Ella se estira en la butaca y chupa el Winston con su boja roja y golosa. Viste muy elegante, es rubia y, pese a tener estudios y un buen empleo en el cual trabaja a diario con la enfermedad y el dolor, no ha bajado todavía de la nube. Cree ser un ser especial, merecer riqueza y felicidad sin esfuerzo, como su madre la adoctrinó: tenía que agarrar un hombre rico y llevar una vida de multimillonaria.
Es así, por lo que no le ha satisfecho ninguno de sus novios, porque no estaban forradísimos, no tenían mansiones ni yates, ni le daban una vida principesca. Cree que es lo que se merece, pero, aunque se resiste a aceptarlo, sabe también que en estos tiempos con el coño ya no se coloca una.
Le digo que el sentimiento importa y ella se encoje de hombros.
Añade que todas sus amigas se han casado sin amor, que sí que hay cariño, sexo, pero que lo importante es la seguridad, el dinero, el chalet, la buena vida.
Sin que yo diga nada, agrega que ya sabe lo que estoy pensando: que eso es lo que es, prostitución legal, que ella se casaría por dinero y que, la verdad por delante, es como todas, una puta.
No digo nada, acabo de cenar y me voy. Esta noche no ha sucedido nada nuevo.
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