Si uno vive en las afueras de “Córdoba Capital” (como les gusta decir a los propios cordobeses de su ciudad magna, la Docta), tiene algunos privilegios. Placeres de los sentidos, simples pero contundentes. Desde una ventana convenientemente dispuesta – por ejemplo en los alrededores de Villa Allende – la vista se pasma con un conjunto de aguamarinas, esmeraldas y azulados. Son las primeras estribaciones de las sierras. En este caso en particular, del Valle de Punilla. Las leves montañas se recortan en el horizonte como nubes iridiscentes sobre las seis de la tarde, y como ominosos nubarrones sobre las ocho de la noche. Ver ese espectáculo es sentir de lleno la naturaleza en las pupilas. Sin embargo, con la vista viene todo lo demás.
Fragancias a lavanda, a tomillo y a algarrobo, que llenan los pulmones como sándalo echado de golpe a las narices. Los troncos de las tipas se dejan acariciar, suavemente, sin importar que las manos estén encallecidas de tanto pintar paredes o sean las de un puntilloso escribano público. Sus rugosidades están para eso, para el toqueteo suave y perenne. A los oídos no les va tan mal. El canto de los jilgueros se superpone con el de los picos amarillos y el sonido imperecedero de las brisas eternas, que mecen a los sauces como niños en sus cunas. Finalmente, a mano en cualquier casa, están las moras, las tunas, las uvas y los higos. Es un pecado para las bocas no comerse una o dos, de vez en vez. Quizás porque están allí, al alcance de la mano. Tal vez porque caen de sus árboles en un derroche de magnificencia que es lujuria para los niños pobres.
Pues en eso andaba Sergio. Testeando sus sentidos. Uno a uno. Acodado sobre su ventana, las primeras montañas de Carlos Paz le devolvían la paz que no sabía tener en su vida. Un sauce, una mora, un jilguero y un algarrobo completaban el paquete. A pesar de eso, no le servían. Era un ser preocupado, nervioso, voluntarioso e hiperactivo. Nada de lo que natura le regalaba hacía mella para calmar sus nervios de hojalata. Ya desde adolescente, en la facultad, se había acostumbrado a trabajar de día, estudiar de noche y dormir…. ¡¡cuando podía!!
Sin embargo ese insomnio perenne y malicioso se le había hecho carne cuando sentó cabeza. Dormir tres horas, llevar a los niños al colegio, trabajar y a la noche, cuando se esperaba que Morfeo lo atacara sin piedad, ¡no! él seguía de pie, hasta las tres, cuatro o cinco. Y así día tras día. Mejor dicho, noche tras noche. Los años pasaban y Sergio combatía como podía el mal que lo aquejaba. Café y aspirinas durante el día. Alplax, alcohol, lo que fuere para la noche. Salía a caminar, chistaba a las lechuzas que se le cruzaban por el monte, pateaba los sapos y mojaba los tobillos en arroyos cercanos. Caminaba interminables cuadras de pedregullo que lo dejaban exhausto, cansado hasta el hastío. Pero cuando llegaba la noche, escuchaba esa voz interior que le decía: “Arriba, problemas, pensá, despertate, la vida es demasiado corta como para perderla durmiendo, arriba, arriba…..”.
No había caso. O mejor dicho, el caso de Sergio era un caso perdido. Tuvo su época de herboristerías, donde la pasiflora alternaba con el tilo. Tuvo tiempos de tarot, astrología, retiros espirituales ignacianos y cumbres umbandas. Cuando todo aparentaba volver a su cauce, ¡zápate! la garra de la noche lo volvía a atenazar, como un águila feroz, como un gavilán hambriento, la boa constrictora lo devoraba lentamente y había noches en las que no lo vomitaba hasta bien entrada la mañana.
Pero vino el día en que conoció a Herminio. Farmacia nueva frente a la plaza principal. Amistad y psicofármacos de los fuertes hasta el hartazgo. Todos al mes o mes y medio eran descartados por Sergio como aspirinas. Y le decía al facultativo: “para eso, voy y me chupo un sauce de esos que abundan tanto por acá”.
Sin embargo, cuando llegó como una novedad al pueblo, ni Herminio ni Sergio se percataron. Se llamaba “Dormilún” y tras cinco noches de descanso el insomne le fue a dar las buenas nuevas al farmacéutico. Los abrazos no finalizaban nunca, ¡habían dado en el clavo!. Su vida no sería ya más ese infierno, le decía Sergio a Herminio, mientras lo estrujaba como a un trapo.
Lo que no previeron ni uno ni otro, fueron las contraindicaciones. Sí, esas que vienen en letra chiquita y nadie les da la más mínima importancia. Primero fue un pequeño olvido que a Sergio le pasó completamente desapercibido. A los tres días ya se había dado cuenta: tomaba la pastilla y olvidaba lo que le había pasado el día anterior, pero las dos o tres últimas horas antes de dormirse. Como ejemplo: comía con la familia pizza con fainá de cena, luego el café, luego la pastilla y a los diez minutos estaba con los ojitos cerrados como un bebé. Al otro día recordaba el café, pero no qué había cenado. Como en primera instancia no le dio mayor entidad, no creyó conveniente contárselo a la familia. Sin embargo, al mes la cosa era realmente preocupante. Los episodios de olvido ya eran más prolongados, y con el despertar se habían ido recuerdos de casi la mitad del día. Con quién había almorzado. Con quién había tenido una reunión a las tres, a las cinco. Ahí Sergio comenzó a preocuparse seriamente. Orillaba los cincuenta y en su paranoia se veía presa del Alzheimer. Se hizo estudios médicos que descartaron todo. Fue al psiquiatra, el cual le dijo que entre los efectos adversos del “Dormilún” lo que él le contaba no figuraba de ninguna forma.
Siguieron los días y los olvidos, que el ahora “ex – insomne” paliaba anotando en una agenda de tapas negras en forma meticulosa, todas sus actividades del día anterior y del día posterior. Así al levantarse releía su bitácora y no pasaba papelones. Hasta que comenzó a olvidarse semanas enteras. Y luego meses.
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El Pabellón “C” del Hospital Psiquiátrico de Oliva – en las afueras de Córdoba Capital – está destinado a los enfermos mentales con un alto grado de coeficiente intelectual, habitualmente sin registrar episodios violentos de ninguna especie, y en algunos casos – muy pocos - con cierta esperanza de recuperación. Sin embargo Sergio estaba allí desde hacía al menos dos años a cargo de la enfermera de día, de la de noche, del psiquiatra a cargo y de una maestra escolar, puesto que su caso era muy particular. Se llamaba algo así como pérdida de memoria a largo plazo. Y Sergio se había olvidado hasta de escribir. Por ello Marcela – tal el nombre de la maestra – con su santa paciencia se sentaba todas las mañanas en aquél parque de ensueño a dictarle a su avejentado alumno sus primeros palotes. La frustración de la docente crecía día a día, sin embargo no por ello dejaba de persistir en sus intentos.
Una amarilla mañana de otoño, recibió una triste noticia por teléfono: que ya no eran requeridos sus servicios. Sergio había fallecido la noche anterior entre “gu – gus” y balbuceos de bebé. Cuando colgó Marcela una mano negra se apoderó de su pecho y toda la tristeza del mundo se posó sobre su cabeza como una mantilla. Con los años ese caso se fue perdiendo en la noche de los tiempos. Sin embargo jamás pudo olvidar las palabras de su alumno cuando una “ene” o una “pe” no le salían. Repetía una y mil veces, una muletilla destinada a explicar todas y cada una de sus frustraciones. Lo hacía sin prisa y sin pausa. La frase era: “para eso, voy y me chupo un sauce de esos que abundan tanto por acá”.
Magnífico relato, comenzando por la descripción del paisaje y todo lo concerniente a la triste historia del personaje. No pude dejar de leer, me atrapó desde el principio al fin. Felicitaciones por tu narrativa.
ResponderEliminarGracias Myriam por tus palabras. Hice lo que más dignamente pude, porque a veces quiero dejar de lado ese tono coloquial y porteño que tengo en mis relatos. Alguna veces me sale, otras no. Besos
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