se le escapó la emoción a
la deportista.
La deportista es una mujer diseñada
para ser amante. Divorciada y reincidente, independiente, segura y algo
dominante. Del primer marido le ha quedado un negocio que ella administra con
eficiencia. Del segundo una niña que vive con su abuela. Se ve muy bien, tendrá
unos treinta y ocho, cuarenta años a lo sumo. Los ejercicios diarios y la dieta
balanceada, natural, la mantienen en
forma. No hay un trazo de celulitis, estría, arruga en su piel mediterránea.
Sutilmente desvía la conversación hacia la cuestión erótica, le interesa saber
si Adelfo no la va dejar a mitad de
camino. Vestida y alborotada. No piensa repetir experiencias tristes, malas
tardes, frustraciones que producen dolor en los ovarios.
Adelfo regresó a su casa como a las
ocho y media, se le había ido el tiempo conversando, trompeando la cerca del
chiquero como le diría su padre.
¿Por qué tardaste tanto? –preguntó
Leticia.
Me quedé leyendo el periódico en la
panadería. –respondió secamente.
Receloso, trajo la prensa, un par de
canillas y el jugo de naranja. Volvió a desayunar. Pasó esa semana haciendo planes, la emoción lo había desbordado. En eso Adelfo
era muy crédulo, desde muchacho se hacía ilusiones con las mujeres, recordó al
pequeño Bermúdez y unas palabras de éste
cuando eran adolescentes.
Adelfo, las mujeres son hijas del
demonio, no creas todo lo que te dicen y menos si lloran –sentenció el enano
aquella tarde del sesenta y siete, un mes antes del terremoto.
Precavido, habló con su amigo. No
dijo nombre, lugar, fecha que lo pudiera comprometer. Carlos, mucho más corrido, veterano de mil batallas,
lo reconvino por ser tan zopenco, enamorándote solo a estas alturas. ¡No
parecen cosas tuyas! Adelfo no se
inmutó, pero recibió el zarpazo. No muy lejos de ese día decidió poner en práctica
su programa personal. Pensó en Leticia, iba a probar las virtudes de la famosa
pastilla antes de intentar la aventura amorosa con la deportista. Habló mucho
ese día, fue amable, lavó los platos. Me tomo la píldora una hora antes, de
modo que al ir a la cama el efecto debe estar allí, en el miembro, en la
naturaleza masculina haciendo su labor.
Ocurrió que Leticia, cansada de
limpiar y bregar con los nietos, estuvo viendo la telenovela y cuando le dio
sueño se volteó, acomodándose en su lecho. El inflamado Adelfo la tanteó, la
zarandeó, la procuró y nada.
Viejo, duérmete, deja el fastidio.
–le dijo con cierta rabia.
Esa noche el corazón de Adelfo se le
iba a salir por la boca. Se quedó con el
madero en el hombro. Ni siquiera pensó en la autocomplacencia, le daba
vergüenza esa desventurada situación. Se levantó temprano, más de lo
acostumbrado, con la amargura en la lengua, enardecido, parecía un basilisco.
¡Qué desperdicio! –se decía una y
otra vez.
Al poco rato, ya calmado, pensó con
entusiasmo en la deportista, el carruaje de la buena ventura se acercaba, a los
tres días dirigía sus pasos otra vez hasta La Píccola , probaría suerte
con la nueva amiga que a la postre estaba esperando que el pusilánime se
decidiera. Con el mayor sigilo, nadie se enteraría, fue hasta el coliseo. Ese era su preciado tesoro, el secreto de su
alma aventurera.
¿Quieres probar mi resistencia? –le
pregunto Adelfo con una sonrisa amable. El pensaba en la pastillita azul.
¡Sí, mi rey! –le respondió la
atlética mujer. Si lo logras soy tuya,
hoy y mañana, por los siglos de los
siglos.
¡Amén!. –respondió Adelfo quien no
podía dar crédito a lo que estaba escuchando.
¡Ven mi rey! –y se lanzó a caminar,
luego a trotar y después aquello parecía una gacela.
A los doscientos metros el viejo
Adelfo cayó, sin aliento, desmayado, apenas consciente. Tuvieron que llamar a
Urgencias Médicas. ¡Oxígeno, oxígeno! Mira hacia arriba y observa como en un
sueño a los tordos mirlos en su tálamo. Ahora, cada vez que pasa por La Píccola , todavía no ha
dejado de caminar, intenta cruzar hacia la izquierda con recato. Lo ocurrido, ha dicho, se lo llevara hasta la
tumba.
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