Para Luis y Guille
-¿Usted cree en el
diablo?
-Hombre. Aquí, en el
monte, y de día, no creo... en nada: pero en mi casa, y de noche... ya es otra
cosa.
Pío Baroja, Camino de
perfección.
En la residencia en la que habito desde hace unos meses
tengo dos distracciones, un tanto absurdas, para cuando me canso de leer o de
oír música. La primera consiste en mirar por la ventana. Da esta a una amplia
avenida con un paso cebra y con dos semáforos. Raro es el día que no hay
accidentes entre ciclistas y automovilistas en dicho paso cebra. Viéndolos creo
que la gente está mal de la cabeza: se juegan la vida por detener el coche unos
centímetros más acá o más allá; y los ciclistas van por las aceras como si
estuvieran corriendo el Tour de Francia. Yo, por lo que pueda pasar, siempre me
desplazo a pie.
La otra distracción es ir al salón,
y participar en alguna que otra tertulia. Nunca me han gustado las
conversaciones entre tres o cuatro personas, pues, al final, uno termina por no
enterarse de nada dado que todos hablan con todos, y al mismo tiempo. Eso sí,
el tema es indiscutible: la crisis, los políticos, la corrupción, los engaños y
las mentiras de aquellos, y el poco sentido común de muchos de nuestros compañeros
de residencia. Esto es lo menos grave, al fin y al cabo todos pasamos de los
setenta años; lo malo es la falta de dicho sentido en una gran parte de la
juventud, y eso sí que es gravísimo. Por regla general nunca intervengo en
estas discusiones. Callo, miro y escucho.
Poco después de las fiestas de
Navidad entré en el salón. Estaba vacío, cosa rara. Sólo un compañero se
hallaba sentado en un rincón con un libro sobre la mesa. Su mano derecha
reposaba sobre la portada del libro. Tenía los ojos cerrados. No supe, en un
principio, si se había dormido o si estaba meditando o muerto, como sucede de
vez en cuando. Me moví sigilosamente para no molestarlo. Y sigilosamente aparté
una silla sin hacer el más mínimo ruido. Aun así, tal vez alertado por un sexto
sentido, abrió lo ojos. Me saludó con la mano y me invitó a sentarme a su lado.
Acepté de buen grado dado que no había cogido ningún libro ni revista: no era
aquel el lugar adecuado para leer.
-Estaba leyendo un libro -me dijo amablemente- que me regalaron
mis nietos para Reyes.
Diciéndolo me alargó el libro
abierto por la primera página: sin duda tenía interés en que leyera la
dedicatoria. Era una dedicatoria anodina, como casi todas, escrita con una
letra que dejaba bastante que desear. Yo, lógicamente, estaba más interesado en
leer el título del libro. Me quedé un poco anonadado: el libro era Drácula, de
Bram Stoker.
-¿Lo conoce usted? -me preguntó con una amable sonrisa.
-Lo leí hace tantísimos años -le respondí devolviéndole el
volumen- que es como si no lo hubiera leído.
-¿No recuerda usted nada? ¿Nada de nada? -preguntó con
incredulidad.
-Recuerdo vagamente -respondí deseando ser amable, aunque en
el salón ya no quedaban vestigios de árboles, nacimientos ni estrellas- que una
profesora de literatura, creo que allá por quinto o sexto de bachiller, nos
habló de esa novela como uno de los hitos del romanticismo, cosa que a mí me
sonó un poco extraña.
-Claro -dijo animándose mi compañero- eso fue sin duda
porque usted tenía la visión de Drácula transmitida por las películas, que son
nefastas.
-No le digo que no. Y por eso leí la novela, pues aquella
joven profesora insistía en que Drácula era el mito del amor imposible. Y, en
consecuencia, una figura romántica.
-¿Y qué le pareció a usted?
-¿Qué quiere que le diga? El buen Conde dista mucho de ser
un amante tímido, romántico y apocado. Recuerdo, no sé porqué se me quedó
grabado ese capítulo, que cuando una de las chicas es encerrada en su
habitación, y esta la llenan de ajos, Drácula recurre a un lobo, el cual,
saltando, rompe los vidrios de la ventana y permite que el cuarto se ventile.
Poco después el conde, quiera ella o no quiera, le busca la yugular con ahínco.
Y se la encuentra.
-Sí, tiene usted buena memoria: se trata de Lucy, la primera
víctima londinense del Conde.
-Aquí -añadí gastándole una broma insustancial- Drácula no
tendría nada que hacer.
-Hombre, puestos a escoger, yo también iría en busca de
yugulares jóvenes y tiernas.
-Ya. No me refería a eso. Quería decir que en este santo
lugar nos dan tanta sopa de ajo que el bueno del Conde, entre nosotros, iba a
estar en una cuaresma perpetua. Yo tengo un amigo que dice, creo que siguiendo
a Julio Camba, que la cocina española está sobrada de ajo. En este país le
ponemos ajo hasta a los pasteles de moniato.
-No sé. Tal vez tenga usted razón. Pero a mí el ajo me
gusta.
-Y a mí también. Así que está claro, ¿no le parece?
-Sí -dijo riéndose-, está claro. Yo -añadió después- también
leí la novela de joven. Aunque lo hice por causas distintas a las suyas.
-Bueno, para leer un libro y morder una yugular no hace
falta ninguna justificación.
-Cierto, cierto. Pero no es menos cierto que, a veces, se
recurre a los libros en busca de cosas, o de soluciones.
Me miró a los ojos como esperando
que diera mi asentimiento para que continuara sus explicaciones librescas. Lo
hice.
-Yo era una criatura muy miedosa -me contó-. No sé cuándo se
desarrolló en mí ese miedo. Tal vez influyó en ello el hecho de no vivir con
mis padres. Murieron en un accidente cuando yo tenía pocos años. Se me llevaron
unos tíos míos. Y recuerdo que en su casa comenzaron y se desarrollaron mis
miedos. Tenía miedo de todo. Y más, mucho más, de la noche y por la noche.
-Una situación nada agradable -dije por decir algo.
-No se lo puede ni imaginar.
-Recuerdo -dije deseando ser amable- que en nuestra época,
cuando éramos niños, la gente mayor se comportaba de forma bastante cerril con
nosotros. A los críos nos trataban con desprecio y crueldad. A veces me vienen
a la memoria los llantos de terror de un amigo, apenas tendría seis o siete
años, al que sus tíos obligaron a que besara el cadáver de su padre poco antes
de cerrar el ataúd.
-En mi caso fue terrible. El miedo no me desaparecía por más
años que cumpliera. Y un día decidí cortar por lo sano. De forma casual,
digámoslo así, cayó un mis manos un libro sobre el budismo, o alguna rama del
budismo. Leí en dicho libro que una de las pruebas a las que sometían a los
novicios budistas era encerrarlos durante tres o cuatro días, con un cadáver,
en una cueva en medio de una montaña.
-¡Vaya burrada! -exclamé sin poder contenerme.
-Eso pensé yo también. De hecho, según el libro, algunos
monjes enloquecían... La explicación residía en percatarse, de forma clara y
rotunda, de que nuestros miedos son provocados por nuestra imaginación. La
realidad es distinta. Nada hay más pacífico que un muerto. Sin embargo, si
pusieran un ataúd en este salón, tanto usted como yo procuraríamos alejarnos de
él lo más posible.
-Tal vez por eso Drácula produce tanto miedo, ¿no? Un muerto
que vive. Una paradoja con colmillos.
-Sí, es cierto. A mí me interesaba comprobar si era cierto
eso de la imaginación y de la realidad. Así que por las noches, en mi
habitación, trataba de racionalizar todos los ruidos que oía; pero a veces la
imaginación me podía... fue un trabajo de años.
-Lo debió de pasar muy mal.
-Mucho. Máxime cuando mi primo se empeñaba en llevarme al
cine a ver películas de terror, que a él, cómo no, le encantaban. Igualmente le
causaba un infinito placer darme sustos a cualquier hora del día o de la noche.
Yo vivía en un estado de excitación continuo.
-A veces me da la impresión de que hemos heredado la
crueldad de nuestros padres.
-Creo que en eso se equivoca: yo lo pasé tan mal que jamás
mis hijos han tenido miedo de nada. He procurado educarlos para que fuera así.
-¿Y cómo le benefició Drácula en su aprendizaje? -quise
saber.
-Yo no estaba dispuesto, como los budistas -me dijo
sonriendo- a pasar ni una hora con un cadáver. Pero sí quise ejercitarme en
excitar mi imaginación, para lo cual no se necesitaba mucho, y en dominarla al
mismo tiempo. Así que cuando era de día leía la novela; y cuando era de noche,
y el Conde se me hacía real, trataba de hacerlo desaparecer con mi mente. Fue
duro, muy duro. Una noche, ¡Dios, qué noche!, las gotas de sudor cayendo por mi
cuello me parecieron gotas de sangre... Me costó verdaderos esfuerzos reprimir
mis gritos y alaridos.
-De la forma que lo está contando -dije sonriendo- parece
como si Bram Stoker hubiera escrito su novela para que los niños no tuviéramos
malos pensamientos en la cama.
-¡Vaya por Dios! -exclamó riendo-. No se me había ocurrido
verlo así. Ahora bien, le puedo asegurar que yo no tuve malos pensamientos. Ni
de lejos.
-A mí lo que me sucedía en aquella época era que me enamoraba
de muchas actrices. Y por más que procuraba hacerlas reales en mi vacía
habitación siempre me encontraba mi cama sola y fría.
-¿Ve? En el fondo Drácula es un animal erótico.
-Bueno, digamos que eso, en las películas, lo han explotado
hasta tal punto que ya da un poco de asco. Hastía.
-Sí, es cierto. Pero ¿sabe? A su profesora de literatura no
le faltaba razón en lo del mito romántico. Y ya no me refiero sólo al personaje
como a la encarnación del amor imposible. Me refiero, ahora, a la forma de la
novela.
-Sí. A mí también me llamó la atención la forma en la que
está escrita la novela.
-Y desde ese punto de vista, ¿no diría usted que es una
novela totalmente romántica? Si partimos del principio de que el romanticismo
fue un “invento” de Goethe, o si quiere usted, que fue este el primero en
expresar las nuevas tendencias y puntos de vista de la nueva sociedad, y que lo
hizo a través de su novela Werther, Drácula, de alguna forma, es su
continuadora.
-No lo sigo. Me he perdido. Francamente. Hace tiempo que leí
la novela. No tengo las cosas tan frescas como usted.
-Quiero decir, y perdóneme si parezco un maestro en plena
clase, que una de las características del romanticismo es el subjetivismo, ¿y
qué más subjetivo que una carta? Werther es una novela epistolar.
-Sí, eso lo recuerdo. Y también recuerdo que Drácula está
escrita de forma fragmentaria...
-Efectivamente -me interrumpió mi compañero que parecía
animarse por momentos-. Efectivamente -repitió-. La novela está constituida por
diarios, cartas, telegramas y notas que se van intercambiando los personajes.
El único que no escribe es el Conde.
-También podríamos decir -apunté tímidamente- que Bram
Stoker es uno de los fundadores de la nueva novelística.
-No lo diga con la boca pequeña -me dijo sonriendo-. Creo
que es así. Aunque hay un problema, y no desdeñable, desde luego.
-Usted dirá -dije invitándolo a seguir hablando.
-Lo que voy a decirle tendría que matizarlo... Tendría que
volver a releer muchas cosas para hablar con un mínimo de propiedad; pero, en
fin, allá va. El teatro, de alguna forma, nos enseña que ninguno de los
personajes tiene la razón por completo... No sé, cojamos Antígona. Está claro
que las leyes están hechas para ser cumplidas, y Antígona se las ha saltado a
la torera. Por lo tanto es reo de muerte. Pero está claro que la ley decretada
por el rey, por Creonte, como le hace ver su hijo Hemón, es una ley injusta.
-Siempre le estamos dando vueltas a lo mismo.
-¿A qué se refiere usted?
-¿No es ese el problema de Sócrates cuando lo condenan a
muerte injustamente y le proponen, a fin de subsanarlo, que huya de la prisión?
-Sí, es lo mismo. Y tal vez todos tengan su parte de
razón... Habría que estudiarlo. Pero en Drácula, con el intercambio de cartas y
diarios no se busca otro punto de vista, otra explicación... Bram Stoker va
tejiendo una malla sutil ante el pobre lector. Todos los personajes, incluso
médicos y científicos, tienen que ir admitiendo aquello que va en contra de
toda lógica y del más común de los sentidos. Así que al pobre y desamparado
lector no le queda al final ninguna salida. Drácula se hace tan real como el
libro que tiene en las manos.
-Sucede eso sin duda porque Stoker es un excelente
novelista, ¿no le parece?
-Sin duda, sin duda -asintió-. Recuerdo que una de las
posibilidades que vislumbré, para liberarme de mis miedos, fue intentar
descubrir los puntos flacos de la novela, algo que me hiciera percatarme de que
todo aquello era pura fantasía y nada más que fantasía.
-¡Ay, amigo! -exclamé-. Me temo que eso es trabajo perdido.
-¿Por qué? -preguntó intrigado.
-Bueno, quizás con las novelas de terror suceda lo mismo que
con las novelas eróticas. Es curioso que unas palabras y unas descripciones nos
encrespen y sean capaces de hacernos perder el juicio. Al menos durante una época
de nuestra vida.
-Sí, pero usted termina, o terminaba de leer una novela
erótica, y seguramente no esperaría que la protagonista se le apareciera en
cualquier rincón de la casa...
-¡Qué más hubiera querido yo! -exclamé riendo.
-¿Ve usted? Yo no tenía esa certeza. Yo estaba convencido de
que el vampiro se iba a hacer presente en cualquier momento.
-Pero no se le apareció, ¿no? -pregunté sonriendo.
-Afortunadamente, y hasta ahora, no. Tal vez se debió
-añadió devolviéndome la sonrisa- a que encontré un punto flaco, aunque, la
verdad, de poco me sirvió. En realidad no me sirvió de nada.
-¿A qué punto flaco se refiere?
-Mi tía tenía una vecina con la cual se llevaba muy bien.
Era mucho más joven que mi tía. Y era preciosa. Era un monumento de mujer. Un
día se quedó embarazada. El parto, según me contaron, vino torcido. Hubo que
hacer la cesárea, y hubo que hacer una transfusión de sangre. Según contaba mi
tía, en el hospital se equivocaron al hacer la transfusión, y esta mujer
enloqueció... Sí, era una pena verla por las calles diciendo incoherencias...
Murió poco después. Y eso me dio la clave. En la novela a una de las
protagonistas, a Lucy, la primera víctima londinense del Conde, le hacen tres o
cuatro transfusiones. Y nunca se tiene en cuenta el grupo sanguíneo. Allí el
primero que llega ofrece su brazo. Y a Lucy no le pasa nada. No enloquece, no
muere. Y se supone que recibe sangre de distintos grupos.
-Claro, en la época de Stoker seguramente se desconocían
esas cosas. Esto me recuerda -dije entornando los ojos- que me sucedió a mí
algo similar con una novela... ya no recuerdo cuál, no recuerdo si era El
caballero del león o El caballero de la carreta... Acusan a la reina de haber
tenido relaciones con el senescal del rey porque en la cama de ella han aparecido
manchas de sangre. El senescal lleva varios días herido y reponiéndose. Y esa
noche, casualmente, se le han reabierto las heridas... La sangre, sin embargo,
no es suya sino de un caballero enamorado de la reina, Lanzarote del Lago, que
se ha herido rompiendo los barrotes de una ventana para yacer con ella. Hoy en
día con las pruebas del ADN todo se hubiera solucionado en un santiamén.
-Pero seguro que eso no le restaba importancia a la novela.
-No, claro que no.
-Pues algo similar me sucedía a mí con Drácula.
-Siempre podía dejar de leerla.
-¡Ah, no! ¡Eso sí que no! Yo necesitaba quitarme el miedo de
encima. Estaba a punto de cumplir los veinte años, y era como si todavía
llevase pañales. Y además -puntualizó sonriendo- la novela me gustaba mucho.
-¿Y lo consiguió? Quitarse el miedo, claro.
-Sí, lo conseguí; pero me costó sangre, sudor y lágrimas.
-Es decir, que ahora está releyendo la novela con total
sosiego y tranquilidad.
-Por supuesto. Y además me divierte enormemente. Es una
buena novela. Muy bien estructurada y graduada. Stoker, poco a poco, va creando
un clima de terror que termina por envolver al lector, aunque no sea miedoso,
como es mi caso actual.
-Decía don Miguel de Cervantes que si se lee Don Quijote a
una temprana edad, las carcajadas brotan sin ningún miramiento; leído el libro
a una edad entre la juventud y la senectud, la risa tarda un poco más en
brotar; y leído a nuestra edad, la risa se convierte en llanto.
-Drácula evidentemente es un caso distinto. Pero eso sí: lo
que antes me aterrorizaba, ahora me distrae mucho. Lo cual no es poco. Me lo
paso muy bien leyendo la novela. Y, antes de que diga nada: me molesta mucho
esa estupidez de literatura de evasión. ¿No se toma usted aspirinas contra el
dolor o morfina o lo que sea? ¿Qué tiene de malo que algunas obras nos hagan
más llevadera esta puñetera vida?
-Yo no he dicho nada...
-Ya, pero es que como a veces lo veo con el grupo ese que
siempre está renegando de todo...
-Cada uno se distrae como puede. Ahora el tonto de Martínez
ha descubierto que en los contenedores de basura no hay tantas cajas de cartón
como en años pasados. Ha deducido de ello que estamos en crisis, que la gente
no ha comprado tantos regalos, y que el país se va al garete. Y no hay día que
no nos obsequie con su sagacidad y su perspicacia. ¿Que le vamos a hacer? Usted
de joven quería conjurar a Drácula, y este, a la vejez, quiere ahuyentar a los
políticos y a los corruptos.
-Yo lo tuve más fácil.
-Sin duda, sin duda.
-Cuando termine la novela se la dejaré. ¿Sabe? Drácula
necesita reposar sobre tierra de Transilvania. Tiene que dormir en ataúdes que
contengan tierra de su país. Me recuerda el mito de Atlante. Cada vez que
Herakles lo tiraba al suelo, aquel se reponía: la tierra, su madre, le daba
fuerzas. También las recupera uno cuando, tras un viaje por el extranjero,
vuelve a casa. Es curioso.
-Sí, es curioso. Y le agradezco su ofrecimiento. Pero
hagamos una cosa mejor: acompáñeme esta tarde al centro, y me la compro yo. Así
la vamos leyendo al mismo tiempo, y la vamos comentando.
-¡Ah! ¿Hacemos un debate sobre Drácula? -me preguntó
tendiéndome la mano-. ¿Le apetece?
-Me apetece. Aceptado -le dije apretando con fuerza su
mano-. Y espero que sea todo mentira. No por nada sino porque los cementerios
cristianos son muy tristes. Levantarse de un cementerio en medio de un prado o
de un campo lleno de sol, debe de ser una maravilla. Pero estos cementerios
estructurados por pisos, con lápidas horribles y flores de trapo ajadas y
llenas de polvo... ¡qué horror!
-No había pensado en eso. Pero lo discutiremos también.
Tenga en cuenta que el Conde sufre de halitosis, aunque jamás se queja de
caries, qué maravilla, ¿no? ¿Al centro nos vamos con el autobús o a pie?
-Como usted prefiera. Recuérdeme que me compre una libreta y
lápices para subrayar. No sé leer sin manchar ni ensuciar el libro.
-Mientras no lo manche con la sangre que le gotea de los
colmillos...
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