Cacho se casó de jovencito. Clareaban los setenta y después de extenso noviazgo plagado de manotones en los zaguanes, pero sin consumación alguna – como se estilaba en la época – la parroquia barrial los encontró entre arroces y gritos de algarabía saludando en el atrio.
Luna de miel breve en Mar del Plata y las primeras frustraciones. A la Juana no había con qué darle. Rubiecita bien formada, primero el Cacho se saciaba y luego ella, hasta que se dio cuenta que la cosa pasaba por otro lado. Cientos de revistas “femeninas”, consultas a psicólogos, amigos de la barra y hasta “sexólogos”, que por entonces eran toda una rareza en la Argentina camporista.
No había caso, la Juana no terminaba. Horas eternas se pasaba el pobre hombre con los “jueguitos previos”, caricia por acá, caricia por allá, mordiscos, sogas. A todo apeló el Cacho. Desde cremas a mordazas, desde sadismo a fetiches. Pero a la Juana no se le movía un pelo.
Luego de dos largos años de frustraciones, la tarde jugaba a ser ocre y Cacho volvió del taller por otro camino. Y allí la vió. A la Juana entrando al telo de Brasil con el carnicero de la esquina. Pudo más la curiosidad que la furia. Unos pesos al recepcionista y estaba en la habitación de al lado. Fúlmine fue la sorpresa al escuchar los gritos de placer de su Juana, esa misma que hacía largos dos años no tenía un orgasmo ni aunque se viniera abajo el mundo.
Esa misma tarde dejó la casa y una breve nota de despedida. Los placares vacíos le dijeron a Juana que nunca más en su vida iba a ver a Cacho por la mañana.
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Largos años pasaron y el mecánico jamás rehízo su vida. Ya había tenido demasiado con su primer y único matrimonio. Juntaba unos pesos y se daba una pasada por Moreno. Eran cuatro o cinco chicas nomás a las que tenía apalabradas de antemano. Cien o ciento cincuenta algunas. Entraban al telo y a la media hora Cacho estaba satisfecho y con menos plata en el bolsillo. Luego llegaba a su casa y se calentaba algo que había sobrado del día anterior, mientras se dormía mirando a Tinelli. Una sola cosa le quitaba el sueño, al menos un par de veces por semana: Jamás en su vida había sabido cómo era eso de “hacer acabar a una mujer”. Se desvelaba noches enteras. Y algunas mañanas lo sorprendían llorando camino del taller. Mientras lloraba murmuraba “porque sos un pelotudo, eso. Por eso a las minas no se les mueve un pelo con vos. Sos un pelotudo”, se decía mientras agarraba la llave de fuerza y comenzaba su rutina.
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No fue una tarde cualquiera. El final del uno a uno lo encontró forrado de dólares bajo el colchón, con unos pocos amigos e hijos ajenos. Ya orillaba los sesenta y al cruzar Moreno, en la esquina de Jujuy ese pordiosero que lo llamó. Primero se hizo el boludo, luego se acercó con disimulo. El linyera lo atrajo con sus manos pringosas y estuvo como una hora diciéndole quién sabe qué cosas al oído. El tema era que Cacho escuchaba atónito y asentía con la cabeza. Terminado el soliloquio se quedó sin saber qué hacer. Luego de media hora parado decidió depositar todo ese conocimiento en un lugar, comenzar la faena donde todo había empezado. Se tomó el 70 y se bajó en Barracas, justo en la puerta de la casa donde había vivido un par de años con la Juana.
Con el café de la noche ya se habían puesto al día y se habían disipado los rencores. No le costó mucho a Cacho besarla como al pasar cerca de la boca y a los diez minutos ya estaban en la cama. El secreto ancestral del pordiosero fue a dar tal vez al lugar menos indicado. A la hora de hacer el amor Cacho aplicó esa receta como al pasar, como sin convicción. Fue hacerlo y asistir alelado al orgasmo más prolongado y salvaje que el Cacho pudo vislumbrar en toda su opaca vida. Luego de ello el corazón de la Juana dijo basta y quedó exánime, vacía, despojada de todo hálito. En puntillas de pie el mecánico se levantó de la cama, buscó en la mesa de luz de Juana su carta de despedida escrita años atrás, la tapó hasta la cabeza y se retiró en el más absoluto silencio de lo que alguna vez había sido su casa.
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El raid delictivo de Cacho duró casi diez años. En los últimos obviamente se ayudaba con Viagra. Comenzó por Moreno y luego fue desparramando su rutina mortal por Caseros, Ramos Mejía, Lanús, y alguna que otra vez Recoleta, cuando le sobraba el mango. Prostituta que agarraba la hacía delirar hasta el éxtasis. Y todas morían del mismo modo: Con una increíble sonrisa de oreja a oreja. Él se limitaba a cerrarles los ojos y taparlas con la sábana.
Pasaron decenas de comisarios. Se creó una comisión especial. La policía no dejaba que se filtrara la información pero ya todos sabían que hacía al menos 8 años andaba suelto un asesino serial de putas. Todas morían del mismo modo: de un tremendo y masivo paro cardíaco. El asesino no dejaba una sola huella. Y a las chicas jamás les faltaba un centavo. Pero estaba claro que sabía bien lo que hacía. Las mataba de puro placer. Y comisario que asumía, era puesto al tanto de las novedades de lo que dieron el llamar “el matador de putas”. Así, a secas. Vino gente del FBI con el mayor de los sigilos. Agentes encubiertas disfrazadas desde las más sofisticadas meretrices, hasta las más viles rameras. Y nada. Morían por todos lados como pajaritos, y del asesino serial, ni noticias.
Mientras tanto, Cacho mutaba sus rostros pero no su desenfrenada carrera delictiva. Hoy era un rubio melenudo, mañana un abogado de saco y corbata, pasado un médico calvo. A veces mataba en Palermo, otras en Pompeya. Y las chicas no se quejaban, ¡qué va! Si se iban al más allá con el orgasmo más sublime que hubieran sentido jamás. Nunca, pero jamás de los jamases, la ley le había pisado siquiera los talones. Este hombre fue durante muchos años en único asesino serial que registró la historia argentina sin descubrir.
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La noche en Ramos tiene algo especial. En su mejor zona se combinan toda la plata del mundo con un halo indescriptible de mediocridad. Y Cacho sabía eso a la perfección. Por eso esa noche eligió un Megane color huevo, súper sport, coupé, con música de bailanta a todo trapo y fue parando en cada uno de los boliches de onda y merodeando a su próxima víctima.
Sobre una esquina la vió. Morocha infartante, algo mayor pero con curvas que cortaban la respiración. Fue abrir la puerta y ver esas eternas piernas para saber Cacho que ese era su bocado de la noche. Por todo diálogo se escuchó algo así como “¿Cuánto?” y ella responder “Trescientos pesos pero con todos los chiches, mi amor”.
Y se fueron para Panamericana, al hotel más caro y sofisticado de la zona.
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Cuando Cacho se quiso dar cuenta ya era tarde. Hizo todo tal cual lo marcaba el manual pero no había caso. La mina era una tigresa. Al salir del baño le vió un aire sospechosamente parecido a la Leonor, la hermana más chica de Juana. Pero descartó esas visiones por considerarlas fruto de la bebida que ya había corrido a raudales.
Cinco minutos antes de morir de un infarto esas sospechas se vieron confirmadas. Con ella arriba, él mirando el techo, se tocó la boca del estómago y mientras agonizaba escuchó que le decían:
“- Te manda decir la Juana que te ve en cinco minutitos, nomás, hijueputa”
Muy bueno el cuento, Carlos. Escrito con una sencillez atrapante, mezcla con ese airecito a tango que, por alguna razón, me recordó a "Diario de la guerra del cerdo". Saludos.
ResponderEliminarMuchas gracias Hernán por tus elogiosos comentarios! Casi todos mis cuentos tienen un aire a tango, será que soy de Barracas al Sur. Y si, recuerda al "Diario" pero al revés. Los que matan son los viejos, y no al revés. ¿Será una especie de "revancha" del Diario?
ResponderEliminarAbrazos
Podría tomarse como una revancha o una precuela, porque, aunque cronológicamente los sucesos de este cuento ocurren después de los hechos de la obra de Bioy, bien podría haber sido tomados como disparador de "la guerra del cerdo". Y si, es verdad... no he leído muchos cuentos tuyos, pero ahora mismo me viene a la mente aquel relato sobre esos personajes que dejaban de fumar, y que al final, uno de ellos le tiraba un atado sobre el ataúd al amigo, muerto de forma ridícula si mal no recuerdo. También ese me daba aquella sensación de tango que hace que, finalmente, se traten de cuentos hermanos; algo parecido a lo que hacía Fontanarrosa con sus cuentos, y que francamente, me resulta encantador.
ResponderEliminarSaludos.
Gracias Hernán!!! En especial por leerme con tanto detenimiento. Ese cuento que se llama "Pucho que me hiciste mal" no sólo es mi cuento preferido, sino que me identifica como pocos. Forma parte de una serie de cuentos del estilo "entre amigos", la mayoría de ellos ambientados en un bar, donde un personaje en particular les cuenta a los demás historias inverosímiles. Buscalos que dentro de mis cerca de 75 cuentos publicados estan todos (son cerca de cinco o seis). Y si, en cuanto a lo otro, es mi forma predilecta de escribir, medio tanguera, medio porteña, medio citadina. Es que los orígenes, como la sangre, no se cuaja. Abrazos gigantes
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