Cuando Honorio murió, a sus amigos más íntimos nos cupo la dolorosa tarea de desarmar su casa. El hombre no tenía familia y tampoco había acumulado demasiados bienes, pero el dueño del dos ambientes con balcón que alquilaba en Villa Crespo insistió en una entrega inmediata del inmueble, a menos que alguien se comprometiese a pagar el alquiler. Pensamos en hacer una vaquita por un tiempo para dilatar el momento fatal y preservar ese ámbito como un santuario del que fue nuestro amigo, pero ninguno tenía un presupuesto demasiado holgado, así que preferimos acelerar el trámite y asumir la tarea de desarmar su casa como la última despedida que le podíamos dar a Honorio.
Así que nos encontramos un sábado luminoso de mayo Fito, El Gordo, Nené, los mellizos Bonorino y yo, dispuestos a embolsar, empaquetar, desechar y regalar los restos materiales de lo que fue la existencia de nuestro querido Flaco.
Mientras revisábamos alacenas y roperos con curiosidad morbosa, recordábamos anécdotas de los muchos años de amistad que arrancaron en la escuela primaria, bajo la mirada cariñosa de la señorita Celia. En todas, Honorio se erigía como una suerte de héroe oscuro y melancólico, bien diferente a los chicos que lo rodeábamos.
El siempre estaba interesado en cuestiones que nosotros ni siquiera podíamos entender: experimentos científicos sobre los cambios en la materia, complejas reacciones químicas, cálculos matemáticos y problemas filosóficos como la reencarnación y la trascendencia del alma. Mientras nosotros corríamos detrás de la pelota el Flaco Honorio atormentaba a los maestros con sus preguntas o se escapaba al laboratorio de ciencias para probar alguna de sus curiosas teorías.
Nosotros nos acercamos a él un poco para protegerlo de las burlas de los demás compañeros. Creíamos que teníamos que hacerlo porque era vecino de nuestra cuadra. Pero después aprendimos a disfrutar de su sentido del humor y su bastísima cultura. A la tarde, después de la escuela, nuestro amigo nos deleitaba con historias de pócimas maravillosas y avances de las ciencias que había leído en las enciclopedias o en los libros de H. Wells y Julio Verne que le compraban sus padres.
Más de cuarenta años más tarde el estímulo de aquellas historias me había convertido en algo parecido a un escritor, así que a la barra le pareció justo y necesario que yo me quedase con los libros del Flaco. Mientras Fito y El Gordo disponían la ropa en bolsas de consorcio para donarla a la parroquia, acomodé en varias cajas de cartón el contenido de la biblioteca: montones de textos de divulgación, todos los títulos de Verne, algunos tomos sobre espiritismo y reencarnación y varias biografías de un personaje por el que Honorio sentía una verdadera fascinación: Harry Houdini.
Nené, que siempre había sido la única mujer de la barra, prefirió encargarse de las fotos. Dedicó un rato bien largo a recorrer el departamento buscando en muebles y portarretratos y logró una colección de imágenes que, de un modo arbitrario, condensaba la vida del Flaco. Había fotos de la escuela primaria en las que Honorio llevaba el delantal almidonado. Otras de la época de la secundaria que documentaban nuestras tardes en el río y los primeros bailes. Y una importante serie de postales de la vida artística de Honorio. En ellas se lo veía brillar en lo escenarios, ante el aplauso del público, en Buenos Aires. Roma, Los Angeles y Estambul. En las primeras se veía a sus padres en primera fila. Pero a partir de la década del ´80 el hombre estaba solo, incluso en las postales de sus recorridas turísticas por cada una de las ciudades. Cada uno de nosotros recordaba haber recibido alguna copia de esas fotos con unas líneas cariñosas del Flaco que nos contaba de sus andanzas por el mundo.
Para entonces, los mellizos Miranda habían comenzado a vaciar el balcón. Le ofrecieron las plantas a la mujer del portero que las aceptó convencida de que necesitaban cuidados intensivos o al menos una buena cantidad de agua y fertilizantes. Y una existencia alejada del conejo que la había emprendido con sus tallos y sus flores y ahora dormía tranquilo, hecho una bola de pelo blanco, detrás de una maceta.
Los Mellizos recordaron a una sobrina suya que andaba buscando una mascota y estaría feliz de adoptar al animalito. Pero unos minutos más tarde descubrieron que el bulto cubierto por una lona que parecía un ventilador de pie en un ángulo de la cocina, era una jaula con dos palomas blancas. Les pareció un designio del destino que fuesen dos, así que decidieron repartírselas y conservarlas como recuerdo del amigo que ya no estaba.
Lo demás fue llevar los muebles a una compraventa y acercar la ropa a la iglesia. A Honorio no le conocimos mujeres, y aunque todos pensamos que estaba secretamente enamorado de Nené, jamás había demostrado por ella más que un sentimiento de amistad genuina.
Eso sí, ninguno de nosotros quiso quedarse con su varita mágica. Esa que usaba en cada una de las funciones para hacer aparecer flores, pájaros, conejos, monedas, billetes o bonitas ayudantes. Creo que confiábamos tanto en los poderes del Flaco que pensamos que quizás, algún día él va a usarla para volver a nuestro lado o para mandarnos una postal para contarnos como le va por aquellos andurriales.
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